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Authors: Mario Benedetti

Cuentos completos (12 page)

BOOK: Cuentos completos
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El tipo que atendió dijo que no estaba en casa. No sé por qué se me ocurrió que mentía y le dije que no era cierto, porque yo la había visto entrar. Entonces me dijo que esperara un instante y al cabo de cinco minutos volvía al aparato e inventó que yo tenía suerte, porque en este momento había llegado. Le dije mire que bien y le hice anotar la dirección y la urgencia.

Cuando regresé, Gloria estaba mareada y aquello le dolía mucho mas. Yo no sabía que hacer. Le puse una bolsa de agua caliente y después una bolsa de hielo. Nada la calmaba y le dí una aspirina. A las seis la doctora no había llegado y yo estaba demasiado nervioso como para poder alentar a nadie. Le conté tres o cuatro anécdotas que querían ser alegres, pero cuando ella sonreía con una mueca me daba bastante rabia porque comprendía que no quería desanimarme. Tomé un vaso de leche y nada más, porque sentía una bola en el estómago. A las seis y media vino al fin la doctora. Es una vaca enorme, demasiado grande para nuestro departamento. Tuvo dos o tres risitas estimulantes y después se puso a apretarle la barriga. Le clavaba los dedos y luego soltaba de golpe. Gloria se mordía los labios y decía sí, que ahí le dolía, y allí un poco mas, y allá mas aún. Siempre le dolía más.

La vaca aquella seguía clavándole los dedos y soltando de golpe. Cuando se enderezo tenía ojos de susto ella también y pidió alcohol para desinfectarse. En el corredor me dijo que era peritonitis y que había que operar de inmediato. Le confesé que estabamos en una mutualista y ella me aseguró que iba a hablar con el cirujano.

Bajé con ella y telefoneé a la parada de taxis y a la madre. Subí por la escalera porque en el sexto piso habían dejado abierto el ascensor. Gloria estaba hecha un ovillo y, aunque tenía los ojos secos, yo sabía que lloraba. Hice que se pusiera mi sobretodo y mi bufanda y eso me trajo el recuerdo de un domingo en que se vistió de pantalones y campera, y nos reíamos de su trasero saliente, de sus caderas poco masculinas.

Pero ahora ella con mi ropa era sólo una parodia de esa tarde y había que irse en seguida y no pensar. Cuando salíamos llegó su madre y dijo pobrecita y abrígate por Dios. Entonces ella pareció comprender que había que ser fuerte y se resignó a esa fortaleza. En el taxi hizo unas cuantas bromas sobre la licencia obligada que le darían en la tienda y que yo no iba a tener calcetines para el lunes y, como la madre era virtualmente un manantial, ella le dijo si se creía que esto era un episodio de radio. Yo sabía que cada vez le dolía mas fuerte y ella sabía que yo sabía y se apretaba contra mi.

Cuando la bajamos en el sanatorio no tuvo mas remedio que quejarse. La dejamos en una salita y al rato vino el cirujano. Era un tipo alto, de mirada distraída y bondadosa. Llevaba el guardapolvo desabrochado y bastante sucio. Ordenó que saliéramos y cerró la puerta. La madre se sentó en una silla baja y lloraba cada vez más. Yo me puse a mirar la calle; ahora no llovía. Ni siquiera tenía el consuelo de fumar. Ya en la época de liceo era el único entre treinta y ocho que no había probado nunca un cigarrillo. Fue en la época de liceo que conocí a Gloria y ella tenía trenzas negras y no podía pasar cosmografía. Había dos modos de trabar relación con ella. O enseñarle cosmografía o aprenderla juntos. Lo último era lo apropiado y, claro, ambos la aprendimos.

Entonces salió el medico y me preguntó si yo era el hermano o el marido. Yo dije que el marido y el tosió como un asmático. "No es peritonitis", dijo, "la doctora esa es una burra". "Ah", "Es otra cosa. Mañana lo sabremos mejor." Mañana. Es decir que. "Lo sabremos mejor si pasa esta noche. Si la operábamos, se acaba. Es bastante grave pero si pasa hoy, creo que se salva". Le agradecí —no se qué le agradecí— y el agregó: "La reglamentación no lo permite, pero esta noche puede acompañarla."

Primero pasó una enfermera con mi sobretodo y mi bufanda. Después paso ella en una camilla, con los ojos cerrados, inconsciente.

A las ocho pude entrar en la salita individual donde habían puesto a Gloria. Además de la cama había una silla y una mesa. Me senté a horcajadas sobre la silla y apoyé los codos en el respaldo. Sentía un dolor nervioso en los párpados, como si tuviera los ojos excesivamente abiertos. No podía dejar de mirarla. La sábana continuaba en la palidez de su rostro y la frente estaba brillante, cerosa. Era una delicia sentirla respirar, aun así con los ojos cerrados. Me hacia la ilusión de que no me hablaba sólo porque a mi me gustaba Margaret Sullavan, de que yo no le hablaba porque su compañero era simpático. Pero, en el fondo, yo sabía la verdad y me sentía como en el aire, como si este insomnio fuera una lamentable irrealidad que me exigía esta tensión momentánea, una tensión que de un momento a otro iba a terminar.

Cada eternidad sonaba a lo lejos un reloj y había transcurrido solamente una hora. Una vez me levanté y salí al corredor y caminé unos pasos. Me salió un tipo al encuentro, mordiendo un cigarrillo y preguntándome con un rostro gesticuloso y radiante "Así que usted también está de espera?" Le dije que si, que también esperaba. "Es el primero", agrego, "parece que da trabajo". Entonces sentí que me aflojaba y entre otra vez en la salita a sentarme a horcajadas en la silla. Empecé a contar las baldosas y a jugar juegos de superstición, haciéndome trampas. Calculaba a ojo el número de baldosas que había en una hilera y luego me decía que si era impar se salvaba. Y era impar. También se salvaba si sonaban las campanadas del reloj antes de que contara diez. Y el reloj sonaba al contar cinco o seis. De pronto me hallé pensando: "Si pasa de hoy ..." y me entró el pánico. Era preciso asegurar el futuro, imaginarlo a todo trance. Era preciso fabricar un futuro para arrancarla de esta muerte en cierne. Y me puse a pensar que en la licencia anual iríamos a Floresta, que el domingo próximo —porque era necesario crear un futuro bien cercano— iríamos a cenar con mi hermano y su mujer y nos reiríamos con ellos del susto de mi suegra, que yo haría publica mi ruptura formal con Margaret Sullavan, que Gloria y yo tendríamos un hijo, dos hijos, cuatro hijos y cada vez yo me pondría a esperar impaciente en el corredor.

Entonces entró una enfermera y me hizo salir para darle una inyección. Después volví y seguí formulando ese futuro fácil, transparente. Pero ella sacudió la cabeza, murmuró algo y nada mas. Entonces todo el presente era ella luchando por vivir, sólo ella y yo y la amenaza de la muerte, sólo yo pendiente de las aletas de su nariz que benditamente se abrían y se cerraban, sólo esta salita y el reloj sonando.

Entonces extraje la libreta y empecé a escribir esto, para leérselo a ella cuando estuviéramos otra vez en casa, para leérmelo a mi cuando estuviéramos otra vez en casa. Otra vez en casa. Que bien sonaba. Y sin embargo parecía lejano, tan lejano como la primera mujer cuando uno tiene once años, como el reumatismo cuando uno tiene veinte, como la muerte cuando sólo era ayer. De pronto me distraje y pensé en los partidos de hoy, en si los habrían suspendido por la lluvia, en el juez inglés que debutaba en el Estadio, en los asientos contables que escrituré esta mañana. Pero cuando ella volvió a penetrar por mis ojos, con la frente brillante y cerosa, con la boca seca masticando su fiebre, me sentí profundamente ajeno en ese sábado que habría sido el mío.

Eran las once y media y me acordé de Dios, de mi antigua esperanza de que acaso existiera. No quise rezar, por estricta honradez. Se reza ante aquello en que se cree verdaderamente. Yo no puedo creer verdaderamente en el. Sólo tengo la esperanza de que exista. Después me di cuenta de que yo no rezaba solo para ver si mi honradez lo conmovía. Y entonces recé. Una oración aplastante, llena de escrúpulos, brutal, una oración como para que no quedasen dudas de que yo no quería no podía adularlo, una oración a mano armada. Escuchaba mi propio balbuceo mental, pero escuchaba sólo la respiración de Gloria, difícil, afanosa. Otra eternidad y sonaron las doce. Si pasa de hoy. Y había pasado. Definitivamente había pasado y seguía respirando y me dormí. No soñé nada.

Alguien me sacudió el brazo y eran las cuatro y diez. Ella no estaba. Entonces el médico entró y le preguntó a la enfermera si me lo había dicho. Yo grite que sí, que me lo había dicho —aunque no era cierto— y que el era un animal, un bruto más bruto aún que la doctora, porque había dicho que si pasaba de hoy, y sin embargo. Le grité, creo que hasta lo escupí frenético, y él me miraba bondadoso, odiosamente comprensivo, y yo sabía que no tenía razón, porque el culpable era yo por haberme dormido, por haberla dejado sin mi única mirada, sin su futuro imaginado por mí, sin mi oración hiriente, castigada.

Y entonces pedí que me dijeran en donde podía verla. Me sostenía una insulsa curiosidad por verla desaparecer, llevándose consigo todos mis hijos, todos mis feriados, toda mi apática ternura hacia Dios.

(1950)

Inocencia

Ya es bastante haber llegado a la cornisa y ver la calle, abajo, sin que se me vaya la cabeza. Hay un hombre remoto que fuma junto al farol y de tanto en tanto se quita el sombrero para rascarse la nuca. A veces escupe por el flanco del cigarrillo. Desde ahí puede vernos, a Jordán y a mí. Si esa maldita hembra llegase de una vez. Todavía nos falta alcanzar la ventana, pasar el corredor, salir a la terracita y encontrar la tapa. Verdes nos lo ha revelado en solemne confidencia, con las comisuras de los labios temblando de borrachera y de deseo, la noche en que perdimos el examen de física y nos quedamos hasta la una tomando caña en lo de Brito. En realidad, a Verdes se lo había dicho Arteaga, y, a éste, el único que efectivamente había penetrado en el ducto: el mellado Soler. Pero el mellado murió en febrero y no es posible echar en saco roto su consejo: «Ojo con la tapa; de dentro no puede abrirse.» Somos cinco los que sabemos que en el Club existe ese pasaje, de setenta centímetros de ancho y quince metros de long¡tud al que dan las rejillas de los baños que usan las muchachas. Pero nadie se anima. Sólo Jordán y yo. Ahora el que fuma empieza a despotricar porque la mujer ha llegado con atraso. Después se calla, como para instaurar el ambiente adecuado a la bofetada que rebasa el silencio y, contra lo previsto, no va seguida de ninguna palabra. Entonces ella lo toma del brazo y se lo lleva hasta la esquina, recalcando los pasos en el empedrado. Por fin. Avanzamos dos metros en la cornisa, con la boca abierta, sin vértigo aún, a la expectativa. Verdes dijo que la ventana está después del recodo, y, efectivamente, Jordán alcanza el marco. Abajo, en la calle cortada, no pasa nadie. Damos el salto. «Bueno», dice Jordán, «ya pasó lo peor». Pienso que llevo puesta la camisa blanca, con las flamantes ballenitas de aluminio. «Nos vamos a ensuciar», digo. «No seas marica», diceJordán, «vamos a divertirnos». Yo creo que sí que vamos a divertirnos, pero también que me voy a arruinar la camisa. «Si lo decís por la ropa, no te preocupes», dice Jordán, «no podemos entrar vestidos.» «¿Y esto dónde lo dejamos?» «Aquí.» Dice aquí porque hemos llegado y está pisando la tapa. Tiene dos argollas, es cuadrangular y muy pesada. Todavía no sé si podremos moverla. Nos quitamos la ropa y recién nos damos cuenta de que la noche está fría. En cualquier otro momento me hubiera hecho gracia ver a Jordán, sobre la terracita, en calzoncillos. Pero lamentablemente no me hace gracia ahora. Me siento frío y ridículo y tengo miedo de que llueva y se me moje el traje. Sí, conseguimos levantar la tapa. Jordán se mete el primero por la abertura, se tiende en el túnel y comienza a arrastrarse. A la luz de la luna, veo pasar el pescuezo, los hombros, la cintura. Veo pasar el trasero, las rodillas, los pies. Y entonces me decido. Las paredes son ásperas y viene por el ducto un vaho caliente, desagradable. A medida que avanzamos se vuelve más caliente, más nauseabundo, más agrio. No puedo arrastrarme demasiado rápido porque choco con los pies de Jordán. Siento que se me desgarran los calzoncillos, que algo me raspa un hombro, pero sigo, sigo porque vamos a divertirnos, porque vamos a ver cómo son. A los siete u ocho metros, el vaho cálido e invisible se convierte en niebla iluminada. Las rejillas son ésas. Jordán dice: «Es allí. » Yo repito: «Es allí.» Parece que habláramos debajo de la tierra, en un infierno. Jordán se ha detenido, porque choco otra vez contra su planta. Le hago cosquillas con el pelo para que no se detenga. Entonces avanza y deja libre la primera rejilla. Nos establecemos: yo en la primera, él en la segunda. Pero adentro no hay nadie. Tanto riesgo, tanta cornisa sobre la calle, y ahora no hay nada. Estamos empapados y yo pienso en el traje. Jordán dice: «Mirá.» Miro y está Carlota, la vicecampeona de ping-pong, envuelta en una toalla. Abre la ducha y prueba el agua. Se quita la toalla y vemos cómo es. Jordán dice: « ¿Y? » Yo no digo nada. Ahora tengo vergüenza. Quería verlas desnudas, pero no así. Es mejor imaginar a Carlota cuando juega al ping pong, de pantaloncitos, que verla ahora verdaderamente desnuda, sin los shorts y sin nada. Entonces alguien grita o canta, yo qué sé. Carlota responde con gritos más agudos. Y otras dos, ya desnudas, con la toalla en el brazo, entran a los saltos. La rubia gorda es la señora de Ayala, la rubia flaca es Ana Cristina. Se sientan en el banco largo a esperar que la otra termine su baño. El vapor se mezcla con mi transpiración y se despeña en chorritos por mi piel ablandada. Las piernas más lindas son las de Carlota. «Mirá qué senos, che», dice Jordán. Sí, también los senos. «El culo, che», dice Jordán. Sí, también eso. Entonces la rubia flaca se pone a bailar sola y la rubia gorda la contempla con rabia. Después se le arrima y bailan juntas. Carlota se queda mirándolas y dice que dejen eso, que ahora viene Amy y saben cómo es. La muy zorra, dice la de Ayala, pero suspende el baile. No me gusta la de Ayala, me gusta Ana Cristina, pero es estúpido que bailen entre ellas. Claro que más me gusta Amy, pero a ésta no quiero verla. «Vamos», digo. «¿Qué?», dice Jordán, asombrado. «¿Tan luego ahora?» «Por mí quedate», digo, y empiezo a arrastrarme hacia la salida. Ahora sé cómo son. Eso me alcanza. Además tengo vergüenza, calor y repugnancia. Con la mano derecha voy recorriendo el techo, pero no encuentro nada. No quiero creerlo, pero choco con la pared. Con la pared final. Voy otra vez hacia adelante, pero no encuentro nada. Me arrastro hacia atrás, vuelvo hacia adelante, pero la desesperación no me impide entender que han cerrado la tapa. Regreso a las rejillas y llamo: «Jordán.» «Ah, volviste», dice, satisfecho. «Jordán», repito. No puedo decirle más, me da asco verlo tan confiado, mirando cómo Ana Cristina se enjabona la espalda. «La tapa», digo. Me mira distraído, sin comprender todavía. «¿Qué?», dice. «¡Está cerrada, bestia!» Nos insultamos en un ronco susurro y en la primera pausa descubrimos el miedo. Ahora Jordán tiene los ojos agobiados y la boca entreabierta. Se ha perdido, yo sé que se ha perdido. « Pero... ¿quién la cerró?», balbucea. A mí no me importa quién la haya cerrado. Miro por la rejilla y está la señora de Ayala lavándose el pescuezo. Los senos le caen ahora y son pulpas fláccidas, sobadas. Los pezones le cuelgan como ciruelas negras. Pienso que por esto, sólo por esto hemos caído. Y es poca cosa, es una horrible, abominable cosa. «Dejame pasar», dice Jordán. El miedo lo ha deformado. Parece un mono vicioso, enloquecido. «Voy a fijarme yo.» No quiero apartarme, es muy angosto. Entonces retrocedo y él me sigue. Claro, la tapa está cerrada. Jordán no dice nada y vuelve a las rejillas. Otra vez me deslizo siguiendo sus pies. Siento un estremecimiento en las rodillas, pero Jordán está mucho peor. Se ha perdido, yo sé que se ha perdido. Llora convulsivamente con su cara de mono y yo no puedo derretirme de piedad. Pero me derrito de sudor y de miedo. «Vamos a llamar», dice. Entonces sé que no vamos a llamar, que la solución tiene que ser otra. «No», digo. Nada más. No sé de dónde vienen esos pasos. Jordán se calla y nos miramos en silencio, cada vez más furiosos y decididos. Los pasos son de Amy. Pero no quiero verla. No quiero verla así. Claro, ella no sabe, abre la canilla, se acaricia las piernas. Sé que Jordán no espera, sé que ahora va a gritar. Me parece imposible pero llego a su boca. Es espantoso, es enloquecedor luchar aquí, con mis dedos de miedo en su garganta blanda. Sí, se ha perdido. Yo ya lo sabía. Entonces se le afloja su cara de mono, y vuelve a ser Jordán. Jordán de quince años. Jordán muerto. Aunque yo no sé nada y Amy está en la ducha y no puedo llamar. Porque no quiero admitir su presencia, sentirla inerme, sola, pura hasta lo insufrible. Pero soy un idiota y me castigo. Mi boca se abre dócil, para lanzar un grito. Un alarido atroz, irresistible. Porque soy un idiota y me castigo, y Amy rosada y húmeda, se asombra, se conoce, se desprecia, se escapa, mientras yo grito el grito de Jordán.

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