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Authors: Fredric Brown

Amo del espacio (7 page)

BOOK: Amo del espacio
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Los astrónomos norteamericanos y europeos asimilaron estos hechos y siguieron tomando café.

Los periódicos vespertinos, especialmente en América, reflejaron una mayor conciencia de que algo muy insólito tenía lugar en el firmamento. La mayor parte de ellos trasladaron el artículo a la primera página —aunque no a los titulares a toda plana—, dedicándole una media columna con un texto que era largo o corto, según la suerte del editor en obtener declaraciones de los astrónomos.

Estas declaraciones, cuando se obtenían, eran invariablemente declaraciones de hecho y no de opinión. Los hechos en sí, decían esos caballeros, ya eran bastante sorprendentes, y formular una opinión resultaría prematuro. Había que esperar y observar. Fuera lo que fuese aquello que estaba ocurriendo, estaba ocurriendo a toda velocidad.

—¿A cuánta velocidad? —preguntó un editor.

—A más velocidad de la posible —fue la respuesta.

Quizá sea injusto decir que ningún editor consiguió opiniones personales de los entrevistados. Charles Wangren, un emprendedor redactor del Chicago Blade, gastó una pequeña fortuna en llamadas telefónicas de larga distancia. Entre sesenta posibles tentativas, finalmente logró hablar con los directores de cinco observatorios. Hizo la misma pregunta a cada uno de ellos.

—¿Cuál es, en su opinión, la posible causa, cualquier posible causa, de los movimientos estelares acaecidos durante las últimas una o dos noches?

Efectuó una sinopsis de los resultados.

«Ojalá lo supiera. Geo. F. Stubbs, Observatorio Tripp, Long Island.»

«Alguien o algo se ha vuelto loco, y espero que sea yo. Henry Collister McAdams, Observatorio Lloyd, Boston.»

«Lo que sucede es imposible. No puede haber ninguna causa. Letton Tischauer Tinney, Observatorio Burgoyne, Alburquerque.»

«Estoy buscando a un experto en astrología. ¿Conoce a alguno? Patrick R. Whitaker, Observatorio Lucas, Vermont.»

Después de estudiar tristemente esta sinopsis, que le había costado 187,35 dólares, incluidos los impuestos, Wangren firmó un comprobante para abonar las llamadas de larga distancia y después tiró la hoja de papel a la papelera. Telefoneó a su escritor de temas científicos habitual.

—¿Puede hacerme una serie de artículos, de dos o tres mil palabras cada uno, sobre todo este jaleo astronómico?

—Desde luego —repuso el escritor—. Pero ¿a qué jaleo se refiere?

Confesó que acababa de volver de pescar y que no había leído los periódicos ni observado el cielo. Pero escribió los artículos. Incluso consiguió darles un toque sexual por medio de ilustraciones, utilizando antiguos mapas estelares que mostraban la constelación en déshabillé, reproduciendo ciertas pinturas famosas como
El origen de la Vía Láctea,
e incluyendo la fotografía de una muchacha en bañador que miraba por un telescopio de mano, supuestamente una de las estrellas errantes. La circulación del Chicago Blade se incrementó en un 21%.

Eran nuevamente las cinco en la sala del Observatorio Cole, veinticuatro horas y cuarto después del inicio de toda la conmoción. Roger Phlutter —sí, volvemos a encontrárnoslo— se despertó súbitamente cuando una mano se apoyó sobre su hombro.

—Váyase a casa, Roger —dijo Mervin Armbruster, su jefe, con amabilidad.

Roger se enderezó rápidamente.

—Oh, señor Armbruster —dijo—, siento haberme quedado dormido.

—¡Tonterías! —repuso Armbruster—. No puede quedarse aquí eternamente, ninguno de nosotros puede. Váyase a casa.

Roger Phlutter se fue a su casa. Pero una vez se hubo bañado, se sintió más inquieto que soñoliento. Sólo eran las seis y cuarto. Telefoneó a Elsie.

—Lo siento muchísimo, Roger, pero tengo otra cita. ¿Qué sucede, Roger? A las estrellas, quiero decir.

—Tonterías, Elsie..., se están moviendo. Nadie lo sabe.

—Yo creía que todas las estrellas se movían —protestó Elsie—. El sol es una estrella, ¿verdad? Una vez me dijiste que el sol se movía hacia un punto de Sansón.

—Hércules.

—Hércules, pues. Si tú dices que todas las estrellas se mueven, ¿por qué se excita tanto todo el mundo?

—Esto es diferente —replicó Roger—. Tomemos, por ejemplo, Canopus. Ha empezado a moverse a una velocidad de siete años luz al día. ¡No puede hacer una cosa así!

—¿Por qué no?

—Porque no existe nada que pueda moverse más de prisa que la luz —explicó pacientemente Roger.

—Pero si está moviéndose a esta velocidad, es evidente que puede hacerlo —dijo Elsie—. Quizá tengáis el telescopio estropeado o algo parecido. De todos modos, está muy lejos, ¿verdad?

—A ciento sesenta años luz. Tan lejos que sólo la vemos con ciento sesenta años de retraso.

—En este caso, quizá no se haya movido en absoluto —dijo Elsie—. Me refiero a que quizá dejó de moverse hace ciento cincuenta años y vosotros os excitáis por algo que ya no tiene importancia porque está terminando. ¿Aún me quieres?

—Claro que sí, encanto. ¿No puedes romper esa cita?

—Me temo que no, Roger. Pero te aseguro que me gustaría.

Tendría que contentarse con eso. Decidió ir andando al centro para cenar.

Aún no era de noche, y resultaba demasiado temprano para ver las estrellas, a pesar de que el claro cielo azul empezara a oscurecer. Roger sabía que cuando aquella noche salieran las estrellas, muy pocas constelaciones serían reconocibles.

Mientras andaba, iba pensando en los comentarios de Elsie y llegó a la conclusión de que eran tan inteligentes como los que había oído en el observatorio. En cierto sentido, sacaban a relucir un ángulo en el que no se le había ocurrido pensar, y que lo hacía todo más incomprensible.

Todos esos movimientos habían comenzado la misma tarde..., y, sin embargo, no lo habían hecho. Centauro debió empezar a moverse cuatro o cinco años atrás y Rigel quinientos cuarenta años atrás, cuando Cristóbal Colón sólo llevaba pantalones cortos en caso de que los llevara; y Vega debió empezar su movimiento cuando él —Roger, no Vega— nació, hacía veintiséis años. Cada una de esas estrellas debió empezar a desplazarse en una fecha estrechamente relacionada con su distancia de la Tierra. Estrechamente relacionado, hasta un segundo luz, pues el examen de todas las placas fotográficas tomadas la noche anterior indicaba que todos los nuevos movimientos estelares se habían iniciado a las cuatro y diez de la tarde, según la hora de Greenwich. ¡Qué jaleo!

A menos que, después de todo, eso significara que la luz tenía una velocidad infinita.

Si no era así, es sintomático de la perplejidad de Roger que tomara en consideración ese increíble «si», entonces..., entonces, ¿qué? Las cosas estaban tan enredadas como antes.

Sobre todo, lo que le indignaba es que ocurrieran aquellos acontecimientos.

Entró en un restaurante y se sentó. Una radio difundía estrepitosamente la última composición arrítmica, la nueva música bailable de un cuarto de tono en la cual unos instrumentos de viento provistos de cuerdas proporcionaban un acompañamiento a las melodías aporreadas por afinados tamtams. Entre uno y otro número, un entusiasta locutor alababa las virtudes de un producto.

Mientras masticaba un bocadillo, Roger escuchó apreciativamente la música y se las arregló para no oír los anuncios. Todas las personas inteligentes de los años ochenta habían desarrollado un tipo de sordera radiofónica que les permitía no oír la voz humana que salía de un altavoz, aunque oyeran y gozaran los entonces poco frecuentes intervalos de música entre los anuncios. En una época en la que la competencia publicitaria era tan intensa que apenas había una pared vacía o una valla anunciadora sin utilizar incluso a muchos kilómetros de un centro de población, esas personas sólo conseguían retener el concepto normal de la vida cultivando una ceguera y una sordera parciales que les permitían hacer caso omiso de aquel asalto organizado a sus sentidos.

Por esta razón, buena parte del noticiario que siguió al programa musical entró por un oído de Roger y le salió por el otro antes de que se diera cuenta de que no estaba escuchando un panegírico sobre apetitosos alimentos de desayuno.

Le pareció reconocer la voz, y después de una o dos frases, estuvo seguro de que pertenecía a Milton Hale, el eminente físico cuya nueva teoría sobre el principio de incertidumbre había ocasionado recientemente tantas controversias científicas. Al parecer, el doctor Hale estaba siendo entrevistado por un locutor de radio.

—...Así pues, un cuerpo celeste puede tener posición o velocidad, pero no puede decirse que tenga ambas cosas a la vez, en relación a ningún sistema establecido de tiempo y espacio.

—Doctor Hale, ¿puede traducirnos estas palabras al lenguaje corriente? —dijo la voz melosa del entrevistador.

—Esto es lenguaje corriente, señor. Científicamente expresado, en términos del principio de incertidumbre de Heisenberg, n es a la séptima potencia en paréntesis, representando la seudoposición de un quantum-entero en relación con el séptimo coeficiente de curvatura de la masa...

—Gracias, doctor Hale, pero me temo que esto sobrepase la capacidad de comprensión de nuestros oyentes.

«Y la tuya», pensó Roger Phlutter.

—Estoy seguro, doctor Hale, de que la cuestión que más interesa a nuestra audiencia es si estos movimientos estelares sin precedentes son reales o ilusorios.

—Las dos cosas. Son reales con referencia a la estructura del espacio, pero no con referencia a la estructura de tiempo y espacio.

—¿Puede aclarárnoslo, doctor?

—Creo que sí. La dificultad es puramente epistemológica. En estricta causalidad, el impacto del macroscópico...

«Todos son iguales», pensó Roger Phlutter.

—...Sobre el paralelismo del gradiente entrópico.

—¡Bah! —exclamó Roger, en voz alta.

—¿Ha dicho usted algo, señor? —preguntó la camarera.

Roger se fijó en ella por primera vez. Era bajita, rubia y atractiva. Roger le sonrió.

—Eso depende de la estructura de tiempo y espacio con que uno lo mire —dijo juiciosamente—. La dificultad es epistemológica.

Para resarcirla por esto, dejó más propina de la que debía, y se marchó.

Comprendió que el físico más eminente del mundo sabía menos de lo que estaba ocurriendo que el público en general. El público sabía que las estrellas fijas se movían o no. Evidentemente, el doctor Hale ni siquiera sabía esto. Tras una cortina de humo de salvedades, Hale había insinuado que hacían ambas cosas.

Roger miró al cielo, pero no se veían más que unas cuantas estrellas, muy mortecinas en aquella oscuridad incipiente, a través del halo compuesto por las luces de neón y los letreros luminosos. Aún era demasiado temprano, pensó.

Tomó una copa en un bar cercano, pero no le gustó demasiado y la dejó sin terminar. No sabía estaba aturdido por falta de sueño. Únicamente sabía que no tenía ganas de dormir y se propuso seguir andando hasta que le apeteciera irse a la cama. Cualquiera que le hubiese dado un golpe en la cabeza con una cachiporra bien forrada le habría hecho un señalado servicio, pero nadie se tomó esa molestia.

Siguió andando, y al cabo de un rato, se encontró frente al vestíbulo profusamente iluminado de un cine. Adquirió una entrada y tomó asiento justo a tiempo para ver el escabroso final de una de las tres películas que constaban en el programa. Siguieron varios anuncios que consiguió mirar sin verlos.

«Seguidamente les ofrecemos —anunció la voz del comentarista— un reportaje especial sobre el cielo de Londres, donde ahora son las tres de la madrugada.»

La pantalla mostró una superficie negra, llena de minúsculos puntitos que eran estrellas. Roger se inclinó hacia delante para observar y escuchar atentamente; aquello sería una emisión de hechos, no de inútil palabrería.

«La flecha —dijo la voz, cuando una flecha apareció en la pantalla— señala en este momento hacia Polaris, la estrella polar, que ahora se encuentra a diez grados del polo celeste en dirección a la Osa Mayor. La misma Osa Mayor ha dejado de ser reconocible como tal, pero la flecha nos señalará las estrellas que anteriormente la componían.»

Roger siguió sin aliento tanto la flecha como la voz.

«Alcor y Dubhe —dijo la voz—. Las estrellas fijas han dejado de serlo, pero... —las imágenes se trasladaron bruscamente a una cocina moderna— la calidad y los adelantos de las cocinas Estelar no cambian. Los alimentos cocinados con el método vibratorio superinducido tienen un sabor inigualable. Las cocinas Estelar son únicas.»

Lentamente, Roger Phlutter se puso en pie y salió al pasillo. Sacó el cortaplumas de su bolsillo mientras se acercaba a la pantalla. Subió de un salto al estrado. Rasgó el tejido sin ira. Lo hizo con cuidado, de una forma metódica, con la intención de causar un máximo de desperfectos en un mínimo de tiempo y esfuerzo.

El daño estaba hecho, y concienzudamente, cuando tres fornidos acomodadores llegaron hasta él. No ofreció resistencia ni a ellos ni a la policía que acudió poco después. En un juicio nocturno, al cabo de una hora, escuchó los cargos que se le imputaban.

—¿Culpable o inocente? —preguntó el magistrado que ocupaba la presidencia.

—Señoría, esto es simplemente una cuestión de epistemología —dijo Roger, seriamente—. ¡Las estrellas fijas se mueven, pero las Tostadas Corny, el mejor desayuno del mundo, aún representa la seudoposición de un quantum-entero de Diedrich en relación al séptimo coeficiente de curvatura!

Diez minutos más tarde, dormía profundamente. En una celda, es verdad, pero profundamente. La policía le dejó allí porque comprendió que necesitaba dormir...

Entre otras tragedias menores de aquella noche puede incluirse el caso de la goleta Ransagansett, que navegaba a notable distancia de la costa de California. ¡A una distancia ciertamente notable de la costa de California! Una súbita racha de viento la desvió muchas millas de su curso, aunque el capitán no habría podido afirmar cuántas.

La Ransagansett era una embarcación americana, con tripulación alemana, matriculada en Venezuela, y encargada de transportar licores desde Ensenada, Baja California, hasta la costa de Canadá, en previsión de posibles prohibiciones. La Ransagansett era un antiguo barco con cuatro motores y una precaria brújula. Durante los dos días de la tormenta, su anticuado receptor de radio —cosecha de 1955— se había estropeado sin que Gross, el primer oficial, consiguiera arreglarlo.

Pero ahora sólo la niebla recordaba el paso de la tormenta, y las restantes ráfagas de viento se encargaban de alejarla. Hans Gross, con un antiguo astrolabio en las manos, aguardaba en el puente. Una oscuridad absoluta reinaba en torno a él, pues el barco navegaba sin luces para evitar las patrullas costeras.

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