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Authors: Jesús Ruiz Mantilla

Tags: #Drama, Histórico

Ahogada en llamas (24 page)

BOOK: Ahogada en llamas
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—Pues no es eso lo que opinaba don Marcelino, a quienes tú y quienes piensan como tú no conseguisteis dejar ir de este mundo sin la vergüenza que le ocasionó ese enfrentamiento ficticio y barriobajero que os sacasteis de la manga con quien era su amigo. Vuestro divide y vencerás no ha servido de nada.

—Pero ¿qué tonterías dices, Diego? A nadie le amarga un dulce y don Marcelino estaba encantado. Aunque se mantuviera al margen públicamente estoy convencido de que comulgaba con la propuesta. ¡Hombre! ¡Hasta ahí podíamos llegar!

—A ninguna parte. Ni uno ni otro se lo han llevado por culpa vuestra. Con esa estrategia de la destrucción, el freno, de no dar ni agua al enemigo. Así es como construís el orgullo nacional. Así es como no dejamos de hacer el ridículo a escala planetaria.

—Es que ese hereje no sólo es una desgracia para España: es una desgracia para la especie. Y cuanto más se sepa eso por el mundo, mejor.

—Bien, bien. Sigue así, amigo mío, sigue así de terco.

—Lo de Estocolmo es una locura. Y se frenará todas las veces que sean necesarias. Me asombra, además, Dieguito, que te atrevas a negar los méritos de Menéndez Pelayo respecto a los de ese novelista de modistillas. Parece mentira.

—Era él mismo quien los reconocía. No acabáis de enteraros. Si queréis pensar que se quedó encantado con el cirio ese que montasteis, muy bien. Pero lo cierto es que se quería morir de vergüenza cada vez que escuchaba uno de esos argumentos contra la obra de don Benito. Habla con su hermano Enrique, que te lo explicará perfectamente. No vamos a ninguna parte planteando todo de esa manera: conmigo o contra mí. Así no hay forma de ir a otro sitio que no sea la barbarie.

—No me vengas con monsergas de curilla arrepentido en su propia marea de dudas.

—Mejor dudar que andar por la vida con esas ínfulas de Bismarck.

—Muchos Bismarcks hacían falta aquí para que no se nos fuera todo de las manos.

—Eso es justo lo que estábamos pensando. Unos Bismarcks que enciendan la mecha y lo manden todo al garete. Pasará, con los alemanes y con vosotros. Sois tal para cual. Yo me voy —zanjó Diego Martín.

—Yo me quedo un rato más. ¿Vosotros? —preguntó Fuentecilla a Blas Matallana y a Felipe Zúñiga.

—Nos quedamos, nos quedamos —respondieron a coro.

No había acuerdo posible entre los dos amigos. Fuentecilla se enrocaba, se había echado al monte. En cambio, Diego Martín siempre fue un hombre de brazos abiertos, entregado a una tolerancia labrada a conciencia entre los suyos. Había superado las diferencias con su propio hijo mayor y llegado a una entente muy sana con él. A punto estuvo tiempo atrás de hacer entrar en razón a autoridades y ciudadanía en ese barranco de diferencias surgido tras la catástrofe. Se entendía perfectamente con una filosofía de vida teóricamente alejadísima de la suya como la que ponía en práctica Rafael. No sólo no la rechazaba sino que sentía auténtica curiosidad por ella. Llevaba años metiendo paños calientes en esa mecha constante entre Serafina y su segunda mujer, siempre con la ayuda, el buen juicio y la actitud constructiva de Puerto por medio.

Pero aquella batalla con su amigo Fuentecilla se les iba a ambos de las manos. No sabía bien en qué acabaría. Al fin y al cabo, los dos eran caballeros con una amistad duradera a prueba de bombas. Aunque, ¿quién le aseguraba a él que cualquier día, una frase suya, un comentario alejado de la provocación y sostenido sobre el cemento del buen juicio no iba a acabar en un desaire o en un malentendido? Ahí sería con toda seguridad cuando sus otros dos amigos, ambiguos y distantes en esta ya cansina y eterna discusión, tomarían partido o reconducirían la situación. Aunque, para él, eso también era un misterio.

Las palabras y las diferencias entre aquellos dos amigos de infancia, adolescencia, atribulada juventud y zigzagueante madurez no se las llevaba el viento, les quedaban a ambos en la conciencia y la memoria, pero también es cierto que los dos hacían todo lo posible por no dejar que se pudrieran dentro con la ponzoña del rencor. Aun así, los suyos eran debates elevados, monsergas y gaitas de señoritos que a muy pocos interesaban y apenas salían de los cafés del muelle.

Si acaso los podía coger alguna vez al vuelo el bueno de Arcilla para dar una de sus poco concurridas filípicas en pleno paseo o en su banco callejero. Lo hacía a diario, firme y con la oratoria florida. Tenía un aire de profeta medio apocalíptico. Lucía una melena de Juan Bautista que se resiste a caer del guindo y voz entre cantarina y recia de ultratumba.

—¡Aleluya! Más vale ser loco que cuerdo, porque detrás del cuerdo va la cuerda. Y atado a ella, el burro —clamaba Arcilla ante cinco paisanos que no sabían cómo matar la tarde y le servían bien de feligresía.

Diego Martín, en su regreso a casa, cogió la frase al vuelo y pensó: «No le falta razón.» Pero la locura no era cosa poco frecuente un poco más allá, según se deja el muelle y se sube a la derecha. Por ese nicho de perdedores que se agrupaban batidos por los golpes de la mar en pleno barrio de Tetuán. Hasta allí no llegaban los ecos de las discusiones en los cafés. Con buscarse el pan día a día tenían bastante.

Salvo excepciones. Como Marina y Rafael, que seguían acudiendo allí, furtivos, para recuperar el tiempo perdido en su verano de reencuentro. Era difícil que una mujer como la hija de Carmen Revuelta pasara desapercibida por esas calles dejadas de la mano de Dios, entre los desniveles de la tierra donde se asentaban las casas y las callejuelas angostas y ancladas en la ladera que sube hasta el paseo de La Concepción. Ni siquiera ya el hecho de que muchos se la cruzaran cada tarde había convertido su siempre volátil y apresurada presencia en algo que pasara desapercibido. Andaba a paso firme y miraba a los lados para evitar sospechas y encuentros no deseados. No llevaba vestidos llamativos, ni sombreros, ni peinados, ni perfumes atípicos o demasiado olorosos. Salía de casa con discreción, sin dar explicaciones, y generalmente tardaba menos de cinco minutos en plantarse ante la puerta del estudio.

Aquella tarde gris, que ni descargaba en agua ni despejaba, aquel día en que todos los gatos parecían pardos por ese tono neutro y carcelario del cielo negruzco y pesado, Marina se cruzó por casualidad con la rubia Raquel. No se conocían. Apenas sabían de su existencia ni la una ni la otra. Pero algo llamó la atención de ambas: un detalle de esos en que sólo las mujeres un tanto presumidas pueden caer. La rubia Raquel llevaba puesto uno de los antiguos vestidos de Marina, deteriorado y zurcido, descolorido en su tono verde discreto y poco llamativo sino fuera porque entre aquel estercolero de mujeres de negro llamaba la atención, más con ese porte medio fantasmal pero elegante.

Marina se la quedó mirando y tuvo que morderse la lengua para no preguntar de dónde lo había sacado. La rubia Raquel cayó, con sus ojos pardos de fierecilla sin domar, de mujer instintiva y hecha a sí misma, sobre la alfombra punzante de la calle, en ese relámpago fisgón y un tanto atolondrado que le lanzó Marina. Por un momento, las dos sospecharon algo. Temieron algo. La mala fortuna casual, la maldición del azar. Parecían almas gemelas de no sabían qué, con la misma talla y parecido porte. Se retaron a su manera con ese fogonazo centesimal de sus dos miradas cruzadas y después, sorprendidas, se sonrieron y siguieron cada una su camino.

Marina al estudio, la rubia Raquel hacia la parroquia. Cada una al encuentro de los dos hermanos Martín sin saberlo. Diego había decidido esa tarde recogerse en oración, lecturas y reflexiones. Algo que se había propuesto hacer cuando la ocasión se lo permitía. Una o dos veces por semana, a ser posible, si su trabajo a pie de obra le dejaba. Si la debida entrega le abría una puerta necesaria para su equilibrio, un agujero donde penetrar hondo hacia sí mismo.

La muchacha apareció en la habitación sin saber que Diego se encontraba allí, en plena tarea.

—Perdón —dijo ella, bajando la cabeza.

—Nada. Sabes que aquí no molestas —contestó el padre Martín.

—Voy a limpiar un poco la sacristía.

—Muy bien. Luego puedes recoger todo esto de por aquí. No temas interrumpirme —la tranquilizó el cura.

La rubia Raquel asintió con un gesto y se ahorró pronunciar palabra. Hacía tiempo que temía algo. No debía dejar campar demasiado a sus anchas esos encantos que para muchos podían ser armas de seducción y en cambio para aquel cura todavía joven, devoto y seguramente plagado de fortaleza en su fe corrían el riesgo de resultar algo muy distinto. Ni más ni menos que la tentación.

No podía permitirse el lujo de hacerle ver en su actitud una invitación a un lugar no deseado. Forzarle con el mero encantamiento de su presencia sería fatal. La echaría de inmediato, la expulsaría de lo que para ella se había convertido en un ínfimo reino de los cielos en plena tierra. De aquel lugar donde así, en silencio, se había hecho hueco resultando útil a su lado. Por eso, la rubia Raquel había decidido convertirse en aire, en una especie de gas carnal, en una estampa fantasmagórica que no levantara entre aquellas paredes nada de lo que solía despertar en los hombres por la calle.

Era difícil, por no decir imposible. Porque lo cierto es que Diego Martín no era ni mucho menos inmune. Verla a diario daba inconscientemente sentido a muchas cosas en su vida. Primero, certificaba su capacidad de redención con los demás. Con ella alrededor, bajo control, día a día, daba por seguro haberla salvado de no sabe muy bien qué. Pero, ante todo, lo que la rubia Raquel había aportado a Diego Martín era una especie de felicidad etérea. Algo que por otra parte él no se atrevía a nombrar ni a imaginar como tal, pero que era real. Una especie de dicha fragmentada en trozos de cristal. La que formaban juntos en un espejo limpio donde tampoco se atrevía a mirarse ni verse reflejado en su verdadera actitud hacia ella.

La rubia Raquel le alejaba un tanto de lo divino y le hacía humano. Eso también le convencía: la necesidad de sentirse hombre, de no situarse permanentemente por encima de ningún mortal. Diego Martín había comprendido con los años, con la experiencia, que podría sacar provecho de cierto empuje hacia el pecado. Un toque hacia las perdiciones de sus semejantes. Muy poco, tan sólo un soplido ligero y suficiente para comprender desde el otro lado lo que estaba llamado a combatir.

Nada parecido al demonio ni otras monsergas típicas de los curas torcidos y ciegos que no han visto mundo. La rubia Raquel, para muchos de sus colegas, podía ser perfectamente una encarnación de Satanás; Eva con la manzana permanentemente en la mano. Pero para él, no. Para Diego Martín ella suponía vida, esperanza, cobijo. Se sorprendía mirándola, pensándola, imaginándola así, callada, permanentemente a su lado, al resguardo de su abrigo, bajo el manto agrio pero seguro de su sotana. La sentía de esa manera en la mente y en el cuerpo. Estaba seguro, aunque al despertar ahuyentara de su cabeza el inaprensible vendaval de su imagen, de que aquellos latigazos húmedos de su sexo en plena noche venían agazapados entre los sueños constantes de la rubia Raquel. Entonces se levantaba, se lavaba y sentía el temblor flácido de su pene en mitad del agua fría entre sus manos. Rezaba, a veces se daba con una fusta en la espalda y después se volvía a acostar boca abajo.

Pese al tormento, ella se imponía como ideal y deseo. Con su cuerpo extremadamente delgado, la adivinanza de su piel clara que, si Dios seguía dándole fortaleza, no le sería desvelada nunca. Tan sólo podría llegar a identificarse con lo que Cristo sentía hacia María Magdalena, pero poco más. Nada más. Aunque había días en que necesitaba oír sus tibios pasos, el apenas inapreciable olor a mar que despedía, la susurrante pereza de su voz un tanto quebrada, imperceptible muchas veces, misteriosa siempre.

La rubia Raquel apareció en la habitación y comenzó a limpiar sin aviso previo, como una hormiga a la que en cualquier momento puedes pisar sin darte cuenta. Un tanto temerosa siempre de estar a solas con él en la habitación. Porque ella sí se sentía muy atraída hacia Diego Martín. Sabía que al primer zarpazo humano que le brotara de debajo de la sotana iba a responder sin pensárselo y mucho menos sin permitir que él se arrugara o se atormentara con el freno de su mala conciencia. Pero eso no iba a ocurrir pronto. O sí. Nadie es capaz de ordenar las razones del impulso, ni de ponerle fecha al dictado de nuestros instintos. Nadie es capaz de frenarlos cuando se desbocan. Ni Dios en el infinito reino de los cielos puede.

El padre Martín miraba a la rubia Raquel por encima del devocionario. De vez en cuando cerraba los ojos y ella notaba la cada vez más esperanzadora lucha que libraba consigo mismo hasta cuando estaba de espaldas. Diego tomaba notas y balbuceaba algunas palabras que podían ser oración o pensamientos en alto. El habla, la conversación, pensó el cura, podía ahuyentar convenientemente mejor que nada esa lujuriosa tensión del silencio. Finalmente, decidió preguntar cualquier tontería que aniquilara de golpe el precipicio hacia donde se volcaba su verdadero deseo.

—¿Algo digno de mención, Raquel?

—Nada, padre. Todo bien. Bueno, sí. Hoy me ha parecido cruzarme con alguien que podría ser su hermanastra.

—¿Con Marina?

—Sí, señor.

—¿Dónde?

—Pues lo que me ha extrañado es que ha sido aquí abajo mismo, por el barrio.

—¿Por el barrio? Imposible.

—No sé. Me dio que podía ser ella. Iba como por hacia arriba, para la casa esa donde a veces veo al pintor.

—Me extraña.

—Da igual. A lo mejor son cosas mías. No tiene importancia.

Diego Martín quedó pensativo. La imagen de Marina por Tetuán le enturbiaba algo la cabeza. El remolino de la tentación hacia la rubia Raquel se le borró de repente, pero para evitar riesgos decidió bajar hacia la capilla. Debía poner en orden algunos detalles por el altar. Quizás encontrara a alguien que necesitara confesión. Una zarandeante intranquilidad se apoderó de él.

No vio a nadie. Antes de subir al altar se santiguó y acto seguido empezó a recolocar utensilios sobre la mesa. Por más que entraba en faena, el comentario de la rubia Raquel no se le quitaba de la cabeza. Salió a tomar aire y se cruzó de casualidad con el Tuerto. Justo Casovalle, el hermano de la Chata, solía andar cada tarde por el barrio dando cháchara. Tenía don de gentes, buena fama, pero si había algo que le perdía era una inocente indiscreción nada malintencionada. Aquella tarde, al encontrarse con Diego Martín, fue justo un comentario suyo el que hizo saltar la alarma al cura. El Tuerto no dejaba de tutear ni al papa. Así que tan pacho le soltó:

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