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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Bailén (28 page)

BOOK: Bailén
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—¡Oh! ¿Y no se le ocurrió a Vd. la contestación a tan atrevido y antipatriótico aserto? —preguntó con énfasis el diplomático.

—Yo le dije que aquí íbamos ahora a arreglar todas esas cosas, y a quitar la santa Inquisición, y los diezmos, y los mayorazgos, como me decía el Sr. de Santorcaz.

Doña María aferró sus manos a los brazos de la silla como si quisiera estrujar la madera entre sus dedos.

—Sobre todo los mayorazgos —prosiguió Rumblar—. También le dije al francés que yo soy mayorazgo y que después de casado tendré dos vinculaciones. ¡Cómo se reía cuando le dije que era Grande de España! Todos acudían a verme y me volvieron a dar de beber, y me caí otra vez al suelo cantando que me las pelaba.

¡Ay! Doña María se llevó las manos a la cabeza, doña María cerró los ojos, doña María golpeó el suelo con su pie derecho, doña María semejaba la imponente imagen de la tradición aplastando la hidra revolucionaria.

—Esta mañana me preguntaron si yo tenía hermanas guapas. Díjeles que eran muy bonitas, y luego me dijeron que vendrían a verlas, y que si se las quería dar para casarse con ellas, puesto que también serían mayorazgas. Yo les contesté que mayorazgo era el que había nacido primero.

Y luego dirigiéndose a sus hermanitas, les dijo:

—Os fastidiasteis, chicas, por haber nacido hembras y después que yo. Una de Vds. se casará con cualquier pelele, y la otra se meterá en un conventito a rezar por nosotros los pecadores, a no ser que algún día vea un galán por la reja, y se enamore, y luego se tire por la ventana a la calle.

Doña María no podía resistir más. Iba a estallar su furibunda cólera; pero aún era mayor el caudal de su prudencia que el caudal de su enojo… se contuvo y cerró otra vez los ojos ya que no podía cerrar los oídos.

—Después —siguió el mancebo—, me dijeron si mis hermanas usaban navaja, si tocaban la guitarra, si iban a los toros y si yo era familiar de la Inquisición. Cómo se reían aquellos condenados! Lo gracioso es que no me dejaban salir de allí, y a cada rato me decían
so, so, so
.


Un sot
—dijo el diplomático—. Pues sospecho que os llamaron tonto. ¡Oh iniquidad de la Nación francesa! ¡Vea Vd., Sr. D. Paco, lo que es un pueblo carcomido por el jacobinismo!… ¿Y no les dio Vd. un par de sablazos?

—Si me querían mucho. Anoche me tuvieron toda la noche bailando el bolero y la cachucha, en medio de un corrillo donde había más de cuarenta oficiales.

Asunción y Presentación seguían esperando con ansia la ocasión de reír; pero esta ocasión no llegaba, y consultando el rostro de su madre, veíanle cada vez más borrascoso. Así es que las dos estaban muertas de miedo.

D. Paco, conociendo que se preparaba un cataclismo, quiso conjurarlo y dijo a su discípulo:

—Vamos, basta de franceses, D. Diego. Hable Vd. de otra cosa. Si no fuera demasiado largo, os mandaría que recitarais aquel capítulo sobre la batalla del Gránico que os hice aprender de memoria; mas para que tan escogido concurso, y especialmente este fresco azahar de Andalucía, vuestra prometida; para que todos, en una palabra, puedan apreciar la buena pronunciación de Vd. y su cadencioso oído, échenos cualquiera de esos romances que sabe… vamos. Atención, señores.

—El del
Barandal del cielo
—dijo Asunción respirando con alegría.

—El de los
Santos pechos
—dijo Presentación.

—Vamos, no se haga Vd. de rogar.

—Pues voy a echarles una canción que me enseñaron los franceses.

—No, nada de franceses.

—Si es muy bonita, aunque a decir verdad, yo no la entiendo.

Y sin esperar más, púsose en pie D. Diego, y accionando como un cómico, con voz fuerte y exaltado acento, cantó así:

Contre nous de la tyrannie
l'etendart sanglant est levé!

Asunción y Presentación reían como locas, y doña María no dijo nada. Ninguno de la familia había entendido una palabra.

—Es bonita la canción —dijo D. Paco—, pero no la comprendemos.

Entonces el diplomático levantose ceremoniosa y gravemente, y tomando un tono de hombre severo habló así:

—¿Sabe Vd. lo que está cantando? Pues está cantando la Marsellesa, esa canción impía y sanguinaria, señores, esa canción que acompañó al suplicio a todos los mártires de la revolución, incluso Luis XVI, mi querido amigo… porque han de saber Vds. que Luis XVI y yo teníamos muchas bromas y nos echábamos el brazo por el hombro paseándonos por Versalles… ¡La Marsellesa, señores, la Marsellesa! También acompañó al cadalso a María Antonieta… ¡y qué buena era aquella señora! ¡Cuántas veces la vi marcando pañuelos en una ventana baja del pequeño Trianon! ¡Cómo me quería!… En fin, este joven me ha horripilado con la tal tonadilla… Señora condesa, ¿está Vd. indispuesta? ¿Y tú, hermana? El caso no es para menos. Hija mía, ¿estás nerviosa? ¿Te has puesto mala? ¿Te causa miedo esa canción?

Inés le contestó que no tenía ni pizca de miedo. En tanto doña María, no pudiendo resistir más salió del cuarto con sus niñas. Desconcertose al punto aquella ilustre reunión, y luego no quedó en la sala más que la familia de Inés con D. Diego. Al poco rato tuvo lugar una escena lamentable, y fue que doña María, ciega de furor, y necesitando desahogar aquella tormenta de su espíritu sobre alguien, descargó su enojo al fin; ¿pero sobre quién, santo Dios?, ¿sobre quién?, dirán Vds… Sobre las dos inocentes muchachas, sobre los dos angelitos celestiales, Asunción y Presentación. ¿Y todo por qué? Porque entusiasmadillas con la llegada de su hermano, habían dejado de hacer no sé qué cosa encomendada a sus tiernas manos.Pobres pimpollitos! La dignidad impedía a mi señora la condesa castigar al primogénito delante de la novia y del suegro, y era forzoso que pagaran el pato las dos niñas desheredadas. Yo las vi llorando como unas Magdalenas y soplándose las palmas de las manos, escaldadas por aquel fatídico instrumento de cinco agujeros que pendía de fatal espetera en el despacho de D. Paco. Las pobrecillas estuvieron a moco y baba todo el día.

- XXXII -

Este libro va a concluir, queridísimos lectores, a quienes adoro y reverencio; va a concluir, y los notables y jamás vistos sucesos que me acontecieron en virtud del proyectado matrimonio de Inés y del encuentro de aquellas dos familias en el tortuoso y difícil camino de mis amores, serán escritos, por no caber en este volumen, en otro que pondré a vuestra disposición lo más pronto posible. Tened, pues, un adarme de paciencia, y mientras aquellas distinguidas personas se preparan para ponerse en camino hacia Madrid, a donde con vuestra venia pienso acompañarlas, atended un poco más.

El mismo día 22 encontré a Santorcaz puesto ya al frente de su partidilla, la cual, como he dicho, estaba formada de lo mejorcito del país. Les digo a Vds. que tropa más escogida que aquella no la capitanearon los famosos
caballistas
José María y Diego Corrientes.

—¿Va Vd. ya de marcha? —le dije.

—Sí; dispusieron que fuera alguna fuerza de paisanos a guardar el paso de Despeñaperros, y yo solicité esta comisión que me agrada mucho. Allá voy con mi gente. ¿Quieres venir? ¿Has estado en casa de Rumblar?

—De allá vengo.

—¿Y esa familia que está ahí es la de la novia de D. Diego?

—Justamente.

—Creo que van todos para Madrid.

—Así parece.

—¿No sabes cuándo?

—Según he oído, pasado mañana. Esperan saber lo de la capitulación para llevar la noticia.

—¿Conque pasado mañana? Bien… adiós. ¿Quieres venir en mi partida?

—Gracias; adiós.

Les vi partir, y todo el día y toda la noche estuve pensando en aquella gente.

Yo no vi el triste desfile de los ocho mil soldados de Dupont cuando entregaron sus armas ante el general Castaños, porque esto tuvo lugar en Andújar. A pesar de que la primera y segunda división habían sido las vencedoras de los franceses, la honra de presenciar la rendición fue otorgada a la tercera y a la de reserva, por una de esas injusticias tan comunes en nuestra tierra, lo mismo en estos días de vergüenza que en aquellos de gloria. Por delante de nosotros desfilaron las tropas de Vedel, en número de nueve mil trescientos hombres, y dejando sus armas en pabellón, nos entregaron muchas águilas y cuarenta cañones.

Les mirábamos y nos parecía imposible que aquellos fueran los vencedores de todo el mundo. Después de haber borrado la geografía del continente para hacer otra nueva, clavando sus banderas donde mejor les pareció, desbaratando imperios, y haciendo con tronos y reyes un juego de titiriteros, tropezaban en una piedra del camino de aquella remota Andalucía, tierra casi olvidada del mundo desde la expulsión del islamismo. Su caída hizo estremecer de gozosa esperanza a todas las Naciones oprimidas. Ninguna victoria francesa resonó en Europa tanto como aquella derrota, que fue sin disputa el primer traspiés del Imperio. Desde entonces caminó mucho, pero siempre cojeando.

España, armándose toda y rechazando la invasión con la espada y la tea, con la navaja, con las uñas y con los dientes, iba a probar, como dijo un francés, que los ejércitos sucumben, pero que las Naciones son invencibles.

—¡Cuánto siento que no esté aquí el Sr. de Santorcaz! —me dijo Marijuán al ver pasar por delante de nosotros a aquellos hermosos soldados, medio muertos de fatiga y de vergüenza—. ¿Te acuerdas de las grandes bolas que nos contaba cuando veníamos por la Mancha y nos refería las batallas ganadas por estos contra todo el mundo?

—Lo que nos contaba Santorcaz —respondí—, era pura verdad; pero esto que ahora vemos, amigo Marijuán, también es verdad.

Y ahora consideren Vds. lo que pasaba del otro lado de Sierra-Morena en aquel mismo mes de Julio. El día 7 había jurado José en Bayona la Constitución hecha por unos españoles vendidos al extranjero. El día 9 el mismo José traspasaba la frontera para venir a gobernarnos. El día 15 ganaba Bessières en los campos de Rioseco una sangrienta batalla, y al tener de ella noticia Napoleón, decía lleno de gozo: «La batalla de Rioseco pone a mi hermano en el trono de España, como la de Villaviciosa puso a Felipe V». Napoleón partió para París el 21, creyendo que lo de España no ofrecía cuidado alguno. El 20, un día después de nuestra batalla, entró José en Madrid, y aunque la recepción glacial que se le hizo le causara suma aflicción, aún le parecía que el buen momio de la corona duraría bastante tiempo.

Pero hacia los días 25, 26 y 27 se esparce por la capital un rumor misterioso que conmueve de alegría a los españoles y llena de terror a los franceses; corre la voz de que los paisanos andaluces y algunas tropas de línea han derrotado a Dupont, obligándole a capitular. Este rumor crece y se extiende; pero nadie lo quiere creer, los españoles por parecerles demasiado lisonjero, y los franceses por considerarlo demasiado terrible. El absurdo se propaga y parece confirmarse; pero la corte de José se ríe y no da crédito a aquel cuento de viejas. Cuando no queda duda de que semejante imposible es un hecho real, la corte que aún no había instalado sus bártulos, huye despavorida; las tropas de Moncey, que rechazadas de Valencia se habían replegado a la Mancha, se unen a las de Madrid, y todos juntos, soldados, generales y Rey intruso, corren precipitadamente hacia el Norte, asolando el país por donde pasan. Aquel fantasma de reino napoleónico se disipaba como el humo de un cañonazo.

Y ahora os he de hablar de cómo la guerra que parecía próxima a concluir, se trabó de nuevo con más fuerzas; os he de hablar de aquel infeliz y bondadoso rey José y de su corte, y de su hermano, y del paso de Somosierra con la famosa carga de los lanceros polacos, y del sitio de Madrid, y de otras muchas curiosísimas cosas; pero todo se ha de quedar para el libro siguiente, donde estos históricos sucesos han de tener feliz consorcio con los no menos dramáticos de mi vida, y todo lo mucho y bueno que ocurrió en el matrimonio de Inés.

Por ahora guardaré prudente silencio sobre estos sucesos, pues decidido estoy a seguir al pie de la letra la reservadísima escuela del diplomático; y así os digo:

«No, no me obliguéis a hablar, no me obliguéis, abusando de la dulce amistad, a que revele estos secretos de que tal vez depende la suerte del mundo. No me seduzcáis con ruegos y cariñosas sugestiones que en vano atacan el inexpugnable alcázar de mi discreción».

A pesar de esto, ¿insistís, importunos amigos? Nada más os digo por ahora, sino que la familia de Inés salió para Madrid hacia fin de mes y en los días en que el ejército vencedor marchaba también hacia la capital de España. Esta circunstancia me permitió ir en la escolta que por el camino debía custodiar a tan esclarecida comitiva; así es que formé con los diez de a caballo que galopaban a la zaga de los dos coches. ¡Ay! Por la portezuela de uno de ellos solía asomarse durante las paradas una linda cabeza, cuyos ojos se recreaban en la marcial apostura del pequeño escuadrón.

—Estos valerosos muchachos, hija mía —le decía su padre—, son los que en los campos de Bailén echaron por tierra con belicosa furia al coloso de Europa. Veo que les miras mucho, lo cual me prueba tu entusiasmo por las glorias patrias.

Basta con esto, señores, y no digo más. En vano me hacen Vds. señas, excitándome a hablar; en vano fingen conocer mentirosos hechos, para que yo les cuente los verídicos. ¿A qué conduce el anticipar la relación de lo que no es de este lugar? A los impacientes les diré que nada ocurrió hasta que llegamos al desfiladero de Despeñaperros. Lo pasábamos en una noche muy oscura, cuando de pronto detuviéronse los coches, oímos gritos, sonó un tiro, y algunos hombres de muy mal aspecto, saltando desde los cercanos matorrales, se arrojaron al camino. Al instante corrimos sable en mano hacia ellos… pero basta ya, y déjenme dormir, pues ni con tenazas me han de sacar una palabra más.

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