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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

Alcazaba (5 page)

BOOK: Alcazaba
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Uriela le tomó las manos, se las apretó, e, inclinándose hacia ella, dijo con voz cargada de convicción:

—Tu marido era una buena persona.

—Claro. Yo nunca he dicho lo contrario. Pero, aparte de ser una buena persona, ¿qué he recibido de él?

La madre, estremeciéndose, miró perpleja a su hija y, denegando con la cabeza, respondió:

—No deberías quejarte de esa manera. Hay muchas mujeres a quienes sus maridos les hacen la vida imposible, las tratan como esclavas, les pegan y las mantienen encerradas en casa sin que apenas puedan ver la luz del sol. Aben Ahmad al menos te dejó siempre hacer lo que te daba la gana.

—¡Solo hubiera faltado eso! Si encima de no hacerme feliz me hubiera hecho la vida imposible…

Uriela lanzó un ruidoso suspiro y observó:

—La vida no es fácil y mucho menos para una mujer.

Judit se la quedó mirando en silencio, como si esperara que añadiera algo más. Pero, como no decía nada, le apretó la mano y le preguntó, mirándola directamente a los ojos:

—¿Tú has sido feliz?

La madre, sonriendo asombrada, respondió:

—¡Qué pregunta!

—Vamos, contesta, ¿has sido o no feliz? ¿No puedes decirme la verdad? ¡Soy una mujer viuda!

Uriela rio bajito y dijo:

—Sí, mucho. ¡Muy feliz! En mi caso, la caca de cigüeña no se equivocó.

Al oírle eso, Judit se puso en pie y se refugió en un rincón de la cocina para no turbarla con sus lágrimas. La madre la siguió y la estuvo besando mientras le decía:

—Mi pequeña, mi querida Judit al-Fatine, mi Guapísima. No sufras, te lo ruego. Debes saber que nunca he creído en lo de las cigüeñas… ¡Eso son cosas de tu padre! Pero es bien cierto que le quiero mucho. ¡Siempre le quise! Él estaba predestinado para mí, pero no porque lo dijera la inmundicia de un pájaro. Nunca he creído en eso… Pienso que fue solo la casualidad. A veces hay casualidades…

La hija se volvió y puso en su madre unos ojos tristísimos.

—¿Puedo hacerte una pregunta más?

—Claro, hija.

Se acercó y le dijo en voz baja:

—Yo nací en una familia de judíos y era judía cuando me casé con Aben Ahmad, que era musulmán. ¿Qué soy ahora, musulmana o judía?

Uriela miró a un lado y otro y contestó con voz queda:

—A las mujeres nos corresponde seguir por matrimonio la religión del esposo.

—No te he preguntado eso —replicó la hija—. Sabes muy bien a qué me refiero. Padre es un piadoso judío que cumple con todos los mandatos de su religión; en cambio, yo, ¿qué soy ahora que me he quedado viuda?

La madre perdió la paciencia y, mientras fingía estar ocupada colocando algunos cacharros de la cocina, contestó:

—¡Es mejor no hablar de ciertas cosas!

Judit la sujetó por los hombros y exclamó:

—¡Dímelo, por favor! ¡Necesito saber eso!

—¿Por qué?

—Porque soy la viuda de un musulmán y a la vez hija de padre y madre judíos. ¿No comprendes que debo encontrar mi lugar?

Como derrotada, Uriela se dejó caer sobre la silla. Guardó silencio un instante y después le dijo a Judit con tristeza en la voz:

—Será mejor que no andes por ahí manifestando estas dudas… Los musulmanes no consienten que alguien abandone su fe. Puede ser peligroso para ti que vuelvas con nosotros. Actúa con discreción y elude tener conversaciones con la gente sobre esto… El Eterno sabe lo que hay en cada corazón… Sé cautelosa, hija.

Seguían conversando en voz queda, cuando el padre entró en la cocina y dijo muy serio:

—Tu madre tiene razón, Judit, hija mía. Corren malos tiempos… Hay amagos de revuelta en la ciudad; unos y otros, musulmanes y cristianos, andan a la gresca. A los judíos nos corresponde ahora, como siempre, ser muy cautelosos… El cadí de los muladíes ha citado a todos los jefes. Mañana habrá asamblea en el palacio del valí y esperemos que no empeoren las cosas.

7

El aire tenía esa maravillosa transparencia que adquiere al amanecer después de toda una noche de lluvia. La primera luz del día ofrecía una visión admirable de Mérida, con el fondo gris sombrío de los lienzos de las murallas, las almenas recortándose en el cielo violáceo; los alminares, las torres, las cúpulas ilustres de las basílicas y los brillantes tejados iluminados por el sol que despertaba hacia el oriente completamente despejado de nubes.

Una quietud extraordinaria y un absoluto silencio parecían mantener todavía la ciudad sumida en el sueño. Hasta que repentinamente brotó en alguna parte el canto del primer muecín, nítido y en cierto modo lastimero, llamando a la oración del Aid. Después siguió otro y más tarde se les unieron varios más. Las alabanzas de los que exhortaban a rezar se mezclaban con el bullicio de los pájaros recién despertados, el vuelo de bandadas de palomas y la irreal negrura de los delgados cipreses que asomaban desde los patios.

Fuera de las fortificaciones, extendiéndose por el alfoz, destellaba el río crecido, ahogando parte del arrabal, cuyas casas de adobe emergían del agua embarrada. Más allá, asomaban en la riada las grandes choperas de la orilla y lo que podía verse de los ojos del largo puente de piedra. Al otro lado del Guadiana amarilleaban las tierras de labor y, al fondo del paisaje, se alzaba la silueta oscura de los montes lejanos.

En la puerta de su casa, el cadí de los muladíes, Sulaymán, recibió el primer soplo de aire del nuevo día y observó el precioso amanecer. Después se encaminó con pasos rápidos y decididos hacia la mezquita Aljama, uniéndose en las calles a varios notables que también iban a la oración del alba. Caminaban todos silenciosos, con gestos graves, conscientes como eran de la importante reunión que debían celebrar esa misma mañana.

En la fuente principal concluía ya sus abluciones el valí Mahmud, al que acompañaban su parentela y los miembros del Consejo. Entraron juntos en la mezquita y se situaron cada uno en el lugar que le correspondía, esperando a que diesen comienzo las invocaciones.

En la otra parte de la ciudad, en el más antiguo de los barrios, los viejos caserones de los próceres cristianos se alineaban a ambos lados de una amplia calzada, con las puertas cobijadas por anchos soportales que se apoyaban en columnas de mármol. Servía esta calle principal de mercado y ya se hallaba extendida una hilera de tenderetes con tapices, brocados, tejidos, lanas y sedas; también, más adelante, se abría una plaza donde podía comprarse pescado seco, sebo, carne, cecina, verduras, legumbres y frutas. Los tonos pardos y crudos de las túnicas o las sayas de las mujeres, y de los jubones y mantos de los hombres destacaban entre el colorido de los productos que se ponían a la vista por todas partes.

A medida que crecía la luz, se intensificaban las voces humanas y el sonar de los cascos de las caballerías en el pavimento de guijarros, porque hombres, bestias y mercaderías empezaban a confluir a esa hora por ser segunda feria y, por tanto, día dedicado con preferencia al comercio y a los negocios.

Al final de la plaza se alzaba un templo grande y de buena fábrica: la basílica de Santa Jerusalén, la más antigua de Mérida y la de mayor rango. En su interior, la sutil luz de las lámparas de aceite dejaba ver en la penumbra el esplendor de tres naves, separadas por arcos de herradura, y tres ábsides al fondo, de mayor tamaño el central que los laterales. En el altar que había en el ábside de la derecha, dedicado a san Pedro, el obispo acababa de impartir la bendición final al concluir la misa de feria. Asistía un reducido grupo de fieles entre los que destacaba el duc Agildo, vestido con túnica color marfil y llevando sobre los hombros un vistoso manto encarnado. A su lado, otros caballeros con buenos atavíos se alzaban en los reclinatorios; en cambio, el duc permanecía arrodillado, apoyando la frente en sus dedos entrelazados.

El obispo, en vez de retirarse, se quedó allí quieto, mirándole durante un rato, como si esperase a que saliese de su estado de meditación para decirle algo. Y cuando vio que se levantaba al fin Agildo, le exhortó:

—Confía en Dios y no temas. Ve a la asamblea y no vaciles ni te sientas inferior a esos ismaelitas. Dios y la Santísima Virgen velan por vosotros.

El duc asintió con una inclinación de cabeza y contestó:

—Rezad, rezad a partir de este momento. En efecto, solo esperamos en Dios…

El obispo era un hombre joven, alto, de espesa barba crecida y largo cabello color estopa; tocado con la mitra forrada en seda verde con bordados en oro; sostenía un largo báculo plateado y el pectoral dorado lanzaba destellos. Posó la mano grande y blanca sobre el hombro de Agildo y le pidió:

—Te ruego que vuelvas aquí nada más salir de esa reunión. Estaremos en vilo hasta saber lo que quieren de vosotros esos infieles.

—Así lo haré.

Dicho esto, el duc besó la mano del obispo, se puso en pie y abandonó el templo seguido por sus caballeros. En la plaza le aguardaban los palafreneros que sujetaban por las bridas los caballos. La gente les rodeaba curiosa, observando con asombro la riqueza de los jaeces, las monturas de gineta, los ricos vestidos de los nobles, las empuñaduras de las espadas y el brillo de las coronas que lucían en sus testas.

Atravesó el cortejo el barrio cristiano y cruzó la puerta de la Aljama, para adentrarse después por un dédalo de retorcidas callejuelas que les condujo hasta el palacio del valí.

Cuando entraron, la sala de Justicia estaba ya atestada, sin que apenas quedase espacio para nadie más; de manera que tuvieron que situarse en el extremo, cerca de la puerta. Los árabes y los beréberes ocupaban los mejores asientos, en los laterales del estrado. Después se alineaban los muladíes, los cadíes de las aldeas vecinas, los ricos mercaderes, notarios, alfaquíes y maestros de la Madraza.

Entró el valí Mahmud con sus secretarios y ocupó su trono en el centro del entarimado, mientras un mayordomo ensalzaba sus cargos, títulos y dignidades en una especie de canturreo con voz chillona. Inmediatamente después, se organizó una fila por el medio de la sala y, por riguroso orden de importancia, los asistentes fueron pasando para presentar sus respetos y obsequiarle con algún regalo. Este ceremonial se prolongó durante más de una hora, pues el gobernador intercambiaba preguntas y a veces se entretenía en breves conversaciones y gestos de aprecio.

Cuando todo el mundo hubo regresado a sus asientos, el valí extendió la mano y, con un silencioso gesto, otorgó la palabra al cadí Sulaymán. Este se colocó en el centro del salón y pronunció su discurso:

—Valí Mahmud al-Meridí, gobernador y juez supremo de la ciudad de Mérida con todos sus territorios, pueblos y aldeas, en el nombre de nuestro emir Abderramán de Córdoba, a quien Allah el Compasivo, el Misericordioso, guarde siempre y te conserve a ti junto a los tuyos… ¡Allah es Grande! ¡Mahoma es su Profeta! ¡Bendición y paz!

Los musulmanes allí presentes exclamaron:

—¡Allah es Grande! ¡Mahoma es su Profeta! ¡Paz y bendición!

El cadí prosiguió:

—Allah es justo, Allah es el único Juez, y el creyente tiene la obligación de ayudar al triunfo de la verdad y a la erradicación de la falsedad sobre la tierra, que es vasta hasta el infinito. Pero de esto no cabe deducir, de ningún modo, un deber de rebelión. ¡Nadie debe alzarse contra el poder establecido, en nombre de Allah, por su Comendador de los Creyentes! En cambio, siempre estará justificado el pacto con el buen gobierno para que se imponga la fe verdadera en el Omnipotente y su Profeta. ¡Paz y bendición!

—¡Allah es Grande! ¡Mahoma es su Profeta! ¡Paz y bendición! —respondieron los musulmanes.

Tomó de nuevo la palabra Sulaymán y, con tono grandilocuente, sentenció:

—Nunca la verdad humillará al que la busca, sino que lo ennoblecerá a los ojos de Allah y de los hombres… Hay que acoger la verdad dondequiera que se encuentre; ya lo dijeron los antiguos. Y esa verdad está cerca de la justicia. Luchemos, pues, por la justicia y hallaremos la verdad.

Los congregados aplaudieron admirados por estas sabias reflexiones. Incluso el valí sonreía emocionado y asentía con expresivos movimientos de cabeza.

Animado por tan favorable reacción ante su discurso, Sulaymán propuso:

—Los hombres que agraviaron a nuestro valí y a su Consejo el viernes frente a la mezquita Aljama deben ser castigados. Ya que, como hemos dicho, la obligación que tiene el creyente de pedir justicia y hallar verdad no justifica la rebelión. ¡Caiga, pues, sobre ellos la fuerza de nuestra ley!

—¡Muy bien! ¡Así sea! —asentían los presentes—. ¡Sean castigados! ¡Eso es justo!

—¡Sí! —prosiguió el cadí haciéndose oír entre el murmullo—. Pero tampoco debe olvidarse que, en nuestra obligación de hallar la verdad y la justicia en el gobierno de la ciudad, ha de ponerse de manifiesto lo que hoy nos ocurre… —Alzó el dedo con autoridad—. Y a nadie se le oculta que sufrimos duros impuestos, en estos tiempos malos… ¡Debemos hallar la manera de lograr justicia verdadera!

Se hizo un gran silencio de momento. Después algunas voces sueltas exclamaron:

—¡Muy bien hablado! ¡Vela por la ciudad, valí Mahmud! ¡Valí, justicia! ¡Justicia y misericordia en nombre de Allah!

Concluido el discurso del cadí, debía intervenir el valí Mahmud, que ya se había puesto en pie para dictar sentencia. Con voz decidida y grave, anunció:

—Los hombres que profirieron insultos, escupieron y lanzaron piedras sufrirán mañana el castigo que manda la ley: se les cercenará la mano derecha a cada uno y la lengua hasta la mitad del paladar. ¡Cúmplase!

Hizo un silencio y luego añadió:

—En lo que a los impuestos se refiere, antes de aportar ninguna solución, debemos saber si hay unidad entre todos los representantes aquí convocados.

—¡Estamos todos contigo! —expresó el cadí Sulaymán—. Cualquier cosa que hagas por defendernos será también cosa nuestra.

—¡Sí! ¡Así es! ¡Haz algo! ¡Haznos justicia! —exclamó la concurrencia—. ¡Hay que solucionar lo de los tributos!

El secretario privado pidió silencio para que el valí pudiese manifestar lo que proponía. Tomó este de nuevo la palabra y anunció:

—Un emisario irá a Córdoba y solicitará audiencia al emir Abderramán; le entregará una carta de la ciudad en la que se expresarán nuestras preocupaciones. Solicitaremos su gracia y misericordia en nombre de Allah, manifestándole con el mayor de los respetos que, si no nos atiende como merecemos, pueden causarse levantamientos y desórdenes en estos dominios.

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