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Authors: Jesús Ruiz Mantilla

Tags: #Drama, Histórico

Ahogada en llamas (30 page)

BOOK: Ahogada en llamas
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El caso es que, fuera como fuese, Rafael volvió. Aunque sufriera seriamente el riesgo de equivocarse, de dar un mal paso, volvió. Y lo hacía esta vez para quedarse un tiempo. Había arreglado la entrega semanal de caricaturas para la prensa de Madrid por correo. En la ciudad, lo primero que iba a hacer era entrar en contacto con
El Cantábrico
para colaborar con ellos también. Y por supuesto, pintar. Se alojaría en una de las casas de su padre y trabajaría concentrado, sin tregua, para intentar un salto importante y definitivo.

También necesitaba dar descanso a sus periplos. En aquellos cinco años había recorrido la Europa que más le interesaba. Pasó sus temporadas en Londres, ciudad que abandonó harto de su pulso violento, un tanto retorcido y siniestro. Le causaba malas sensaciones. De allí volvió a París, donde se sintió mucho más a gusto, se reencontró con los amigos y conoció arrebatado por fin a Picasso. Anduvo por Berlín, ciudad viva, golfa y un tanto desesperada donde percibió una creciente frustración en la derrota de la Gran Guerra que, según él, a la larga, no traería nada bueno. Y por Viena, donde se empapó en los ambientes de la secesión, entró en contacto con las teorías del psicoanálisis que desarrollaba un tal Sigmund Freud y vivió y disfrutó de la música como nunca antes lo había hecho.

Había conocido también el amor. Había caminado por la senda de la seducción, consciente de que en él era una materia prima natural y le abría muchas puertas. En cada ciudad vivió intensos romances. Por Madrid no renunció a acoger algunas mujeres en su casa para envidia constante de sus amigos. Empezando por Solana, a quien su hermano no le dejaba llevarlas a la habitación. A punto estuvo de dejarse engatusar por alguna dama de alcurnia que le hubiese resuelto el futuro con un buen matrimonio sin pedirle nada a cambio más que compañía. Gustaba a las mujeres, en la misma medida que arrebataba a los hombres. Ese mismo poeta amigo se le había insinuado varias veces. Pero si bien en aquellos ambientes de arte y bohemia muchos habían dejado llevar sus instintos hacia la bisexualidad —algo que entendió leyendo a Freud y escuchándoselo de viva voz en un café de Viena al que el doctor era asiduo— nunca sintió impulsos de ese tipo, como sí parece que los había experimentado otro amigo del poeta: el pintor polaco, lo llamaban. Más raro y más retorcido que un perro verde. Buen dibujante, pero para él no tan buen artista. Salvador Dalí era su nombre, compañero de la Residencia de Estudiantes. Lo mismo que aquel brutote aragonés, Luis Buñuel, que tanto le hablaba de cine. Por otra parte, si se hubiera visto llamado por aquellas inclinaciones que para todos los machitos y las beatas eran desviaciones antinatura y para él, sencillamente, gracias a Freud, naturales impulsos sin más, seguro que los hubiese probado con Lorca. También el poeta le atraía en buena forma y había quedado en visitarle por la ciudad no muy tarde. A juzgar por lo que habían hablado en noches interminables sobre sus dos ciudades de origen, a Lorca aquel lugar que no conocía bien le parecía que podía ser la Granada del norte.

No estaría nada mal que se pudieran pasar él y algunos de sus amigos por allí, como años antes lo habían hecho Giner de los Ríos y sus discípulos fieles de la Institución Libre de Enseñanza con esas colonias en San Vicente de la Barquera. Recuerda que tanto él como sus hermanos estuvieron a punto de acudir un año y que la obcecación de Diego dio al traste con ello. Por no discutir, su padre cedió. En aquellos tiempos empezaba con Carmen y le podía una tanto estúpida mala conciencia. Aquellos artistas de uno de sus círculos madrileños procedían del mismo tronco. La Residencia de Estudiantes pertenecía a ese espíritu. Había sido creada bajo los principios y la inspiración de la Institución y en ella habían hecho explotar su talento cada uno de ellos. Ahora que les conocía, que había examinado a conciencia su manera de pensar, su compromiso constante con la sana provocación intelectual, lamentaba no haber podido entrar en contacto con aquella forma de educarse años antes. Una preciosa oportunidad perdida que sin duda hubiese apartado al cabezón de su hermano del camino al seminario. En fin, pero nunca era tarde para él. Todos esos vástagos de la Institución Libre de Enseñanza serían un buen antídoto contra la carroña católica que asfixiaba cada vez más la ciudad. Una manera de recuperar la semilla que dejara plantada don Benito y que se marchitaba aceleradamente, según tenía entendido de oídas, por algunas cartas de su padre.

Explotaba en deseos de hablar con él de todas esas cosas. De contarle, de trasmitirle aquel entusiasmo, detallarle todos esos viajes, sus nuevas amistades. Se mostraba nervioso ante los reencuentros. Le sudaban hasta las manos de la excitación. Se le caían los bultos al bajar del tren y le recorría el esternón un extraño cosquilleo. No había comido, pero no tenía hambre. Sed sí. No llevaba cuentas pendientes para nadie, sobre todo para cobrar a sus hermanos. Sentía verdaderas ganas de conocer a sus sobrinos, de hablar con su nueva cuñada, la según todos encantadora Isabel de la Hoz. Estaba impaciente por besuquear a Serafina y reencontrarse con amigos del colegio. Correría por los cafés y las tabernas en las que se había perdido la última vez junto a su compadre Solana y pasearía hasta agotarse al borde de la bahía para captar toda la luz, los tonos, la espesura de la bruma que nunca jamás olvidó en esos años.

No había especificado la hora de su llegada, pero sí se aseguró de hacerlo por la tarde para que estuvieran casi todos en la casa del muelle y que la sorpresa fuera mayor. Le seguían gustando los imprevistos, la emoción de lo inesperado y sobre todo, no incomodar a nadie para que tuvieran que ir a buscarle a la estación. Se las arregló para conseguir su transporte y poco antes de la hora de la cena entró en el portal. Subió las escaleras sin nada en la mano. Había dejado los bultos abajo y llamó al timbre. Serafina abrió la puerta.

—¿Quién anda ahí? —preguntó Rafael al plantarse como una aparición medio mariana en la puerta.

—Pero… ¡Ay, hijo, ay hijo mío…!

La mujer no logró contener el llanto y empezó a besuquearle los carrillos como si tocara la trompeta. Cuando le llenó la cara y le miró de arriba abajo empezó a gritar:

—¡Don Diego! ¡Don Diego! ¡Que es Rafael! ¡Que ha venido Rafael! ¡Virgen del Carmen! Déjame aquí, que te vea. ¡Ay, pero qué guapuco que está él, madre! ¡Ay virgen santa! ¡Madre santísima! ¡Qué alegría!

—Tranquila, mujer que te va a dar algo —le decía el hijo pródigo.

—Estate calladín. Que si no me ha dau ya un pasmo con todo este tiempo sin saber nada de ti, desgraciao. ¡No sé cuántos años, años que no he contao, so babión! Pero ¿dónde estabas? ¿Dónde te has metido, sinvergüenza?

—Por ahí.

—¿Por ahí? ¡Puerto! ¡Señora!

—Calla, calla, ya iré saludando a todo el mundo. Tranquila.

Diego Martín se apresuró hacia la puerta.

—¡Hijo! ¡Hijo mío!

—Padre, ya estoy en casa —dijo Rafael, con un tono que transmitía plenamente la reconfortante serenidad del regreso.

Se abrazaron. Se miraron. Le besó la frente y le dijo con una transparencia sentida, absolutamente verdadera:

—Bienvenido. Bienvenido, hijo mío.

Con esa emoción que le entrecortaba las palabras, que le resquebrajaba la voz y le hacía apartar la mirada para que nadie notara las lágrimas. Todavía las guardaba dentro. O eso creía, porque Rafael, que ya le vio llorar el día que enterraron a su madre, había sido hasta entonces el mejor guardián de sus emociones íntimas.

—Gracias, padre. Me alegro de haber vuelto. He de bajar a por los bultos.

—Deja, deja, hijuco. Ya mando yo al portero que nos los suba ahora mismo. Me acerco en un momento a su casa y nos los planta aquí. Tú vete con tu padre —le indicó Serafina.

Pasaron al despacho directamente. Tenían que ponerse al día cuanto antes.

—Noto todo cambiado. No sé, más alegre —observó Rafael en una primera ráfaga.

—Los niños —respondió el abuelo orgulloso.

—Los niños, claro. ¿Cuándo les voy a conocer?

—Mañana, mañana. Como no sabíamos que llegabas hoy, no hemos preparado un recibimiento como te mereces. Pero qué alegría, por otra parte. Casi prefiero que haya sido así.

—Mucho mejor así, créeme padre. Si os lo llego a anunciar os pondría a todos mucho más nerviosos previamente.

—Tienes razón. Bueno, ¿cuáles son tus planes?

—Pues mis planes son quedarme un tiempo.

—¿En serio me hablas? ¿Cuánto?

—Sin fecha. Necesito concentrarme. Pintar. Apartarme una temporada de Madrid; una ciudad que empieza a ser una locura. Sólo quiero pedirte un favor: que me dejes usar una de tus casas y así molestaros lo menos posible.

—No molestas nada, hijo. ¡Qué barbaridades dices!

—Ya, bien. Es porque así resultará mejor para todos.

—No hay problema. Podrás ocupar alguna aquí al lado, en la plaza de Pombo mismo. Pero vendrás todos los días a comer… Ésa es la condición.

—Claro.

—Pues nada. Está hecho. Así que un tiempo largo. Por fin te recuperamos.

—Bueno. Vamos a ver.

—Eso, vamos ver.

—Tampoco estaría de más que me pusieras en contacto con los de
El Cantábrico
para alguna colaboración.

—Hecho. No sabes la de veces que me han pedido que te convenciera para que les dibujaras cosas y no les he dado más que largas. Habían visto algo tuyo en la prensa de Madrid y les gustaba. El mismo Estrañi me lo dijo hace tiempo.

—Hombre, algo podría haberles hecho. No me costaba.

—Ya, pero ¿qué sabía yo? A lo mejor era un engorro más que otra cosa. En fin, lo importante es que ya estás aquí. Voy a llamar a tus hermanos para que bajen a cenar. ¿Qué quieres cenar?

—¿No será una lata?

—¿Cómo va a ser una lata? Ahora mismo mando a Manolín para que los avise. ¡Manuel! Pero, dime, ¿qué te apetece?

—Pues si Serafina nos hiciera una tortilla de patatas…

—Claro. ¡Serafina! ¡Manuel!

El chaval llegó corriendo, meneando por todo el pasillo con gracejo el culo y las manos como un pavo real. Muy excitado ante el reencuentro con esa leyenda de la familia que era Rafael. Al entrar al despacho, el menor de los Martín se dio la vuelta y ante el impacto, Manuel bajó la mirada. Le encontraba mucho más atractivo y arrebatador que la última vez. Acaso más bello, intenso y curtido en su recién entrada madurez, aunque ésta brillara por su ausencia. Rafael no había abandonado una bien llevada insistente juventud en el rostro, en el cuerpo, en el gesto que era la perdición para todos sus admiradores fueran del género que fueran.

—Hombre, Manolín. Ya eres un mozo, eh.

El chico se ruborizó.

—Y muy buen estudiante. Ahí le tienes. Menudas notas —saltó Diego Martín.

—Uno trata de cumplir, don Diego.

—Pues me vas a hacer un recao, chaval. Acércate a casa de mis hijos y diles que se vengan a cenar.

—Eso está hecho.

—Anda, no tardes. Ah, y que se presente por aquí Serafina. Si no la encuentras dile a tu madre que vayan preparando unas tortillas de patatas para todos.

—Muy bien. Uy, creo que no hay huevos —saltó el chico llevándose la mano a la boca como una monja clarisa.

—Pues de paso te los traes de casa de Enrique.

—Vale, vale.

Manolín se fue y cerró la puerta. Rafael no perdió atención a sus gestos. Su rica experiencia por todos los submundos le hizo lanzar discretamente un diagnóstico.

—Este Manuel…

—¿Qué le pasa? —preguntó el padre.

—Este Manuel es un mariposón.

—¿Y qué quieres que haga? Ya lo he notado —saltó el padre un tanto molesto.

—No pasa nada. Conozco muchos que son encantadores. Sólo que me hace gracia. Más en todo un Borbón.

—Calla, hombre. No me hagas reír.

—Perdón.

—¿Qué pretendes? ¡Todo el santo día rodeado de mujeres! Lo mismo le dije a tu hermano Enrique el otro día. Bueno, puedes utilizar tu cuarto sin problemas. Espero que todos puedan venir. Cenamos en eso de una hora, lo que tarden las tortillas.

—¿Y Carmen?

—Tenía una de esas meriendas interminables. Pero no tardará.

—Muy bien. Voy a organizarme un poco. Nos vemos luego, padre.

Rafael fue paseando por la casa, contemplando la primera luz nocturna que le impedía admirar la bahía desde los balcones pero sí le permitía oler el salitre entrando a borbotones por las rendijas de las ventanas. Sintió la intermitente pero constante potencia de la lluvia, los sonidos de retirada en la recién entrada oscuridad. Pasó por la cocina. Saludó a Puerto y a Toñina, que tampoco le ahorraron piropos ni dejaron de echarle en cara sus ausencias.

—Ay, don Rafael, creíamos que ya no vendría más. Pero ¿dónde ha andau metido? —preguntó Puerto.

Toñina tampoco tenía confianza para preguntárselo directamente pero sí descaro para no quitarle ojo de encima. Al salir de la cocina, le soltó a su compañera de fatigas:

—¡Madre de Dios bendito! ¡Quién pillara al señorito!

Rafael, ya fuera de la cocina, sólo escuchó las risas que siguieron a aquel suspiro. En su habitación, rápidamente reconoció el tono de las paredes pero le resultó curiosamente todo más pequeño. Había menguado de golpe en la vida real aquello que parecía de otra medida en la dimensión de sus recuerdos.

CUATRO

En la plazuela, a expensas del viento y algunas nubes bajas, los niños detenían la lenta carrerilla de la tarde jugando al balón, al escondite, al pañuelo, a la comba, a la peonza, cuando no se metían en los torneos de diábolo o de canicas… El futuro de la ciudad se ensimismaba medio petrificado en sus caras de marfil algo embadurnadas por los mocos de los primeros resfriados otoñales.

El runrún de sus madres en las conversaciones a la hora de la merienda ni se percibía. Todo quedaba ahogado, mudo, por el griterío agudo y ondulante de la chiquillería. Tragaban un mordisco de sus bocadillos de chorizo, de chocolate o de mantequilla con azúcar y daban un berrido. Por no hablar del estruendo que armaban algunos cuando se caían empujados a mala idea o por culpa de algún tropezón tonto en el que se dejaban los morros y rompían a llorar.

Así no había quien prestara atención al pobre Arcilla, que se había apalancado en un banco a la derecha del templete para arengar a los viandantes y a los ociosos. Algunos le miraban curiosos y dispuestos a escucharle. No encontraban manera mejor de matar allí la tarde esperando la hora de la retirada que riéndose de un lunático con manías y complejo de Moisés.

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