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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal. Enemigo de Roma (8 page)

BOOK: Aníbal. Enemigo de Roma
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Hanno hizo una mueca ante lo irónico de la situación. La apacible escena no podía ser más opuesta a lo que habían soportado durante la noche. La ropa empapada se secaba rápido gracias al calor del sol. La barca se balanceaba plácidamente de lado a lado y formaba pequeñas olas con el casco al surcar el mar. Un grupo de delfines irrumpió en la superficie cercana pero esa imagen no hizo brotar una sonrisa en los labios de Hanno como sucedía en circunstancias normales. En ese momento, sus siluetas gráciles y movimientos fluidos suponían un doloroso recordatorio de que su lugar estaba en la tierra, que no se veía por ningún sitio. Aparte de los delfines, estaban totalmente solos.

A Hanno le abrumaron los remordimientos y un sentimiento poco habitual en él, la humildad. «Tenía que haber cumplido con mi obligación —pensó—. Tenía que haber ido a la reunión con mi padre.» La idea de escuchar a cerdos como Hostus y sus amiguetes le resultaba entonces de lo más apetecible. Hanno contemplaba el horizonte por el oeste con expresión sombría, consciente de que nunca volvería a ver su casa ni su familia. De repente, el dolor le resultó insoportable, se le llenaron los ojos de lágrimas y agradeció que Suniaton estuviera dormido. Eran muy amigos pero no tenía ganas de que le viera llorando como un niño. De todos modos, no despreciaba a Suni por su reacción extrema durante la tormenta. El hecho de pensar que si se mostraba tranquilo ayudaría a su amigo era lo único que había evitado que se comportara del mismo modo.

Suniaton se despertó al cabo de un rato. Hanno, que todavía se sentía frágil, se sorprendió y molestó a partes iguales al ver que estaba un tanto más animado.

—Tengo hambre —declaró Suniaton, mirando a su alrededor con avidez.

—Pues no hay nada de comer, ni de beber —repuso Hanno con acritud—. Vete acostumbrando.

Resultaba obvio que Hanno estaba de mal humor y Suniaton tuvo la sabiduría de no contestar. Se puso a trajinar achicando la poca agua que quedaba en el fondo de la barca. Cuando hubo terminado, levantó los remos y los colocó en los toletes. Entrecerrando los ojos para mirar hacia el horizonte y luego al sol, empezó a remar en dirección sur. Al cabo de un momento, empezó a silbar una tonadilla que entonces era muy popular en Cartago.

Hanno frunció el ceño. La melodía le recordaba los buenos tiempos que habían pasado yendo de parranda por las tabernas cercanas a los puertos gemelos de la ciudad. Las agradables horas pasadas con rollizas prostitutas egipcias en la sala de encima del bar. «Isis», como se hacía llamar, había sido su preferida. Recordó sus ojos delineados con kohl, los labios carmín que enmarcaban palabras de aliento y sintió que le palpitaba la entrepierna. Era demasiado.

—Cállate —espetó.

Dolido, Suniaton obedeció.

Hanno tenía ganas de pelea.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó, señalando los remos.

—Remar —replicó Suniaton abruptamente—. ¿Es que no es lo que parece?

—¿Qué sentido tiene? —exclamó Hanno—. A lo mejor estamos cincuenta millas mar adentro.

—O cinco.

Hanno parpadeó y entonces decidió pasar por alto la respuesta sensata de su amigo.

Estaba tan enfadado que apenas podía pensar.

—¿Por qué ir hacia el sur? ¿Por qué no el norte, o el este?

Suniaton lo fulminó con la mirada.

—Numidia es la costa más cercana, por si no te habías dado cuenta.

Hanno se sonrojó y guardó silencio. Por supuesto que sabía que la costa meridional del Mediterráneo estaba más cercana que Sicilia o Italia. Dadas las circunstancias, el plan de Suniaton era bueno. Sin embargo, a Hanno no le apetecía reconocer que su amigo tenía razón, así que se sentó enrabietado y se quedó contemplando el horizonte lejano.

Suniaton continuó remando hacia el sur con obstinación.

Pasó el tiempo y el sol alcanzó el cénit.

Al cabo de un rato, Hanno decidió hablar.

—Hagamos turnos —masculló.

—¿Eh? —espetó Suniaton.

—Llevas remando un montón de rato —dijo Hanno—. Te mereces un descanso.

—¿Qué sentido tiene? —Suniaton repitió enfadado las palabras de su amigo.

Hanno se tragó su orgullo.

—Mira —dijo—. Lo siento, ¿vale? Ir hacia el sur es un plan tan bueno como cualquier otro.

Suniaton asintió a regañadientes.

—Pues vale.

Cambiaron de sitio y Hanno se puso a los remos. El ambiente mejoró considerablemente y Suniaton recuperó el buen humor.

—Por lo menos seguimos vivos, y juntos —dijo—. Habría sido mucho peor que uno de los dos hubiera caído por la borda. ¡No habría nadie a quien insultar!

Hanno hizo una mueca para mostrar su acuerdo. Alzó la vista hacia el círculo ardiente que formaba el sol. Debía de ser casi el mediodía. Hacía un calor abrasador y tenía la lengua pegada al paladar de la boca seca. «Lo que daría yo por un vaso de agua», pensó con anhelo. Volvió a desanimarse y, al cabo de un momento, alzó los remos, incapaz de hacer acopio del entusiasmo necesario para seguir remando.

—Me toca —dijo Suniaton sin rechistar.

Hanno vio la resignación reflejada en los ojos de su amigo.

—Descansemos un rato —propuso—. Parece que el mar va a seguir calmado. ¿Qué más da dónde avistemos tierra?

—Tienes razón. —A pesar de la mentira, Suniaton esbozó una sonrisa. No verbalizó lo que los dos estaban pensando: si, por arte de magia, alcanzaban la costa númida, ¿encontrarían agua antes de sucumbir a la sed?

Al cabo de un rato volvieron a turnarse en los remos, aplicándose en la tarea con un vigor fruto de la desesperación. Sus esfuerzos resultaron en vano: el horizonte aparecía vacío a su alrededor. Estaban completamente solos. Perdidos. Abandonados por los dioses. Al final, agotados por la sed y el calor extremo, los amigos se dieron por vencidos y se tumbaron en el fondo de la barca a descansar. Enseguida se quedaron dormidos.

Hanno soñó que estaba en un lado de una puerta mientras su padre estaba en el otro, golpeando la madera con el puño y exigiendo que abriera de inmediato. Hanno estaba ansioso por obedecer pero no encontraba la manecilla ni el ojo de la cerradura en la superficie uniforme de la puerta. Malchus golpeaba cada vez con más y más fuerza, hasta que al final Hanno se dio cuenta de que estaba soñando. Se despertó con un dolor de cabeza martilleante y una sensación de desorientación absoluta y abrió los ojos. En lo alto una extensión ilimitada de cielo azul. A su lado, la silueta dormida de Suniaton. Para sorpresa de Hanno, el martilleo que sentía en la cabeza fue sustituido por una cadencia regular y conocida: la de unos hombres que cantaban. También se oía otra voz que gritaba órdenes indeterminadas. Era un marinero que llevaba la batuta de los remeros, pensó Hanno con incredulidad. ¡Un barco!

Todo su cansancio desapareció y se incorporó de un salto. Giró la cabeza y buscó el origen del ruido. Entonces lo vio: una forma baja a apenas trescientos pasos de distancia; con las cubiertas llenas de hombres. Tenía un único mástil con una vela cuadrada sujeta con un complejo sistema de jarcias, y dos bancadas. La popa de color rojo estaba curvada como la cola de un escorpión y había un pequeño castillo de proa. Entre la exultación inicial Hanno notó el primer atisbo de inquietud. No parecía un barco mercante; quedaba claro que tampoco era un barco de pesca. Sin embargo, no era lo bastante grande para ser un barco de guerra cartaginés o ni siquiera romano. En aquella época, Cartago tenía muy pocos birremes o trirremes porque confiaba en quinquerremes, más potentes, y en menor medida, en cuatrirremes. Roma poseía algunos barcos más pequeños, pero no identificaba ninguna de sus características. No obstante, el navío poseía un estilo claramente militar.

Dio un codazo a Suniaton.

—¡Despierta!

Su amigo gimió.

—¿Qué pasa?

—Un barco.

Suniaton se sentó de golpe.

—¿Dónde? —preguntó.

Hanno señaló. El birreme iba en dirección norte, lo cual lo situaría a menos de cien pasos de su pequeña barca. Tenía prisa por utilizar tanto la vela como la fuerza de los remos, y daba la impresión de que nadie les había visto. A Hanno se le revolvió el estómago. Si no actuaba, quizá pasara de largo.

Se levantó.

—¡Aquí! ¡Estamos aquí! —empezó a gritar en cartaginés. Suniaton se situó junto a él, moviendo los brazos como un poseso. Hanno repitió el grito en griego. Durante unos momentos de angustia máxima, no pasó nada. Al final, un hombre giró la cabeza. Teniendo en cuenta que el mar estaba como una balsa, era imposible no verlos. Se oyeron unos gritos guturales y los cánticos se detuvieron de inmediato. Los remeros del lado de babor, que estaban de cara a ellos, aflojaron el ritmo y se pararon, con lo que la velocidad del birreme se redujo de inmediato. Otra serie de órdenes dadas a gritos y la vela se rizó, lo cual permitió que el barco se apartara del viento. Las bancadas más cercanas a ellos empezaron a ir hacia atrás para girar el birreme hacia ellos. Enseguida vieron la base del espolón de bronce que llevaban en la proa. Estaba tallada con la forma de la cabeza de un animal y la parte superior del cráneo y los ojos apenas se distinguía. Ahora que se dirigía a ellos, el navío presentaba un aspecto de lo más amenazador.

Los dos amigos intercambiaron una mirada, no muy convencidos.

—¿Quiénes son? —susurró Suniaton.

Hanno negó con la cabeza.

—No lo sé.

—A lo mejor teníamos que habernos callado —dijo Suniaton. Empezó a musitar una oración.

La certidumbre de Hanno flaqueó, pero era demasiado tarde.

El marinero que encabezaba los gritos de los remeros inició un ritmo más lento que el anterior. Al unísono, los remos de ambos lados se levantaron y barrieron el aire grácilmente antes de bajar trazando un arco y hendir la superficie del agua con un fuerte chapoteo. Alentados por los gritos de su supervisor, los remeros cantaban y empujaban juntos, arrastrando los remos, extensiones talladas de picea pulida, por el agua.

Al cabo de poco tiempo el birreme se situó a su lado. La superestructura estaba decorada en rojo igual que la popa, pero alrededor de cada tolete había un diseño en forma de remolino pintado de azul. Estaba todavía brillante y húmeda, lo cual ponía de manifiesto que era reciente. A Hanno se le cayó el alma a los pies al observar a los hombres sonrientes: una mezcla de nacionalidades, desde griegos hasta libios, pasando por íberos, que llenaban las barandillas y el castillo de proa. La mayoría llevaba poco más que un taparrabos pero todos iban armados hasta los dientes. En la cubierta también vio catapultas. Él y Suniaton no tenían más que los puñales.

—Son unos putos piratas —masculló Suniaton—. Somos hombres muertos. Esclavos, con un poco de suerte.

—¿Prefieres morir de sed? ¿O de una insolación? —replicó Hanno, enfurecido consigo mismo por no haberse dado cuenta de lo que era el birreme. Por no haberse quedado callado.

—Tal vez —espetó Suniaton—. De todos modos, ahora nunca lo sabremos.

Una figura delgada cercana a la proa les saludó. A juzgar por el pelo negro y la complexión un tanto más clara que la mayoría de sus compañeros de tez oscura, era probable que fuera egipcio. De todos modos, habló en griego, el idioma dominante del mar.

—Vaya, vaya. ¿Adónde os dirigís?

Sus compañeros se troncharon de la risa.

Hanno decidió ser osado.

—Cartago —declaró en voz bien alta—. Pero, como veis, no tenemos vela. ¿Podemos viajar con vosotros?

—¿Qué hacéis en alta mar con un bote a remos? —preguntó el egipcio.

La tripulación lanzó más gritos de diversión.

—Nos ha arrastrado una tormenta —respondió Hanno—. De todos modos, los dioses nos han sonreído y hemos sobrevivido.

—Desde luego que habéis tenido suerte —convino el otro—. Aunque yo no confiaría mucho en vuestras posibilidades si os quedáis aquí. Según mis cálculos, estamos por lo menos a sesenta millas de la costa más cercana.

Suniaton señaló hacia el sur.

—¿Numidia?

El egipcio echó la cabeza hacia atrás y se rio. Era un sonido desagradable y burlón.

—¿Es que no tienes sentido de la orientación, tonto? ¡Me refiero a Sicilia!

Hanno y Suniaton se miraron boquiabiertos. La tormenta los había llevado mucho más lejos de lo que habían imaginado. Habían estado remando por el Mediterráneo sin rumbo fijo.

—Entonces tenemos incluso más razones para daros las gracias —dijo Hanno con descaro—. Tal como harán nuestros padres cuando nos devolváis sanos y salvos a Cartago.

El egipcio frunció los labios y mostró los dientes afilados.

—Subid a bordo. Estaremos más cómodos hablando a la sombra —dijo, indicando una marquesina que había en el castillo de proa.

Los amigos intercambiaron una mirada significativa. Aquella hospitalidad no acababa de encajar con lo que tenían delante de los ojos. Daba la impresión de que cualquiera de los hombres del barco era capaz de cortarles el pescuezo sin ni siquiera parpadear.

—Gracias —dijo Hanno con una amplia sonrisa. Rodeó el birreme remando y se situó en la parte posterior de este. Ahí encontraron un bote de un tamaño parecido al de su embarcación sujeto a una argolla de hierro. Ya habían bajado un cabo hasta la altura en la que se encontraban desde arriba. Un par de marineros sonrientes les esperaban para remontarlos.

—Confía en Melcart —dijo Hanno con voz queda al tiempo que amarraba la barca rápidamente.

—No nos hemos ahogado, lo cual significa que nos tiene reservada alguna misión —repuso Suniaton, desesperado por creer en algo. De todos modos su temor resultaba evidente.

Hanno, que se esforzaba para no perder el control, observó los tablones que tenía delante. Desde tan cerca, veía la brea negra que cubría el casco por debajo de la línea de flotación. Pensando que Suniaton tenía razón, Hanno se agarró a la cuerda. ¿Cómo era posible que hubieran sobrevivido a la tormenta? Seguro que había sido obra de Melcart. Ascendió ayudado por los marineros y se sirvió de los pies para agarrarse a la cálida madera.

—Bienvenido —dijo el egipcio cuando Hanno llegó a la cubierta. Alzó una mano, con la palma hacia fuera, al modo cartaginés.

Hanno, complacido por el gesto, hizo lo mismo.

Suniaton llegó al cabo de un momento y el egipcio le saludó de un modo similar. Les ofrecieron odres de agua y los dos bebieron con avidez para aplacar su sed. Hanno empezó a plantearse si la corazonada que había tenido estaba equivocada.

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