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Authors: Bret Harte

Bocetos californianos (24 page)

BOOK: Bocetos californianos
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—Olvidar una pieza lavadero.

Y comenzó de nuevo su registro. Por último, el éxito coronó al parecer sus esfuerzos; sacó de su oreja derecha un pedazo de papel de seda pacientemente arrollado. Desdoblándolo cuidadosamente, descubrió por fin dos monedas de oro de a veinte dólares, que alargó a la señora de Galba.

—Deja usted dinero encima bluló
[12]
Fiddletown, yo encontrar monedas. Yo traer a usted en seguida.

—¡Pero yo no dejé dinero alguno encima del
boureau
, John! —dijo la obsequiada con sincero asombro. Debe haber equivocación. Serán de otra persona. Llévatelo, John.

Ah-Fe se turbó por unos instantes. Apartó la mano de la señora de Galba que le tendía el dinero y procedió rápidamente a recoger sus trastos.

—No, no, yo no devolver. No. Luego prenderme un policía. Yo sé: Dios maldiga ladrón, tomar cuarenta dólares, a la cárcel. Yo no devolver. Usted dejar dinero arriba bluló Fiddletown. Yo traer dinero. Yo no llevar dinero otra vez.

Dudaba
Lady Clara
de que en su precipitada huida hubiese dejado el dinero como él decía; pero, de cualquier manera que fuese, no tenía el derecho de poner en peligro la seguridad de este honrado chino, rehusándolo; así es que exclamó:

—Está bien, John. Me quedaré con él; pero has de volver a verme.

Lady Clara
titubeó. Por vez primera se le ocurrió que un hombre pudiera desear ver a otra que no fuera ella.

—¡A mí, y… a Carolina!

El rostro de Ah-Fe se iluminó. Incluso profirió una corta risa de ventrílocuo, sin mover un sólo músculo facial. Luego, echándose la cesta al hombro, cerró cuidadosamente la puerta y se deslizó tranquilamente por la escalera. Sin embargo, a la salida, tropezó con una dificultad inesperada al abrir la puerta, y después de forcejear un momento en la cerradura inútilmente, miró en torno suyo como esperando quien le sacara del apuro. Pero la camarera irlandesa que le había facilitado la entrada no se dignó presentarse. Pasó entonces un incidente misterioso y sensible, que relataré sencillamente sin esforzarme en darle una explicación. Sobre la mesa de la entrada había un pañuelo de seda, propiedad sin duda de la criada a quien acabo de referirme. Mientras Ah-Fe tentaba el cerrojo con una mano, descansaba ligeramente la que le quedaba libre en la mesa. De pronto, y al parecer por impulso espontáneo, el pañuelo comenzó a deslizarse poco a poco hacia la mano del chino. Desde la mano de Ah-Fe, siguió hacia dentro de su manga, lentamente y con un movimiento pausado, como el de la serpiente, y luego desapareció en alguno de los repliegues de su vestidura. Sin manifestar el menor interés por este fenómeno, Ah-Fe repetía aún sus tentativas sobre el cerrojo. Poco después, el tapete de damasco encarnado, movido acaso por igual impulso misterioso, se recogió lentamente bajo los dedos de Ah-Fe y desapareció ondulando con suavidad por el mismo escondido camino. ¿Qué otros misterios podrían haber seguido? Esto no sería fácil averiguarlo, pues en aquel momento descubrió Ah-Fe el secreto del cerrojo y pudo abrir la puerta, coincidiendo esto con el ruido de pasos que se oía en la escalera. El chino no apresuró su salida, sino que cargando pausadamente con el cesto, cerró con todo cuidado la puerta tras de sí y penetró en la espesa niebla que se cernía impenetrable por la calle.

Reclinada en la ventana, contempló
Lady Clara
la figura de Ah-Fe hasta que desapareció en la espesa bruma. En su triste situación sintió por él vivo reconocimiento, y acaso
Lady Clara
, como siempre, poética y sensible, atribuyó a profundas emociones y a la conciencia satisfecha de una buena acción, el ahuecamiento del pecho del chino que en realidad era debido a la presencia del pañuelo y del tapete debajo de su vestimenta. Después, y a medida que con la noche, la neblina gris se hacía más densa, la señora de Galba estrechaba a Carolina contra su pecho. Dejando la charla de la criatura, siguió entre sentimentales recuerdos y egoístas consideraciones a la vez amargas y peligrosas. La repentina aparición de Ah-Fe la había unido de nuevo con su pasada vida de Fiddletown; la senda recorrida desde aquellos días era por demás triste y sembrada de abrojos; llena de dificultades y de espinas e invencibles obstáculos. Nada de extraño fue, pues, que por fin Carolina cesara repentinamente a la mitad de sus infantiles confidencias, para echar sus bracitos en torno del cuello de la pobre mujer, y suplicándole que no llorase, pues se ponía triste.

Líbreme el cielo de emplear una pluma, que debe dedicarse siempre a la exposición de principios morales inalterables, en transcribir las especiosas teorías de
Lady Clara
sobre esta época y su conducta que defendía con sofísticas apologías, ilógicas deducciones, tiernas excusas y débiles paliativos. A la verdad, las circunstancias fueron muy crueles, agotándose prontamente su escaso caudal. En Sacramento tuvo ocasión de experimentar que los versos, aunque elevan a las emociones más sublimes del corazón humano, y merecen la mayor consideración de un editor en las páginas de un periódico, son insuficiente recurso para los gastos de una familia, aunque ésta no constase más que de una señora y de una niña de corta edad. Recurrió luego al teatro, pero fracasó completamente. Tal vez su concepto de las pasiones fuese diferente del que profesaba el auditorio de Sacramento, pero lo cierto es que su bella presencia, encantadora y de tanto efecto a corta distancia, no era para la luz de las candilejas bastante acentuada. Admiradores en su gabinete, no le faltaron; pero no despertó en el público afecto duradero. Entonces, recordó que tenía voz de contralto, de no mucha extensión y poco cultivada, pero sumamente dulce y melodiosa. Por fin, logró una plaza en un coro de capilla, sosteniéndola durante tres meses, muy en su provecho pecuniario, y según se decía, a satisfacción de los caballeros de los últimos bancos que volvían la cara hacia ella durante el canto del último rezo.

La tengo perfectamente grabada en la memoria. Un rayo de sol que descendía desde la ventana del coro de San Dives solía acariciar dulcemente las tupidas masas de cabello castaño de su hermosa cabeza y los negros arcos de sus cejas, y oscurecía la sombra de las sedosas pestañas sus ojos de azabache. Daba gusto observar el abrir y cerrar de aquella boquita finamente perfilada, mostrando rápidamente una sarta de perlas en sus blancos dientecitos, y ver cómo sonrojaba la sangre su mejilla de raso: porque la señora de Galba era por demás sensible a la admiración que causaba y a semejanza de la mayor parte de las mujeres hermosas, se recogía bajo las miradas lo mismo que un caballo de carrera bajo la espuela del jinete.

No tardaron mucho en venir los disgustos. Me informó de todo una soprano (mujercita algo más que despreocupada en las cuestiones de su sexo). Anuncióme que la conducta de la señora de Galba era poco menos que vergonzosa; que su vanidad era inaguantable; que si consideraba a los demás del coro como esclavos, ella, la soprano, quería que lo dijese claramente; que su conducta con el bajo el domingo de Pascua había atraído la atención de todos los fieles, y que ella misma había visto cómo el reverendo Cope la miraba dos veces durante el oficio; que sus amigos (los de la soprano), se habían opuesto a que cantara en el coro con una mujer que había pisado las tablas, pero que esto, para ella, todavía podía pasar. No obstante, sabía de buena tinta que la señora de Galba se había fugado de su marido, y que la niña de cabello rojo que algunas veces llevaba al coro, no le pertenecía. El tenor le confió un día, detrás del órgano, que la contralto poseía un medio para sostener la nota final de cada frase, al objeto de que su voz quedara por más tiempo en el oído del auditorio, acto indigno que sólo podía atribuir a un carácter vicioso e inmoral; que el tenor, dependiente muy conocido de una quincallería en los días laborables, y que cantaba los domingos, no estaba dispuesto a soportarla por más tiempo. Y sólo el bajo, un alemán pequeño, de pesada voz que debía avergonzarlo, defendía a la contralto y se atrevió a decir que tenían celos de ella por poseer un buen palmito.

La tempestad se enconó y por fin se solventaron estas diferencias en una querella descarada, en la que
Lady Clara
hizo uso de su lengua, con tal precisión de argumentos y de epítetos, que la soprano estalló en un ataque histérico, y su marido y el tenor tuvieron que sacarla en brazos del coro: todo lo cual llegó a conocimiento de los parroquianos por la supresión del
solo
acostumbrado de la soprano.
Lady Clara
volvió a casa sonrojada por el triunfo, pero al llegar a su habitación no se mostró propicia a los halagos de Carolina, diciendo que desde entonces eran mendigas; que ella, su madre, acababa de quitarle su último bocado de pan, y terminó rompiendo en un llanto inconsolable. Las lágrimas no acudían a sus ojos tan fácilmente como en los pasados y poéticos días, pero cuando las vertía era con el corazón lacerado. Volvió en sí al anuncio de la visita de un
vestryman
, del comité de música. Entonces enjugó sus largas pestañas, atóse al cuello una cinta nueva, y bajó al salón. Permaneció allí dos horas; eso pudiera ocasionar habladurías a no estar el buen hombre casado y con hijos de alguna edad. Al volver
Lady Clara
a su cuarto, tarareaba mirándose al espejo y riñó a Carolina. Por aquella vez habían salvado su colocación en el coro de la capilla.

Sin embargo, no fue por mucho espacio. Con el tiempo, las fuerzas del enemigo recibieron un poderoso auxilio en la persona de la esposa del
committee-man
. Esta señora visitó a varios de los feligreses y a la familia del doctor Cope, lo cual dio por resultado que una junta posterior del comité musical decidiese que la voz de la contralto no era adecuada a la capacidad del edificio y fue invitada a presentar su dimisión, lo cual no tardó en hacer. Ocho semanas hacía que estaba sin colocación y sus escasos medios se encontraban casi agotados, cuando Ah-Fe derramó en sus manos el subsidio inesperado.

III

La plúmbea niebla se hizo más intensa con la noche, y los faroles entraron temblando a la vida, mientras la señora de Galba, absorta en dolorosos recuerdos, permanecía aún asomada a su ventana tristemente. Ni siquiera se dio cuenta de que Carolina se había escurrido de la sala, y de su bullicioso regreso, llevando en la mano el periódico de la noche, húmedo aún. Con la presencia de la niña volvió
Lady Clara
en sí y a los apuros del presente. En su triste situación solía la pobre mujer examinar minuciosamente los anuncios, con la efímera esperanza de encontrar entre ellos proposiciones para un empleo (no sabía cuál), que pudiera proveer a sus necesidades, y Carolina se había fijado en esto.

La señora de Galba cerró maquinalmente los postigos, encendió las luces y desdobló el diario.

Instintivamente, su vista se posó en el siguiente párrafo de la sección telegráfica:

«Fiddletown, 7—. Don Juan Galba, persona muy conocida en este lugar, murió anoche de
delirium tremens
. Don Juan se entregaba a desarregladas costumbres, ocasionadas, según se dice, por disgustos de orden familiar.»

Lady Clara
no se inmutó. Volvió tranquilamente la página y miró de soslayo a Carolina, que estaba absorta en la lectura de un cuaderno con láminas.
Lady Clara
no dijo una palabra, y durante el resto de la noche permaneció absorta, contra su costumbre, y sumamente silenciosa y meditabunda.

Por fin, ya en la madrugada, dirigiéndose donde dormía Carolina cayó de repente de rodillas junto a la cama, y tomando entre las manos la tierna cabeza de la niña, le preguntó:

—Dime. ¿Te gustaría tener otro papá?

—No —dijo después de meditar un momento la interpelada.

—Quiero decir un papá que ayudase a mamá y te cuidara con amor, que te diese bonitos vestidos y que, por fin, cuando fueses mayor, hiciese de ti una señora.

Carolina volvió hacia ella sus ojos somnolientos.

—¿Y a ti, te gustaría, mamá?

Lady Clara
se sonrojó hasta las orejas.

—Duerme —dijo bruscamente.

Y volvióse.

Pero al cabo de poco rato la niña sintió dos tiernos brazos que la estrechaban contra un pecho palpitante y conmovido por los sollozos desgarradores.

—¡No llores, mamá! —murmuró Carolina, recordando como en sueños la conversación pasada—. No quiero que llores. Creo que me gustaría un nuevo papá si te quisiera mucho… mucho… y me quisiera mucho a mí.

Un mes más tarde, se casó la señora de Galba, con sorpresa general. El afortunado novio era un tal Roberto, coronel elegido recientemente para representar el condado de Calaveras en el consejo legislativo. En la imposibilidad de relatar el acontecimiento en lenguaje más escogido que el de corresponsal del
Globo de Sacramento
, citaré algunas de sus frases más graciosas:

«Las implacables flechas del pícaro Cupido se ensañan estos días en nuestros galantes salones: hay una nueva víctima.

»Se trata del honorable A. Roberto de Calaveras, cautivo hoy de una bellísima hada, viuda, un tiempo sacerdotisa de Thespis, y hasta hace poco, émula de Santa Cecilia en una de las iglesias más a la moda de San Francisco, donde disfrutaba de un sueldo regular.»

El Noticiero de Dutch Flat
comentó el suceso con su poca aprensión característica:

«El nuevo
leader
de los demócratas de Calaveras, acaba de llegar a la legislatura con un flamante proyecto. Se trata de la conversión del nombre Galba en el de Ponce, apellido del coronel Roberto. Creemos que llaman a eso una
fe
de casamiento. No ha transcurrido un mes desde que murió el señor Galba, pero es de suponer que el intrépido coronel no tiene miedo a los duendes de alcoba.»

Sin embargo, decir que la victoria del coronel fue fácilmente obtenida sería no hacer justicia a
Lady Clara
.

A la timidez propia del sexo femenino, añadíase el obstáculo de un rival, acomodado empresario de pompas fúnebres, de Sacramento, a quien debió cautivar la señora de Galba en el teatro o en la iglesia, ya que los hábitos profesionales del galán lo excluían del ordinario trato social y de todo otro que no fuese religioso o de ceremonial. Como este caballero poseía una bonita fortuna adquirida en la propicia ocasión de una larga y terrible epidemia, el coronel lo tenía por rival algo temible. Pero, por fortuna, el empresario de pompas fúnebres hubo de ejercer su profesión en la persona de un senador, colega del coronel, a quien la pistola de éste mató en un lance de honor, y sea que temiese la rivalidad por consideraciones físicas, o bien que calculase con prudencia que el coronel podía procurarle clientes, ello fue que se retiró, dejando expedito el campo.

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