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Authors: James Ellroy

Tags: #Histórico, Intriga

América (77 page)

BOOK: América
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Kemper trasladó a sus hombres a Blessington. El FBI estaba allanando todos los campamentos que no estaban dirigidos por la CIA, y mantener a su equipo alojado en Sun Valley empezaba a resultar arriesgado.

Los hombres se trasladaron al motel Breakers. Cada día, durante toda la jornada, se dedicaban a hacer prácticas de tiro. Sus rifles eran idénticos a los que había robado Kemper.

Los tiradores ignoraban en qué consistía el trabajo. Kemper les informaría seis días antes, con tiempo para realizar un ensayo general en Miami.

Littell pasó ante la casa de Dougie. Pete decía que él siempre entraba por el callejón y nunca dejaba que los vecinos lo vieran.

Tenían que colocar una buena cantidad de narcóticos en la casa. Tenían que ampliar el pedigrí de Dougie a la categoría de asesino, incendiario de iglesias y vendedor de droga.

El día anterior, Kemper había tomado una copa con el jefe de Agentes Especiales de Miami. Eran antiguos compañeros del FBI; la reunión no tenía nada de anómalo. El hombre calificó de «verdadero fastidio» el desfile y dijo que Kennedy resultaba «difícil de proteger». También comentó que el Servicio Secreto permitía que la gente se acercara demasiado al Presidente.

Kemper le preguntó si se había recibido alguna amenaza, si algún chiflado iba a montar un alboroto.

Su interlocutor le aseguró que no.

El único montaje arriesgado del plan se mantenía sin novedad. Nadie había denunciado al pseudo Dougie lenguaraz.

Littell regresó al Fontainebleau. Se preguntó cuánto tiempo sobrevivirían Pete y Kemper a JFK.

94

(Blessington, 21/10/63)

Los oficiales instructores formaron un cordón inmediatamente detrás de la verja delantera. Llevaban máscaras y escopetas con cargas de sal.

Los buscadores de refugio agitaban la valla. El camino de acceso estaba abarrotado de coches desvencijados y de cubanos desposeídos.

Kemper observó que la agitación iba en aumento. John Stanton había llamado para advertirle que las intervenciones del FBI iban de mal en peor. El FBI había irrumpido en catorce campos de exiliados el día anterior. La mitad de los cubanos de la costa del Golfo andaba en busca del asilo de la CIA.

La valla se tambaleó. Los instructores apuntaron sus armas.

Eran veinte hombres dentro y sesenta fuera. Entre ambos grupos sólo estaban las débiles cadenas de la verja y unos rollos de alambre de espino.

Un cubano escaló la valla y se enganchó en las púas del alambre que la coronaba. Un instructor lo echó abajo: la descarga del cartucho de sal lo desenganchó y le laceró el pecho.

Los cubanos cogieron piedras y blandieron maderos. Los instructores adoptaron posiciones defensivas. Se armó un gran griterío en dos lenguas.

Littell llegaba tarde. Pete también. Probablemente, la migración había causado un atasco.

Kemper bajó al embarcadero. Desde allí, sus hombres disparaban contra boyas flotantes situadas a treinta metros de la costa. Los tiradores llevaban tapones en los oídos para silenciar el alboroto de la verja. Tenían el aspecto de mercenarios pulcros y experimentados. Kemper los había llevado allí en el último momento y podían utilizar libremente el campamento; John Stanton había movido los hilos en recuerdo de los viejos tiempos.

Los casquillos expulsados caían sobre el embarcadero. Laurent y Flash hicieron plenos en sus disparos. Juan erró algunos, que fueron a las olas.

Kemper les había hablado del objetivo la noche anterior. La pura audacia del golpe los había excitado sobremanera. Kemper no había podido resistirlo. Había querido ver cómo se les iluminaba el rostro.

Laurent y Flash habían puesto cara de felicidad; Juan, de preocupación.

Juan se había mostrado huidizo últimamente. Y acababa de pasar tres noches en paradero desconocido.

La radio informó del hallazgo de otra mujer asesinada. La habían golpeado hasta dejarla sin sentido y la habían estrangulado con una cadena para contrapeso de ventana. La Policía local estaba desconcertada.

La primera víctima había aparecido cerca de Sun Valley. La segunda, cerca de Blessington.

El alboroto en la entrada del campamento se duplicó y se triplicó. Resonaron los disparos de cartuchos de sal.

Kemper se colocó tapones en los oídos y observó la sesión de tiro de sus hombres. Juan Canestel lo observó a él.

Flash hizo saltar una boya. Laurent acertó en el rebote. Juan falló tres disparos seguidos.

Algo andaba mal.

La policía del Estado despejó el lugar de cubanos. Los coches patrulla los escoltaron hasta la autopista.

Kemper avanzó tras el convoy. La comitiva estaba formada por una cincuentena de coches. Las andanadas de perdigones de sal habían destrozado los parabrisas y rasgado los techos de los descapotables.

Era una solución bastante corta de vista. John Stanton profetizó un caos de exiliados… e insinuó algo mucho peor.

Pete y Ward llamaron para decir que llegarían con retraso. «Bien -dijo-, yo tengo que hacer un recado.» Cambiaron la hora de la cita para las dos y media, en el Breakers.

Allí les contaría las novedades de Stanton. E insistiría en que eran meras especulaciones.

El rebaño de coches avanzó lentamente; ambos carriles de salida estaban ocupados por una fila apretada de vehículos. Sendos coches patrulla abrían y cerraban la marcha para mantener encajonados a los cubanos.

Kemper se desvió en un cruce. Era el único atajo practicable hasta Blessington: caminos de tierra que se internaban en las tierras bajas.

Se levantó una nube de polvo, que una ligera llovizna convirtió en una rociada de fango. El violamóvil lo adelantó a toda velocidad en una curva sin visibilidad.

Kemper conectó los limpiaparabrisas. El fango dejó una capa traslúcida en el cristal, a través de la cual alcanzó a ver a lo lejos el humo del tubo de escape, pero ya no distinguió el violamóvil.

Juan anda distraído. No ha reconocido mi coche.

Kemper llegó al centro de Blessington y pasó ante Breakers, Al's Dixie Diner y todos los demás locales de exiliados de ambos lados de la avenida.

No vio el violamóvil por ninguna parte.

Recorrió metódicamente las calles transversales. Efectuó circuitos sistemáticos: tres bocacalles a la izquierda, tres a la derecha. ¿Dónde estaba el Thunderbird rojo caramelo de manzana?

Allí…

El violamóvil estaba aparcado delante del motel Larkhaven. Kemper reconoció los dos coches aparcados junto a él.

El Buick de Guy Banister. El Lincoln de Carlos Marcello.

El motel Breakers daba a la autopista. La ventana de Kemper daba a un puesto de control recién instalado por la policía del Estado.

Vio que unos policías desviaban algunos coches hacia una salida. También vio a unos agentes sacar de los vehículos, a punta de pistola, a los varones latinos.

Los policías efectuaron comprobaciones de identidad y de documentación de Inmigración, embargaron vehículos y detuvieron varones latinos a manos llenas.

Kemper contempló el trajín durante una hora entera. Los agentes se llevaron a treinta y nueve varones latinos.

Los condujeron a unos furgones y apilaron las armas confiscadas en un gran montón.

Una hora antes, Kemper había registrado la habitación de Juan.

No había encontrado cadenas de contrapeso de ventana, ni objetos de pervertido. No había visto absolutamente nada que resultara incriminatorio.

Alguien llamó al timbre. Kemper abrió enseguida para que cesara el ruido. Era Pete.

–¿Has visto la que se ha organizado ahí fuera?

–Hace unas horas intentaban irrumpir en el campamento -explicó Kemper-. El jefe de instructores llamó a la policía.

–Esos cubanos están realmente furiosos -comentó Pete tras echar una mirada por la ventana.

Kemper corrió las cortinas.

–¿Dónde está Ward?-preguntó.

–Ya viene. Y espero que no nos hayas hecho venir hasta aquí para enseñarnos un jodido control de carreteras…

Kemper se dirigió al mueble bar y sirvió a Pete un bourbon corto.

–John Stanton me ha llamado. Dice que Jack Kennedy ha ordenado a Hoover que aumente la presión. En las últimas cuarenta y ocho horas, el FBI ha irrumpido en veintinueve campamentos no controlados por la CIA. Todos los exiliados detenidos que no pertenecen a la Agencia andan a la busca del amparo de ésta.

Pete apuró el trago. Kemper le sirvió otro.

–Stanton ha dicho que Carlos ha establecido un fondo para fianzas. Guy Banister también ha intentado sacar bajo fianza a algunos de sus exiliados predilectos, pero Inmigración ha emitido una orden de deportación contra todos los cubanos detenidos.

Pete arrojó el vaso contra la pared. Kemper tapó la botella.

–Stanton también ha dicho -continuó Kemper- que toda la comunidad en el exilio se está volviendo loca. Y que se habla mucho de un atentado contra Kennedy. Ha dicho que se habla mucho, en concreto, de un atentado durante un desfile motorizado en Miami.

Pete descargó un puñetazo contra la pared. El puño se hundió en ella hasta el tabique original. Kemper se retiró unos pasos y habló de forma pausada y relajada.

–Ninguno de nuestro equipo se ha ido de la lengua, de modo que los rumores no pueden haber salido de ahí. Además, Stanton ha dicho que no había informado al Servicio Secreto, lo cual significa que no le importaría ver a Jack muerto.

Pete apretó de nuevo los puños y lanzó un gancho de izquierda contra la pared, de la que salieron despedidos fragmentos de enlucido. Kemper se mantuvo a considerable distancia.

–Según Ward, Hoover presentía que se avecinaba algo así. Y Ward no se equivocaba, porque Hoover habría puesto trabas a las redadas y habría mandado aviso a su red de colaboradores de confianza sólo por joder a Bobby… a menos que prefiriese avivar el odio contra Jack.

Pete agarró la botella, se lavó las manos y las secó en las cortinas. La tela beis quedó empapada de rojo. La pared había quedado medio demolida.

–Escucha, Pete. Podríamos salir de… -murmuró Kemper.

–No. – Pete lo empujó hacia la ventana-. De ésta no podemos salir de ninguna manera. O lo matamos o no lo hacemos. Y probablemente ellos nos matarán aunque lo hagamos.

Kemper se desasió. Pete descorrió las cortinas. Los exiliados saltaban del arcén de la autopista perseguidos por policías que blandían aguijadas eléctricas de conducir ganado.

–Mira eso, Kemper. Observa y dime si podemos controlar este jodido alboroto.

Littell pasó ante la ventana. Pete corrió a la puerta, abrió y lo hizo entrar por la fuerza.

Littell no reaccionó. Los miró con aire gélido y dolido. Kemper cerró la puerta.

–¿Qué es todo eso, Ward?

Littell se abrazó a su maletín y contempló los destrozos de la habitación sin el menor parpadeo.

–He hablado con Sam. Me ha dicho que el golpe de Miami queda anulado porque su contacto con Castro le ha dicho que el Barbas no volverá a hablar con nadie de la Organización bajo ninguna circunstancia. Sam y los demás han abandonado la idea de un acercamiento. Yo siempre lo había considerado muy improbable y ahora, según parece, Sam y Santo me dan la razón.

–Todo esto es de locos -dijo Pete. Kemper leyó una advertencia en la expresión de Littell: QUE NO ME QUEDE SIN ESTO.

–¿Pero nosotros seguimos adelante con el plan?

–Creo que sí -dijo Littell-. Y he hablado con Guy Banister y se me ha ocurrido una cosa.

–Pues cuéntanosla, Ward. – Pete parecía a punto de estallar-. Ya sabemos que ahora eres el más listo y el más fuerte, así que limítate a decirnos lo que piensas.

Littell se ajustó la corbata antes de responder.

–Banister vio una copia de una nota presidencial. Esta nota pasó de Jack a Bobby y al señor Hoover; de éste llegó al jefe de Agentes Especiales de Nueva Orleans, quien se la filtró a Guy. Esa nota decía que el Presidente enviará a un emisario personal para hablar con Castro el próximo mes de noviembre, y que se producirán nuevos recortes en el presupuesto de JM/Wave.

Pete se enjugó la sangre de los nudillos.

–No alcanzo a ver la conexión de Banister.

–Fue una coincidencia. – Littell arrojó el maletín sobre la cama-. Guy y Carlos tienen una relación muy estrecha y Guy es un abogado frustrado. De vez en cuando, él y yo nos sentamos a charlar, y en esa ocasión se le ocurrió mencionar la nota. En resumen, todo viene a confirmar mi sensación de que el señor Hoover se huele que hay un proyecto de atentado en marcha. Y como ninguno de nosotros se ha ido de la lengua, se me ocurre que quizás existe un segundo golpe en preparación. También creo que Banister podría tener conocimiento de ello… y por eso Hoover filtró la nota de modo que llegara a su conocimiento.

–¿Has visto ese control?-preguntó Kemper, vuelto hacia la ventana.

–Sí, claro -respondió Littell.

–Eso también es cosa de Hoover. Deja que se produzcan esas redadas para mantener en ebullición el odio contra Jack. Me llamó John Stanton, Ward. Quizás haya media docena, o seis docenas, o quién sabe cuántos jodidos complots como el nuestro en plena preparación. Como si la jodida metafísica del asesinato estuviese ahí fuera sin más, como si fuera demasiado innegable…

Pete le cruzó el rostro con un bofetón.

Kemper desenfundó su pistola.

Pete sacó la suya.

–¡No! – intervino Littell, en voz muy baja.

Pete dejó caer el arma sobre la cama.

Kemper también soltó la suya.

–Ya basta -añadió Littell en el mismo tono de voz.

De la habitación salían chispas y zumbidos. Littell quitó la munición de las armas y guardó éstas en su maletín. Pete abrió la boca para hablar casi en susurros.

–El mes pasado, Banister me pagó la fianza para salir del calabozo. «Toda esta mierda de los Kennedy está a punto de acabarse», me dijo entonces, como si estuviera al tanto de algún jodido secreto.

Kemper le respondió en el mismo tono.

–Juan Canestel últimamente ha estado portándose de manera extraña. Hace unas horas lo he seguido y he encontrado su coche aparcado junto a los de Banister y Carlos Marcello. Ha sido aquí mismo, delante de otro motel.

–¿El Larkhaven?-preguntó Littell.

–Exacto.

Pete se lamió la sangre de los nudillos y se volvió hacia Ward.

–¿Cómo has sabido eso? Y si Carlos está metido en un segundo golpe, ¿es que Santo y Sam piensan cancelar el nuestro?

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