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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (38 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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—¡Que nos ajusilen a los dos, ¿no don Venustiano?

Estallaba entonces la segunda parte del movimiento armado. Zapata se entrevistaría con Villa en el pueblo de Xochimilco. Intentarían repartirse las responsabilidades militares con un ejército de sesenta mil hombres: Villa se encargaría del norte y Zapata del sur, y en Veracruz harían una campaña conjunta contra Carranza. «Arrojemos al mar al maldito Barbas de Chivo.»

¿Cuál sería el papel del presidente Woodrow Wilson? ¿Se inclinaría por Villa, el Centauro sería su candidato para recuperar la presidencia de la República y con él podría consolidar el proyecto democrático que había soñado ejecutar con Pancho Madero? ¿Ése era el jefe de Estado que deseaba tener para desarrollar una política conjunta, más aún cuando los tambores de la guerra sonaban estruendosamente desde Europa y México podría llegar a jugar un papel predominante dada su vecindad con Estados Unidos? ¿Podría sostener relaciones cordiales e inteligentes con un sujeto que, según los informes de Carothers, su agente especial, escasamente sabía leer y escribir, además de tener fama de roba vacas, ladrón y asesino, según lo había demostrado en el caso de William A. Benton, por más que Villa se hubiera negado a expropiar bienes propiedad de norteamericanos? La otra alternativa del jefe de la Casa Blanca consistía en reconocer diplomáticamente al gobierno de facto de Carranza, apoyándolo militar y financieramente en forma encubierta en una primera instancia. Sólo que Carranza, a sus ojos, se presentaba como un hombre incomprensible, un ser pintoresco, inabordable, complejo y retorcido, que nunca había entendido la ayuda supuestamente desinteresada con la que había participado veladamente en el derrocamiento de Huerta. ¿De modo que con quién se entendería? Los mexicanos eran impredecibles.

Wilson tomó, entonces, la decisión de apoyar a Carranza, muy a pesar de sus intenciones a veces abiertas, a veces encubiertas, de establecer regulaciones inconvenientes de cara a la inversión norteamericana en México. Prefirió, fue claro, tratar con un Carranza más vertebrado política y culturalmente, que con un bandido sin estructura intelectual alguna.

La habilidad militar de Obregón se impuso en Celaya, en León, en Aguascalientes hasta provocar una desbandada de villistas en el norte del país. La puntilla la recibió Villa en la batalla de Agua Prieta cuando esperaba a Obregón por el frente y éste lo atacó por la espalda en la inteligencia de que el presidente Wilson le había permitido pasar por el estado de Arizona para aplastar materialmente al Centauro, convirtiendo a su otrora ejército integrado por casi setenta mil dorados en un grupo de guerrilleros resentidos incapaces de enfrentarse, y mucho menos de vencer, al ejército de Álvaro Obregón, ya conocido como
el Manco de Celaya
. Un dato muy importante no lo fue a descubrir Villa hasta Agua Prieta, Sonora: las municiones que había comprado en Estados Unidos estaban cebadas, es decir, detonaban como cualquier proyectil normal, pero en realidad se trataba de armamento inocuo con el que difícilmente se podría dañar a una persona más allá de un metro. Wilson lo había engañado. Si había perdido Celaya, si había perdido la Revolución, sólo existía un responsable: ¡Wilson! Era claro. El presidente de los Estados Unidos no sólo se había colocado discretamente de lado de Carranza, sino que seis meses después de su escandalosa derrota en Celaya, Wilson reconocería diplomáticamente al peor enemigo político. y militar de Villa. Su rencor estallaría con más poder que cualquier bomba expansiva. Su enemigo ya no sólo sería el maldito Barbas de Chivo, sino ahora también el mismísimo jefe de la Casa Blanca.

A partir de mediados de 1915 Villa aparecía en diferentes pueblos y haciendas para imponer los
impuestos de guerra
. Bastaba pasar por las armas a su primera víctima, ya fuera industrial, agricultor o ganadero, para que sus demás colegas accedieran de inmediato a sus solicitudes. Las tropas obregonistas perseguían de manera implacable a los guerrilleros villistas con el objetivo de pacificar al país y volver a imponer el orden.

En aquellos momentos, Villa desconocía que el káiser alemán, Guillermo II, había entrado en tratos con Victoriano Huerta, en Barcelona, para provocar un conflicto armado entre México y Estados Unidos. Europa era un polvorín. Inglaterra, Francia y Rusia le habían declarado la guerra a Alemania y al Imperio austrohúngaro. El emperador teutón sabía, no podía ignorarlo, que Washington, tarde o temprano, tomaría las armas para apoyar fundamentalmente al Reino Unido, su histórico aliado. Guillermo II trataría de sabotear esta posibilidad creando una conflagración militar entre Estados Unidos y México. De esta suerte, Wilson se vería impedido de mandar refuerzos al Viejo Continente porque habría tenido que enviar a México cuando menos quinientos mil hombres para someter a sus belicosos vecinos del sur.

Victoriano Huerta se entrevista entonces con Franz von Rintelen en Barcelona. El Chacal recibe un millón de marcos en oro. Acuerdan que regresará a México a finales de 1915 para derrocar a Venustiano Carranza con las armas que se introducirán al país a través de la frontera norte, contando además con los abundantes recursos alemanes. Una vez recuperada la presidencia de la República, Huerta, previo acuerdo con el alto mando alemán, decidirá el mejor momento para hacer estallar un nuevo conflicto armado entre ambos países. Sin embargo, Victoriano Huerta desconoce que es espiado día y noche por la inteligencia inglesa, la norteamericana y la carrancista, que lo sigue con lupa por el puerto español para detectar cada uno de sus movimientos. Al viajar en tren de Nueva York rumbo a Texas para encontrarse con Pascual Orozco, el Chacal es detenido y encarcelado. Su salud empieza a deteriorarse agresivamente, tanto que fallece en Fort Bliss, Texas, en enero de 1916, víctima de una avanzada cirrosis. El káiser desespera. Se ha quedado sin su hombre en México. Resulta inaplazable dar con un sustituto que cumpla con las tareas encargadas a Huerta. Surge entonces el nombre de Villa, Francisco Villa: él vive devorado por el resentimiento en contra de Estados Unidos. El emperador de Alemania también sabe que Wilson le había vendido armas y cartuchos defectuosos, le había permitido a Obregón pasar por Arizona para atacarlo por la espalda, había ordenado el embargo de armas a todos aquellos grupos que no se sometieran al carrancismo y, por si todo lo anterior fuera insuficiente, todavía se había atrevido a reconocer diplomáticamente al gobierno
de facto
de Carranza. Todo un ardid en su contra. Hay que explotar el rencor y el coraje...

Franz van Rintelen y Félix Sommerfeld trabajan intensamente con Villa. Van de provocación en provocación. El 1o. de enero, tropas villistas detienen un tren cerca de Santa Isabel, Chihuahua, y fusilan a diecisiete ingenieros americanos que viajan a bordo. Un crimen cobarde y deleznable. El káiser lo aplaude. Wilson enfurece. Carranza pierde la compostura: obviamente no desea tener diferencia alguna durante su gobierno, ciertamente frágil, con Estados Unidos. Sin embargo, el jefe de la Casa Blanca conoce al pie de la letra las intenciones de Guillermo II. No cae en la trampa. «Es un asunto que compete a los tribunales mexicanos.» Confía en que se imponga la justicia. Guillermo II levanta la ceja y se retuerce el bigote. ¿No es suficiente? ¿No? Entonces que Villa se interne en Estados Unidos y asesine a todos los yanquis que pueda, de esa manera Wilson no podrá alegar lo mismo en torno a la jurisdicción de la justicia mexicana. El atentado se cometerá en territorio norteamericano el 9 de marzo de 1916. Villa recibe medio millón de marcos en oro. Se escoge el lugar: Columbus, Nuevo México. Quinientos o seiscientos dorados entrarán a Estados Unidos, invadirán Estados Unidos para matar, robar, incendiar y destruir lo que encuentren a su paso. El plan opera de acuerdo con lo esperado. Ya listos para el ataque, Pancho Villa, con cuarenta de los suyos, se queda en los aledaños de Columbus en espera de informes. Se niega a invadir territorio norteamericano. Pero a las cuatro y veinte minutos de la madrugada del 9 de marzo, Villa da la orden de ataque. Los villistas irrumpen en las calles de la población gritando: «¡Viva Villa! ¡Viva México!» Asaltan e incendian el Hotel Comercial, el edificio de Correos, dos manzanas, en total, «prendieron fuego a los más importantes edificios del barrio comercial, matando a todos los americanos de ambos sexos, tanto soldados como civiles que se ponían a tiro de sus rifles a la voz de [mueran los gringos!» Las tropas villistas secuestran a tanta mujer joven como encuentran a su paso, se apoderan de gran cantidad de armas, municiones, ametralladoras, caballos y hasta tiendas de campaña. Después de saquear los principales edificios y de disparar enloquecidos al aire hasta agotar el parque, se retiran a las siete de la mañana, dejando, naturalmente, varios muertos, porque los militares yanquis pudieron devolver, de alguna manera, el fuego.

La prensa y la sociedad norteamericanas exigen un castigo. Se escuchan otra vez los tambores de la guerra entre ambas naciones. Apenas dos años atrás, la marina estadounidense había bombardeado Veracruz. El embajador norteamericano en Berlín escribe en su reporte mensual del 20 de marzo de 1916: «Estoy convencido que los ataques de Villa son preparados por Alemania».

Wilson se enfrenta a sus conciudadanos. Washington protesta enérgicamente ante el gobierno de Carranza, pero se abstiene de enviar sus flotas al Océano Pacífico mexicano y al Golfo de México y de concentrar tropas en la frontera. Es llamado cobarde por los suyos, indigno de conducir a su país. Un país de guerreros no puede consentir semejante ultraje ni la violación de su soberanía. Toma las medidas pertinentes. En lugar de mandar al ejército norteamericano y declarar la guerra, simplemente organiza una expedición punitiva encabezada por John J. Pershing, para dar con Villa y castigarlo, fusilarlo donde sea que se encuentre, sin formación de causa. A eso se reducirá su respuesta, además de ofrecer una jugosa recompensa por su cabeza. Jamás mandará quinientos mil hombres a México. Podría necesitarlos en Europa si Inglaterra llega a darse por vencida...

Carranza enfurece por este nuevo conflicto con Wilson. Villa no es el gobierno mexicano. Villa no es beligerante. Villa es un asesino. Villa es un irresponsable iletrado. Sin embargo, en medio de la cólera alcanza a percibir la gran oportunidad de acabar con el peor de sus enemigos—una vez desterrado Victoriano Huerta. Se frota las manos después .de firmar un decreto histórico que autoriza a cualquier persona a privar de la vida al Centauro, asesino y violador:

Artículo Primero.- Queda fuera de la ley el cabecilla reaccionario, ex general Francisco Villa.

Artículo Segundo.- Quedan fuera de la ley los cabecillas reaccionarios ex general Rafael Castro y ex coronel Pablo López.

Artículo Tercero.- Cualquier ciudadano de la República puede aprehender. a los cabecillas Francisco Villa, Rafael Castro y Pablo López, y ejecutarlos sin formación de causa, levantando un acta en que haga constar su identificación y su fusilamiento.

Dado en la ciudad de Querétaro a los catorce días del mes de enero de 1916.- V-CARRANZA.

Carranza no olvida el decreto emitido, en su momento, en contra de Iturbide, el ex emperador:

Se declara traidor a D. Agustín de Iturbide, siempre que se presente bajo cualquier título en alguna parte del territorio mexicano. En este caso, queda declarado por el mismo hecho, enemigo del Estado y cualquiera puede darle muerte.

Se trata de decretos expedidos a la mexicana; muy a la mexicana... Villa se esconde en graneros, en marraneras, en cuevas y jacales; el pueblo, su pueblo, los de su raza, lo disfrazan de caporal, de vagabundo, de monja, de prostituta, de curita parroquial o de amable profesor municipal después de rasurarle los bigotes; lo sacan sobre los lomos de una mula haciéndose el perdido de borracho, cuando los gringos casi lo atrapan al llegar a un pueblo. Nadie piensa siquiera en la posibilidad de cobrar la recompensa ofrecida por el presidente yanqui. «Mi general Villa es de los nuestros. Si creían que con dinero lo entregaríamos porque somos de naturaleza corrupta, se equivocaron. Villa es la patria, es México y jamás cederemos. Regresen por donde vinieron. ¡Adió...!, ¿no saben con quién tratan los pinches carapálidas?»

En una ocasión, al ir a visitar a un compadre, se encontró con que éste había fallecido la noche anterior. Estaba ya amortajado y colocado en el cajón, listo para el entierro. Al poco salió la viuda llorando y tras abrazar a su compadre le refirió, entre sollozos, la enfermedad y muerte de su esposo. De pronto, en medio del doloroso duelo, irrumpió en la habitación uno de los acompañantes del famoso revolucionario con la terrible noticia de que tropas carrancistas estaban entrando al poblado en su busca: la población estaba prácticamente cercada por fuerzas enemigas.

Ni tardo ni perezoso, angustiado por el «ahí vienen ya, mi general, ¿qué hacemos?», Villa sugirió un remedio:

—Comadrita, usté me va a dispensar; pero vamos a guardar a mi compadre en otro lugar, sólo por un ratito... necesito el cajón que ocupa...

De inmediato sacaron el cadáver y lo colocaron bajo un tejado que servía de pajar cubriéndolo con rastrojo. Sin más, se metió en el cajón, como si fuera el muerto y, ordenando lo que deberían hacer, clavaron la tapa y cargaron con él cuatro de los dolientes, entre los que previamente escogió a las dos mujeres que más lloraban, parecían magdalenas.

A la salida de la casa se agregaron otros conocidos del difunto que engrosaron el cortejo y empezó el desfile en dirección al panteón, que estaba fuera del poblado, a unos tres kilómetros de distancia, en una depresión del terreno llena de árboles. Al concluir el disperso caserío les marcaron el alto una veintena de soldados carrancistas que vigilaban la salida y habían montado una ametralladora sobre una pequeña loma.

—¿A dónde van ustedes? —preguntó el capitán que mandaba a los soldados.

—Al pantión, siñor —dijo la comadre llorando más que nunca—, mi esposo que Dios perdone, murió ayer y lo vamos a enterrar. —Como si el dolor se le desbordara lanzó agudos sollozos, mitad gritos, mitad llanto, limpiándose las lágrimas, la nariz y la boca con el rebozo todo raído. Las magdalenas cumplían con. su papel a la perfección. El resto del cortejo guardaba respetuoso silencio.

El capitán recorrió uno a uno a todos los hombres como buscando a Villa:

—¿Todos ustedes son vecinos de aquí? —preguntó sepultado en dudas.

—Sí, siñor ...

—¿No han visto al bandolero de Villa, que dicen que anda por aquí?

—No, siñor, hace mucho que no viene...

—¡Ustedes qué saben...! ¡Imbéciles!... nunca dicen nada... a ver... bajen a su muertito Vamos a verle la cara... ¿De qué se murió...?

— Y cuando lo iban a bajar, uno de los villistas contestó:

—De tifo, señor capitán, un tifo terrible, mi pobre hermanito no duró más de siete días, estaba pinto todito, ora verá usté su cadáver...

—¿De tifo? —preguntó aterrorizado el capitán sólo para agregar—: llévense, llévense a su muerto, que ya apesta el condenado, pónganle varias capas de tierra...

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