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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Aventuras, Intriga

Contrato con Dios (37 page)

BOOK: Contrato con Dios
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—Parece que no hay nada —dijo Orville, empujando con el pie una de las sillas de confidente y colocándose al lado de Albert. Las vendas de sus manos volvían a estar cubiertas de sangre, y el joven se ponía pálido por momentos.

—Qué hijo de puta paranoico. Sólo se comunicaban entre sí. Ningún e-mail de fuera. Russell debe de tener otro ordenador con el que dirige la empresa.

—Seguro que es el que se ha llevado a Jordania.

—Necesito tu ayuda. ¿Qué buscamos?

Un minuto después, tras teclear todas las claves de búsqueda que se le ocurrieron, Orville se dio por vencido.

—Es inútil. No hay nada. Y si había algo, lo ha borrado.

—Eso me da una idea. Espera —dijo Albert, sacando una llave USB de su bolsillo y conectándola a la CPU—. Este programita permite recuperar los datos de los sectores borrados del disco duro. Podemos extender la búsqueda aquí.

—De acuerdo. Busca GlobalInfo.

—¡Ahora!

Con un zumbido, una lista de 14 archivos apareció en la ventana de búsqueda del programa. Albert los abrió todos a la vez.

—Son archivos html. Páginas web guardadas. ¿Te suena alguno?

—Sí, yo mismo las guardé. Son conversaciones de servidor, como yo las llamo. Los terroristas nunca se envían e-mails para preparar sus atentados, como en las películas. Cualquier idiota sabe que un correo electrónico puede cruzar veinte o treinta servidores antes de alcanzar su destino, así que nunca sabes quién puede estar mirando. Lo que hacen es pasarse unos a otros la clave de una cuenta gratuita y escriben sobre el borrador del e-mail. El correo nunca va a ninguna parte, porque todos están accediendo a un solo punto… y…

Orville se quedó parado mirando la pantalla, tan asustado que por un momento se olvido de respirar. Lo impensable, lo que nunca había imaginado se reveló de repente ante sus ojos.

—Esto no está bien.

—¿El qué, Orville?

—Yo…
hackeo
miles y miles de cuentas todas las semanas. Cuando grabamos los archivos de una web al servidor, sólo guardamos el texto. De lo contrario las imágenes llenarían por completo nuestros discos duros. El resultado es feo, pero se entiende.

El joven alzó un dedo tembloroso, señalando a la pantalla, donde la conversación entre los terroristas en una cuenta de correo Maktoob.com aparecía con coloridos botones y demás imágenes.

—Alguien entró a Maktoob.com desde el navegador de este ordenador, Albert. Aunque luego las borraran, sus imágenes se quedaron en la caché. Y para poder entrar en Maktoob…

Albert comprendió, incluso antes de que el aturdido joven terminara.

—Tenía que conocer la clave.

Orville asintió.

—Es Russell, Albert. Russell es
Huqan.

En ese momento, unos balazos hicieron añicos la ventana.

L
A
EXCAVACIÓN

Desierto de Al Mudawwara, Jordania

Jueves, 20 de julio de 2006. 06.49

Fowler miraba atentamente la esfera de su reloj. Nueve segundos antes de la hora prevista, ocurrió lo que menos se podía esperar.

Albert estaba llamando.

El sacerdote había salido a la entrada del cañón dispuesto a llamar desde allí, un lugar en el punto ciego del tirador situado en el risco más al sur. Justo en el momento en el que encendió el teléfono para llamar a Albert, entró su llamada. Fowler supo instantáneamente que algo no iba bien, pues Albert tenía claro que llamar durante aquel viaje estaba prohibido.

—¿Albert? —descolgó—. ¿Qué sucede?

Al otro lado del teléfono había muchas voces gritando. Anthony intentó comprender lo que estaba ocurriendo.

—¡Arroje el teléfono al suelo!

—¡Oficial, voy a realizar esta llamada! —la voz de Albert sonaba alejada, como si no tuviese el teléfono en la oreja—. ¡Es de vital importancia para la seguridad nacional!

—¡Que lo suelte, joder!

—Ahora bajaré el brazo lentamente y hablaré. Si ve algo sospechoso, dispáreme.

—¡Es mi último aviso!

—Anthony —la voz del valiente Albert sonó con claridad. Finalmente se había puesto el auricular—. ¿Me copias?

—Sí, Albert.

—Russell es
Huqan.
Confirmado. Ten cuidado.

La comunicación se interrumpió. Fowler sintió cómo un estremecimiento recorría su cuerpo como una ola. Se dio la vuelta, dispuesto a correr hacia el campamento, cuando el mundo se vino abajo.

I
NTERIOR
DE
LA
TIENDA
COMEDOR
,

CINCUENTA
Y
TRES
SEGUNDOS
ANTES

Andrea y Harel se detuvieron en la puerta de la tienda comedor cuando vieron a David Pappas corriendo hacia ellas. El arqueólogo traía la camiseta manchada de sangre y los ojos desencajados.

—¡Doctora, doctora!

—¿Qué demonios ocurre, David? —respondió ésta, del mismo humor de perros que arrastraba desde que el atentado había dejado seca su cafetera.

—Es el profesor. No se encuentra bien.

David se había ofrecido a quedarse con él para que Andrea y Doc pudieran ir a desayunar. Tan sólo el estado del profesor había retrasado el derribo del muro, por el que Russell había insistido mucho la noche anterior. Pero David se negó a abrir la cavidad hasta saber si el profesor podría recuperarse y acompañarles. Andrea —cuya opinión sobre Pappas había empeorado en las últimas horas— sospechaba que simplemente le daba a Forrester el tiempo necesario para quitarse de en medio.

—De acuerdo —suspiró Doc—. Vete adentro, Andrea. No tiene sentido que las dos nos perdamos el desayuno —dijo, la cabeza medio vuelta hacia ella, mientras comenzaba a trotar hacia la enfermería.

La periodista echó un vistazo dentro. Zayit y Peterke la saludaron con la mano. A Andrea le caían muy bien el mudo cocinero y su simpático ayudante, pero los únicos ocupantes de las mesas en ese momento eran dos de los soldados, Aldys y Maloney, que se sentaban con sus bandejas. A Andrea le extrañó que sólo estuvieran ellos dos, ya que solían desayunar casi todos juntos, dejando durante media hora tan sólo a un centinela en el risco sur —de hecho era el único momento del día en el que se reunían todos en un mismo sitio—. Como la compañía no le gustaba demasiado, decidió darse la vuelta y echar a correr detrás de Doc para ver si podía servir de algo

aunque mis conocimientos médicos sean tan pobres que aun me pongo las tiritas al revés

cuando ella se giró y, corriendo hacia atrás, gritó:

—¡Hazme un favor! Tráeme un café supergigante, ¿quieres?

Andrea puso un pie en el interior de la cafetería calculando cuál sería la mejor ruta para esquivar a los sudorosos mercenarios que se inclinaban como orangutanes sobre su comida cuando estuvo a punto de tropezar con Nuri Zayit. El cocinero debía de haber sido testigo de la escena, porque le tendió a Andrea una bandeja con dos vasos grandes de café instantáneo y un plato de tostadas.

—Sucedáneo soluble con leche, ¿verdad, Nuri?

El mudo sonrió, encogiéndose de hombros. No era culpa suya.

—Ya lo sé, hombre. Oye, igual esta noche había brotado agua de una roca y todo ese rollo bíblico. Muchísimas gracias de todas maneras.

Despacio y procurando no volcar la bandeja —pues en su fuero interno Andrea era consciente de que tenía un serio problema de coordinación, aunque jamás lo admitiría en voz alta— se dirigió de vuelta a la enfermería. Nuri la despidió con la mano desde la entrada sin perder la sonrisa.

Entonces ocurrió.

Andrea sintió que una mano gigante la levantaba del suelo y la hacía recorrer dos metros en el aire antes de dejarla caer de nuevo. Sintió un fuerte dolor en el brazo derecho y un terrible calor en el pecho y en la espalda. Se dio la vuelta a tiempo de ver miles de pequeños fragmentos de tela ardiendo, volando por el cielo, consumiéndose en pocos segundos. Una columna de humo negro era todo lo que quedaba en el lugar en donde dos segundos atrás se alzaba el comedor. En lo alto, el humo se mezclaba con otro diferente, mucho más negro. Andrea no pudo discernir su procedencia. Con mucho cuidado se palpó el pecho y encontró su camiseta empapada de un líquido viscoso y caliente.

En ese momento llegó Doc, que se inclinó sobre ella con la cara enrojecida.

—¿Estás bien? Oh, Señor. ¿Estás bien, mi vida?

Andrea fue consciente de que le estaba gritando, aunque ella la escuchaba muy lejos, a través de un pitido persistente. Sintió cómo le palpó el cuello y los brazos.

—Mi pecho.

—No pasa nada. Está bien. Sólo es café.

Andrea se incorporó con cuidado y vio que se había derramado encima parte del contenido de los vasos. Su mano derecha seguía aferrando la bandeja, mientras que el brazo izquierdo se había golpeado con una roca. Movió los dedos con miedo, pero por suerte no había nada roto aunque sentía todo aquel lado entumecido.

Mientras varios aturdidos miembros de la expedición intentaban apagar el fuego con cubos de arena, Doc se concentró en curar las heridas de Andrea. La joven tenía contusiones por todo el lado izquierdo, el pelo y la piel de la espalda ligeramente chamuscados y seguía oyendo el pitido persistente.

—Se te irá reduciendo. Tres o cuatro horas y podrás mantener una conversación normal sin dejarnos sordos a nosotros —dijo Doc, guardando el otoscopio en el bolsillo del pantalón.

—Lo siento —dijo Andrea, casi gritando sin darse cuenta. Estaba llorando.

—No tienes nada que sentir.

—Él… Nuri… me acercó el café. Si hubiera entrado dentro a cogerlo yo misma, ahora estaría muerta —dijo Andrea, intentando susurrar—. Podría haberlo invitado a fumar un cigarro. Podría haberle devuelto el favor de salvarme la vida.

Harel señaló alrededor. Habían volado por los aires la tienda comedor y el camión depósito de gasolina. Dos explosiones distintas y simultáneas. Cuatro personas se habían convertido en cenizas.

—El único que tiene que sentir algo es el hijo de puta que ha hecho esto.

—No se preocupe, señora, que aquí lo traemos —dijo Torres. Él y Jackson caminaban con el cuerpo medio inclinado, arrastrando por los pies un bulto oscuro y esposado. Lo dejaron en el centro de la plaza de tiendas, ante la mirada atónita de los miembros de la expedición.

Ninguno de ellos podía creer lo que estaba viendo.

L
A
EXCAVACIÓN

Desierto de Al Mudawwara, Jordania

Jueves, 20 de julio de 2006. 06.49

Fowler se llevó la mano a la frente. Estaba sangrando. La explosión del tanque de gasolina le había arrojado al suelo y se había golpeado contra algo. Intentó dar un paso hacia el campamento, con el teléfono móvil aún en la mano. En medio de la bruma de su visión y de un humo espeso, vio como dos de los soldados se acercaban a él con las armas preparadas.

—Has sido tú, ¡hijo de puta!

—Mira, aún lleva el móvil en la mano.

—Es lo que usaste para activarlas, ¿eh, cabrón?

Una culata lo golpeó en la cabeza. Cayó al suelo pero no sintió las patadas ni cómo se le rompieron tres costillas. Perdió el sentido mucho antes.

—Es ridículo —gritó Russell, que se había unido al grupo que rodeaba el cuerpo inconsciente del padre Fowler. Dekker, Torres, Alryk y Jackson por parte de los soldados; Eichberg, Hanley y Pappas del personal civil.

Con la ayuda de Harel, Andrea intentaba a su vez ponerse de pie y acercarse al círculo de caras amenazadoras y tiznadas de humo negro.

—No es ridículo, señor —dijo Dekker, arrojando el teléfono satélite de Fowler al suelo—. Llevaba esto encima cuando lo encontramos junto al depósito de gasolina. Gracias al escáner sabemos que hizo una llamada breve esta madrugada, y ya sospechábamos de él.

En lugar de acudir todos a desayunar nos escondimos y tomamos posiciones para vigilarle. En qué hora.

—Sólo es… —empezó a decir Andrea, pero Harel le tiró muy fuerte del brazo.

—Cállate. Así no le ayudarás —le susurró.

Exacto. ¿Qué voy a decir, que es el teléfono secreto con el que se comunicaba con su contacto de la CIA? No es la mejor de las defensas, idiota.

—Es un teléfono. Algo ciertamente prohibido en la expedición, pero no es suficiente para acusar a este hombre —dijo Russell.

—Tal vez por sí solo no, señor. Pero mire lo que hemos encontrado en su maletín.

Jackson arrojó el maletín despanzurrado al suelo. Lo habían vaciado y levantado el forro del fondo. Pegado a la base había un compartimento que almacenaba pequeñas barritas de algo que a Andrea le pareció mazapán.

—Es C4, señor Russell —siguió Dekker.

Aquella revelación los dejó a todos sin aliento un instante. Y entonces Alryk comenzó a chillar y desenfundó su pistola, acercándose a Fowler.

—Ese cerdo mató a mi hermano. Déjeme meterle una bala en la suya puta cabeza —dijo el enorme teutón, que parecía fuera de sí.

—Ya he oído suficiente —dijo una voz suave y autoritaria.

El círculo se abrió, y Raymond Kayn se acercó al cuerpo inconsciente del sacerdote. Se inclinó sobre él, las manos a la espalda, una figura de negro y la otra de blanco.

—Alcanzo a entrever las razones que llevaron a este hombre a hacer lo que hizo. Pero esta empresa se ha demorado mucho, y no se verá retrasada nunca más. Pappas, regrese al trabajo y derribe ese muro.

—Me niego a hacerlo, señor Kayn, sin saber lo que está sucediendo aquí —respondió el arqueólogo.

Brian Hanley y Tommy Eichberg se cruzaron de brazos y se colocaron al lado de Pappas. Pero Kayn apenas les dedicó una segunda mirada.

—¿Señor Dekker?

—¿Señor? —dijo el enorme sudafricano.

—Por favor, imponga un poco de disciplina. El tiempo de las contemplaciones terminó.

—Jackson —dijo Dekker, haciendo una seña.

La mercenaria levantó su M4 y encañonó a los tres disidentes.

—Esto tiene que ser una broma —rezongó Eichberg, cuya gruesa y colorada nariz estaba a pocos centímetros del cañón de la metralleta de Jackson.

—No lo es, bonitos. Caminad u os hago un culo nuevo —dijo Jackson, amartillando el arma con sonido metálico y amenazador.

Ignorando a los que se acababan de marchar, Kayn se dirigió hacia Doc y Andrea.

—En cuanto a ustedes, señoritas, ha sido un placer contar con sus servicios. El señor Dekker garantizará su traslado con total seguridad a la
Behemot.

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