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Authors: Fredric Brown

Amo del espacio (24 page)

BOOK: Amo del espacio
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—No puede tratarse de un terrícola, un miembro de la raza dominante. Son mucho más grandes que este enorme cohete. Son verdaderos gigantes. Tal vez, como no podían construir una nave de su tamaño, hayan enviado a una criatura experimental, como nuestros animales de pruebas.

—Creo que tienes razón, Bemj. Bueno, cuando hayamos explorado detenidamente su mente, es posible que de todos modos nos ahorremos el viaje a la Tierra. Voy a abrir la puerta.

—Pero el aire..., las criaturas de la Tierra necesitarían una atmósfera más densa. No viviría.

—Mantendremos el campo de fuerza, desde luego. Esto hará que el aire no se escape. Es evidente que dentro del cohete hay un suministro de aire o, de lo contrario, la criatura no habría sobrevivido al viaje.

Klarloth accionó los mandos, y el campo de fuerza extendió unos seudópodos invisibles, desatornilló la puerta exterior y abrió la puerta interior que conducía al compartimiento.

Todos los prxlianos contuvieron la respiración mientras una monstruosa cabeza gris aparecía por la enorme abertura. Unos gruesos bigotes, cada uno de ellos tan largo como el cuerpo de un prxliano...

Mitkey bajó de un salto y dio un paso adelante, golpeándose fuertemente la nariz, contra algo que no se veía. Lanzó un chillido y retrocedió hacia el cohete.

El rostro de Bemj expresaba la más completa decepción al observar al monstruo.

—Parece mucho menos inteligente que nuestros animales de pruebas. Lo mejor sería aniquilarlo con un rayo.

—De ninguna manera —interrumpió Klarloth—. Te olvidas de ciertos hechos evidentes. La criatura no es inteligente, desde luego, pero el subconsciente de todos los animales encierra todos los recuerdos, todas las impresiones y todas las imágenes sensoriales a los cuales ha estado sujeto. Si esta criatura ha oído alguna vez el idioma de los terrícolas, o ha visto alguna de sus obras, aparte de este cohete, cada palabra y cada imagen se ha grabado indeleblemente en su mente. ¿Comprendes lo que quiero decir?

—Claro que sí. ¡Qué tonto he sido, Klarloth! Bueno, el cohete en sí nos demuestra una cosa: no tenemos nada que temer de la ciencia de la Tierra durante unos cuantos milenios como mínimo. Así que no hay prisa, lo cual es una suerte. Porque hacer retroceder los recuerdos de la criatura hasta su nacimiento y observar todas las impresiones sensoriales en el psicógrafo requerirá... Bueno, un tiempo equivalente a la edad de la criatura, sea de la clase que sea, además del tiempo que necesitemos para interpretar y asimilar cada uno de ellos.

—Pero eso no será necesario, Bemj.

—¿No? Oh, ¿estás pensando en las ondas X-19?

—Exactamente. Si las enfocamos sobre el centro cerebral de esta criatura, pueden aumentar su inteligencia, que ahora debe de ser de 0001 en la escala establecida, hasta el punto de convertirla en una criatura racional, sin alterar ninguno de sus recuerdos. Casi automáticamente, durante el proceso, asimilará sus propios recuerdos y los comprenderá de igual modo que si hubiera sido inteligente en la época que recibió esas impresiones.

»¿Lo comprendes, Bemj? Separará automáticamente los datos triviales y podrá responder a nuestras preguntas.

—Pero ¿es que piensas hacerle tan inteligente como...?

—¿Como nosotros? No, las ondas X-19 no lo conseguirían. Yo diría que pueden hacerle llegar a un 2 de la escala. Eso, a juzgar por el cohete y lo que recordamos de los terrícolas desde que fuimos a visitarlos por última vez, es el lugar que ellos ocupan en la escala de inteligencia.

—Hummm, sí. A este nivel, comprenderá sus experiencias en la Tierra hasta el punto que no resultará peligroso para nosotros. Igual que un terrícola inteligente. Es lo que nos conviene. Oye, ¿le enseñaremos nuestro idioma?

—Espera —dijo Klarloth. Estudió detenidamente el psicógrafo durante unos momentos—. No, no lo creo. El debe de tener un idioma propio. Veo que en su subconsciente hay recuerdos de largas conversaciones. Es extraño, pero todas parecen ser monólogos de una sola persona. Pero la cuestión es que ya conoce un idioma..., aunque sea muy simple. Necesitaría mucho tiempo, aunque le sometiéramos a tratamiento, para captar los conceptos de nuestro propio método de comunicación. Pero nosotros podemos aprender el suyo, mientras él está bajo la máquina X—19, en unos pocos minutos.

—¿Sabes si, ahora, es capaz de entender algo de su idioma?

Klarloth estudió nuevamente el psicógrafo.

—No, no creo que él... Espera, hay una palabra que parece tener cierto significado para él. Es la palabra «Mitkey». Creo que es su nombre, y lo más probable es que, después de oírlo muchas veces, lo asocie vagamente consigo mismo.

—En cuanto a sus habitaciones..., ¿con antecámaras de compresión y todo eso?

—Naturalmente. Ordena que las construyan.

Decir que para Mitkey fue una extraña experiencia sería injusto. Los conocimientos son algo extraño, incluso cuando se adquieren gradualmente. Pero cuando te los infunden...

También hubo otros detalles que fue necesario arreglar. Como el de las cuerdas vocales. Las suyas no estaban adaptadas al idioma que de pronto descubrió saber. Bemj se encargó de ello; difícilmente se le podría llamar operación porque Mitkey —incluso con su recién adquirida inteligencia— no sabía lo que estaba ocurriendo, y se encontraba despierto cuando le sometieron a ella. Además, no explicaron a Mitkey lo que era la dimensión J, con la cual se podía llegar al interior de las cosas sin atravesar la capa externa.

Se imaginaron que estas cosas no interesaban a Mitkey y, de todos modos, ellos preferían aprender de él que enseñarle. Bemj y Klarloth y una docena más gozaron de este privilegio. Si uno de ellos no le hablaba, otro lo hacía.

Sus preguntas contribuyeron a que su propia comprensión aumentara. Normalmente no sabía que sabía la respuesta a una pregunta hasta que se la formulaban. Entonces unía varios factores, sin saber exactamente cómo lo hacía (de igual modo que ustedes o yo ignoramos cómo sabemos las cosas) y les contestaba.

Bemj:

—¿Puedes decirnos si este idioma que hablas es universal?

Y Mitkey, aunque jamás se le había ocurrido pensar en ello, tenía la respuesta preparada:

—No, no lo es. Es inglés, berro rrecuerrdo que el Herr Brofessor hablaba otrros idiomas. Me barrece que orriginarriamente él hablaba otrro, berro en Amérrica siembrre hablaba inglés barra familiarrizarrse con él. Es un idioma brrecioso, ¿verrdad?

—Humm —dijo Bemj.

Klarloth:

—En cuanto a tu rraza, los rratones; ¿os trratan bien?

—La mayorr barrte de la gente, no —contestó Mitkey. Y lo explicó—: Me gustarría hacerr algo borr ellos —añadió—. Borr ejemblo, ¿no bodrría llevarme mitt mí estre broceso que habéis utilizado conmigo? Lo ablicarría a otrros rratones y crearría una rraza de superr-rratones.

—¿Borr qué no? —preguntó Bemj.

Vio que Klarloth le miraba de un modo extraño, e inmediatamente puso su mente en relación con la del otro científico, excluyendo a Mitkey de este silencioso intercambio de ideas.

—Sí, desde luego —contestó Bemj a Klarloth—, a causarnos problemas. Dos clases de seres tan distintos como los hombres y los ratones no pueden convivir pacíficamente en un plano de igualdad. Pero ¿acaso esto no redundaría en beneficio nuestro? El progreso de la Tierra disminuiría, y nosotros disfrutaríamos de unos cuantos milenios más de paz antes de que los terrícolas descubrieran que estamos aquí, y alterasen las estrellas. Ya conoces a esos terrícolas.

—¿Acaso sugieres que les entreguemos las ondas X-19? Podrían...

—No, claro que no. Sin embargo, podemos explicar a Mitkey la forma de hacer una máquina muy primitiva para generarlas. Una máquina lo bastante tosca como para elevar el cociente de inteligencia de los ratones de 0001 a 2, para igualarlos a Mitkey y a los terrícolas.

—Es posible —respondió mentalmente Klarloth—. No hay duda de que tardarán muchos eones en comprender su principio básico.

—Pero ¿no podrían utilizar incluso una máquina tan tosca para elevar su propio nivel de inteligencia?

—Olvidas, Bemj, la limitación básica de los rayos X-19; que nadie puede diseñar un proyector capaz de elevar la inteligencia hasta un punto de la escala superior al propio. Ni siquiera nosotros.

Toda esta conversación se desarrolló, naturalmente, en silencioso prxliano, sin que Mitkey interviniese para nada.

Las entrevistas prosiguieron.

Klarloth otra vez:

—Mitkey, debemos adverrtirrte una cosa. Evita cualquierr descuido con la electrricidad. Der nuevo arreglo de tu centrro cerrebrral... es inestable, und...

Bemj:

—Mitkey, ¿estás seguro de que tu Herr Profesorr es el más avanzado de todos los que egsperrimentan con der cohetes?

—En generral, si, Bemj. Hay otrros que quizá seban más que él en un tema específico, como egsblosivos, matemáticas, astrrofísica, y otrros, berro no crreo que mucho más. Und barra combinarr estos conocimientos, él es el brrimerro.

—Está bien —repuso Bemj.

Un ratoncillo gris que se alzaba como un dinosaurio sobre unos minúsculos prxlianos de un centímetro. A pesar de ser una criatura apacible, Mitkey habría podido matar a cualquiera de ellos con un solo mordisco. Pero, naturalmente, jamás se le ocurrió hacerlo, ni a ellos temer que lo hiciera.

No dejaron ni un solo rincón de su mente sin explorar. También realizaron un buen trabajo en lo que respecta al estudio de su físico, pero esto se hizo a través de la dimensión J, y Mitkey ni siquiera se enteró de ello.

Descubrieron lo que le mantenía con vida, y descubrieron todo lo que sabía y algunas cosas que él ni siquiera creía saber. Y todos se encariñaron mucho con él.

—Mitkey —le dijo Klarloth un buen día—, todas der rrazas civilizadas de la Tierra van vestidas, ¿verrdad? Bueno, si tú biensas elevarr a los rratones hasta el nivel de los hombrres, ¿no serría conveniente que también vosotrros llevarrais algo de rroba?

—Una egscelente idea, Herr Klarloth. Und yo sé que me gustarría. Una vez, der Herr Profesor me enseñó un dibujo de un rratón bintado borr der artista Disney, und der rratón iba vestido. Derr rratón no erra rreal, sino imaginarrio, und der Brofessor me bautizó igual que der rratón de Disney.

—¿Cómo iba vestido, Mitkey?

—Llevaba unos bantalones rrojos mitt dos grrandes botones amarrillos delante und dos detrrás, und zapatos amarrillos en los bies trraserros und un barr de guantes amarrillos en los delanterros. Un agujerro en la barrte bosterrior de der bantalones barra la cola.

—De acuerrdo, Mitkey. Dentrro de cinco minutos estarrá todo listo.

Esto tuvo lugar la víspera de la marcha de Mitkey. Primeramente, Bemj sugirió esperar el momento en que la órbita excéntrica de Prxl los llevara de nuevo a doscientos mil kilómetros de la Tierra. Sin embargo, tal como Klarloth hizo notar, esto sucedería al cabo de cincuenta y cinco años de la Tierra, y Mitkey no viviría tanto. A menos que ellos... y Bemj se mostró de acuerdo en no enviar a la Tierra un secreto como aquél.

De modo que se limitaron a abastecer el cohete de Mitkey con un combustible que le permitiría viajar los casi dos millones de kilómetros que le separaban de la Tierra. El posible descubrimiento de este secreto no les preocupó, ya que el combustible se habría agotado cuando el cohete aterrizase.

Llegó el día de la partida.

—Hemos hecho lo bosible, Mitkey, barra que tu cohete aterrice cerrca del sitio de la Tierra donde desbegaste. Sin embarrgo, no bodemos garrantizarrte una egsactitud tan grrande en un viaje de tantos kilómetrros. El rresto es cosa tuya. Hemos equibado el cohete barra cualquierr contingencia.

—Grracias, Herr Klarloth, Herr Bemj. Adiós.

—Adiós, Mitkey. Sentimos mucho verrte parrtirr.

—Adiós, adiós...

Tratándose de casi dos millones de kilómetros, los cálculos fueron realmente excelentes. El cohete aterrizó en Long Island Sound, a quince kilómetros de Bridgeport, y a unos noventa kilómetros de la casa que el profesor Oberburger habitaba cerca de Hartford.

Naturalmente, dispusieron que el cohete cayera en el mar. El cohete se sumergió hasta el fondo, pero antes de que se hundiera más de cinco metros, Mitkey abrió la puerta —especialmente diseñada para abrirla desde dentro— y salió.

Encima de sus prendas normales, llevaba un traje de submarinista que le habría protegido a cualquier profundidad razonable y que, al ser más ligero que el agua, le llevó rápidamente a la superficie, donde pudo abrirse el casco.

Tenía comida suficiente para una semana pero, tal como se desarrollaron las cosas, no la necesitó. El trasbordador nocturno de Boston le llevó a Bridgeport, agarrado a la cadena del ancla y, en cuanto avistó la costa, se desembarazó del traje de submarinista y dejó que se hundiera hasta el fondo tras haber perforado el minúsculo compartimiento que lo hacía flotar, tal como prometió a Klarloth que haría.

Casi instintivamente, Mitkey sabía que lo mejor era evitar el encuentro con otros seres humanos hasta haber encontrado al profesor Oberburger y haberle explicado su historia. El mayor peligro con el que tuvo que enfrentarse lo constituyeron las ratas del muelle donde Mitkey desembarcó. Su tamaño era diez veces superior al de Mitkey y tenían unos dientes que habrían podido reducirle a dos mitades.

Pero la mente siempre ha triunfado sobre la materia. Mitkey alzó un imperioso guante amarillo y dijo: «¡Largaos!», y las ratas se largaron. Jamás habían visto nada parecido a Mitkey, y su aspecto les impresionó.

E igual impresión causó sobre el borracho al que preguntó por el camino de Hartford. Ya hemos mencionado este episodio. Esta fue la única vez que Mitkey intentó una comunicación directa con los seres humanos. Naturalmente, tomó toda clase de precauciones. Formuló la pregunta desde una posición estratégica situada a pocos centímetros de un agujero en el cual habría podido introducirse de un salto. Pero el que saltó fue el borracho, sin esperar siquiera a contestar la pregunta de Mitkey.

Pero, finalmente, llegó a su destino. Se dirigió, a pie, hasta la zona norte de la ciudad y se escondió detrás de una gasolinera hasta que oyó preguntar el camino de Hartford a un motorista que se había detenido a repostar. Y Mitkey se convirtió en polizón cuando el vehículo arrancó.

El resto no fue difícil. Los cálculos de los prxlianos demostraron que el punto de partida del cohete se encontraba a ocho kilómetros terrestres al noroeste de lo que en sus telescopomapas parecía ser una ciudad, y que, por las conversaciones del profesor, Mitkey sabía que era Harford.

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