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Authors: Joe Hill

Tags: #Fantástica

Cuernos (48 page)

BOOK: Cuernos
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Quedó boca arriba; jadeaba y sentía un pinchazo caliente en un pulmón mientras el cielo giraba sobre su cabeza. El cielo daba vueltas, las estrellas caían como copos de nieve en una bola de cristal que alguien acaba de agitar. Los cuernos zumbaron como un gigantesco diapasón. Habían parado el golpe y su cráneo seguía de una pieza.

Lee avanzó hacia él, levantó de nuevo la escopeta y la dejó caer sobre la rodilla de Ig. Éste chilló y se irguió hasta quedar sentado, sujetándose la pierna con una mano. Tenía la sensación de que le había roto la rodilla en tres grandes piezas, como si tuviera tres fragmentos de cristal sueltos bajo la piel. Sin embargo, nada más conseguir sentarse, Lee atacó de nuevo, asestándole un golpe en la cabeza que le hizo caer otra vez de espaldas. El palo de madera que había estado sujetando, la lanza afilada que había sido el mango de la horca, voló de su mano. El cielo seguía girando y escupiendo copos de nieve.

Lee le golpeó entre las piernas con la escopeta con toda la fuerza de la que fue capaz, acertándole en los testículos. Ig no pudo chillar, le faltaba aire. Se retorció tumbándose de costado y doblado sobre sí mismo. Un grueso nudo de dolor le subía desde la entrepierna alcanzándole las entrañas y los intestinos, expandiéndose como aire tóxico que inflaba un globo y desembocando en una náusea abrasadora. El cuerpo entero se le tensó mientras trataba de no vomitar, cerrándose como un puño.

Lee tiró la escopeta, que cayó al suelo junto a Eric. Después empezó a caminar por la habitación buscando algo. Ig era incapaz de hablar, apenas conseguía hacer llegar aire hasta los pulmones.

—¿Qué ha hecho Eric con su pistola? —preguntó Lee en tono pensativo—. Me tenías engañado, Ig. Es increíble cómo consigues manipular la mente de las personas. Cómo consigues que olviden cosas. Dejarles la mente en blanco, hacerles oír voces. De verdad que creí que era Glenna. Venía de camino cuando me llamó desde la peluquería para mandarme a tomar por culo. Más o menos con esas palabras. ¿Te lo puedes creer? Le dije: «Vale, yo me voy a tomar por culo, pero ¿cómo has logrado desatascar el coche?». Y me contestó: «¿Se puede saber de qué me estás hablando?». Te imaginarás cómo me sentí. Tenía la impresión de estar volviéndome loco, como si al mundo entero se le hubiera ido la pinza. La misma sensación que tuve hace tiempo, Ig, cuando era pequeño. Me caí de una valla y me hice daño en la cabeza, y cuando me levanté la luna temblaba como si estuviera a punto de descolgarse del cielo. Intenté contártelo una vez, cómo conseguí arreglarla. La luna. Puse los cielos en orden y voy a hacer lo mismo contigo.

Ig escuchó abrirse la puerta del horno con un chirrido de bisagras y por un instante albergó un atisbo de esperanza. La serpiente se haría cargo de Lee. Cuando entrara en el horno le mordería. Pero entonces le escuchó alejarse, sus tacones pisando de nuevo el suelo de cemento. Sólo había abierto la portezuela, quizá para tener más luz para buscar la pistola.

—Llamé a Eric. Le dije que pensaba que estabas aquí, tramando algo, y que debíamos tomar cartas en el asunto. Le dije que, puesto que habíamos sido amigos, debíamos darte un tratamiento especial. Ya conoces a Eric, no tuve que esforzarme mucho para convencerle, ni tampoco decirle que se trajera las armas. Eso lo decidió él solito. ¿Sabes que no había disparado un arma en toda mi vida? Ni siquiera la había cargado. Mi madre siempre decía que las armas las carga el diablo y se negaba a tener una en casa. ¡Anda, mira! Bueno, mejor que nada...

Escuchó a Lee recoger algo del suelo con un arañazo metálico. Las náuseas habían cedido un poco y era capaz de respirar, a intervalos cortos. Pensó que si conseguía descansar un minuto más tendría fuerzas para sentarse, para hacer un último esfuerzo. También pensó que en menos de un minuto tendría cinco balas del calibre treinta y ocho en la cabeza.

—Estás lleno de sorpresas, Ig —dijo Lee, ya de vuelta—. La verdad es que hace un par de minutos, cuando nos estabas gritando con la voz de Glenna, realmente pensé que eras ella, aunque sabía que era imposible. Te salen genial las voces, aunque nada puede superar aquello de salir como si tal cosa de dentro de un coche en llamas.

Se detuvo. Estaba de pie frente a Ig y sostenía no la pistola, sino la horca. Dijo:

—¿Cómo pasó? ¿Cómo te convertiste en esto? ¿De dónde has sacado los cuernos?

—Merrin.

—¿Qué pasa con ella?

Ig hablaba con voz débil y temblorosa, poco más que un susurro.

—Sin Merrin en mi vida... me convertí en esto.

Lee se agachó y, apoyado sobre una rodilla, miró a Ig con lo que parecía ser genuina compasión.

—Yo también la quería, ya lo sabes. El amor nos ha convertido a los dos en demonios, supongo.

Ig abrió la boca para hablar y Lee le puso una mano en el cuello, y todas las maldades que había cometido le bajaron por la garganta como un compuesto químico gélido y corrosivo.

—No. Creo que sería un error dejarte decir nada más —dijo Lee levantando la horca por encima de su cabeza y apuntando con los dientes al pecho de Ig.

El sonido de la trompeta fue un berrido agudo y ensordecedor, como cuando se va a producir un accidente de coche. Lee levantó la cabeza para mirar hacia la entrada, donde estaba Terry haciendo equilibrios sobre una rodilla con la trompeta apoyada en los labios.

En cuanto Lee apartó la vista, Ig tomó impulso y se lo quitó de encima. Le agarró por las solapas del abrigo y le embistió en el torso, hundiéndole los cuernos en el estómago. El impacto le reverberó en la espina dorsal. Lee gruñó mientras dejaba escapar todo el aire que tenía dentro.

Los cuernos parecían succionados por el abdomen de Lee y resultaba difícil sacarlos. Ig se retorció de un lado a otro perforándole más y más. Lee cerró los brazos alrededor de la cabeza de Ig, tratando de apartarlo, y éste le embistió de nuevo, venciendo la resistencia elástica de su vientre. Olía a sangre mezclada con otro olor, un hedor a basura podrida, tal vez a intestino perforado.

Lee apoyó las manos en los hombros de Ig y empujó, tratando de liberarse de los cuernos, que hicieron un ruido húmedo y de succión al soltarse, el sonido que hace una bota al salir del barro.

Lee se dobló y se volvió de costado con las manos sobre el estómago. Por su parte, Ig no aguantaba más tiempo sentado y se desplomó en el suelo. Seguía frente a Lee, que estaba casi en posición fetal, abrazándose a sí mismo, con los ojos cerrados y la boca abierta de par en par. Ya no gritaba, no conseguía reunir el aliento necesario para hacerlo, como tampoco pudo ver la gigantesca serpiente ratonera que se deslizó a su lado. El animal buscaba un sitio donde esconderse, donde refugiarse del caos. En ese momento giró la cabeza y lanzó a Ig una mirada desesperada con sus ojos de papel dorado.

Ahí
—le dijo Ig con la mente mientras señalaba con la mandíbula a Lee—.
Escóndete. Ponte a salvo.

La serpiente se detuvo y miró a Lee y después otra vez a Ig. Éste creyó distinguir en su mirada una inconfundible gratitud. Después el animal se giró, deslizándose con elegancia entre el polvo que cubría el suelo de cemento, y reptó directamente hacia la boca abierta de Lee.

Éste abrió los ojos, el bueno y el malo al mismo tiempo. Le brillaban de puro horror. Intentó cerrar la boca, pero al morder el cuerpo de ocho centímetros de diámetro de la serpiente sólo consiguió asustarla, que agitara la cola con furia y se internara con gran rapidez en la garganta de Lee. Éste gimió, se atragantó y retiró las manos de su maltrecho vientre para intentar detenerla, pero tenía las palmas empapadas de sangre y el resbaladizo animal se le escabulló entre los dedos.

Mientras esto ocurría, Terry se acercaba corriendo a su hermano.

—¿Ig? ¿Estás...?

Pero cuando vio a Lee revolviéndose en el suelo se detuvo en seco y le miró.

Lee se tumbó de espaldas, gritando, aunque le resultaba difícil emitir sonido alguno con una serpiente en la garganta. Daba patadas contra el suelo y su rostro iba adquiriendo un color casi negro, mientras las sienes se le surcaban de venas hinchadas. El ojo malo, el ojo de la perdición, seguía vuelto hacia Ig y le miraba con una expresión rayana en el asombro. Aquel ojo era un agujero negro sin fin que contenía una escalera de caracol de humo pálido que conducía a un lugar donde las almas podían ir, pero del que nunca regresaban. Dejó caer las manos a ambos lados del cuerpo. De su boca abierta sobresalían aún al menos veinte centímetros de serpiente ratonera, la mecha larga y oscura de una bomba humana. La serpiente por su parte estaba inmóvil, parecía consciente de que le habían mentido, de que había cometido un grave error tratando de esconderse en el estrecho y húmedo túnel de la garganta de Lee. Ya no podía avanzar más ni tampoco salir, e Ig sintió lástima de ella. No era una forma agradable de morir, atascada en el garganta de Lee Tourneau.

El dolor había vuelto, le nacía en las entrañas y se irradiaba a la entrepierna, al hombro destrozado y a las rodillas rotas, cuatro afluentes contaminados vertiendo sus aguas en un profundo embalse de tormento. Cerró los ojos y trató de concentrarse en controlar el dolor. Entonces, por unos instantes, todo fue silencio en la vieja fundición, con el hombre y el demonio yaciendo el uno junto al otro; aunque la cuestión de decidir cuál era cuál muy bien podría ser objeto de un debate teológico.

Capítulo 47

L
as sombras lamían las paredes, creciendo y decreciendo, y la oscuridad venía en oleadas. El mundo rebosaba y fluía a su alrededor también en olas e Ig luchó por aferrarse a él. Una parte de sí mismo quería dejarse llevar, escapar al dolor, bajarle el volumen a su cuerpo maltrecho. Empezaba a perder la consciencia y el dolor se compensaba con una sensación creciente y placentera de plenitud. Las estrellas navegaban lentamente sobre su cabeza, desplazándose de izquierda a derecha, así que le parecía estar flotando de espaldas en el Knowles, dejándose arrastrar río abajo por la corriente.

Terry se inclinó sobre él, confuso y angustiado.

—Vale, Ig. Estás bien. Voy a llamar a alguien. Tengo que ir al coche y coger el teléfono.

Ig esbozó lo que pensaba que era una sonrisa tranquilizadora e intentó decirle a su hermano que lo único que tenía que hacer era pegarle fuego. La lata de gasolina estaba fuera, apoyada en la pared. Que lo rociara con ella y encendiera una cerilla; estaría bien. Pero no encontró aire suficiente para pronunciar las palabras, le dolía demasiado la garganta para hablar. Lee le había dado un buen repaso.

Terry le apretó la mano e Ig supo, porque sí, que su hermano mayor le había copiado las respuestas en un examen de Geografía de séptimo curso a un chico que se sentaba delante de él en clase. Terry dijo:

—Enseguida vuelvo. ¿Me oyes? Tardo un minuto.

Ig asintió, agradecido a Terry por hacerse cargo de todo. Su hermano le soltó la mano y desapareció.

Ig echó la cabeza atrás y miró la luz rojiza de las velas proyectándose en las viejas paredes de ladrillo. El movimiento cambiante de la luz le reconfortó, acrecentó su sensación de estar fuera de la realidad, flotando. Lo siguiente que pensó fue que si se veía la luz de las velas la puerta del horno debía de estar abierta. Ah, claro, Lee la había abierto para poder ver mejor cuando buscaba la pistola.

Entonces Ig supo lo que estaba a punto de ocurrir, y la conmoción del descubrimiento lo sumió en un estupor profundo e irreal. Terry estaba a punto de ver el teléfono, el teléfono de Glenna, colocado sobre la manta dentro del horno. No debía meter la mano ahí. Terry, que a los catorce años había estado a punto de morir a causa de una picadura de avispa, tenía que mantenerse alejado del horno. Intentó llamarle, gritarle, pero era incapaz de emitir sonido alguno excepto un silbido quebradizo y discordante.

—Un segundo, Ig —dijo Terry desde el otro lado de la estancia. En realidad parecía estar hablando solo—. Aguanta y... ¡Espera! ¡Hemos tenido suerte! Aquí hay un teléfono.

Ig volvió la cabeza y lo intentó de nuevo, intentó detenerle y logró proferir una sola palabra:

—Terry.

Pero a continuación aquella dolorosa sensación de opresión le volvió a la garganta y no pudo decir nada más. Y de todas maneras Terry no le había prestado atención al oír su nombre.

Se inclinó sobre la portezuela para coger el teléfono que estaba sobre la manta abultada. Cuando lo cogió, uno de los pliegues se abrió y Terry vaciló, mirando los anillos de la serpiente allí enroscada, cuyas escamas brillaban como cobre pulido a la luz de las velas. Se escuchó un castañeteo.

La serpiente saltó como un resorte y mordió a Terry en la muñeca con un sonido que Ig oyó aunque estaba a casi un metro de distancia, el sonido que se hace al morder un trozo de carne. El teléfono voló por los aires, Terry gritó y al ponerse en pie se dio en la cabeza con el marco de hierro de la puerta. El impacto le hizo perder el equilibrio. Alargó las manos para evitar caer de bruces en el colchón mientras la mitad inferior de su cuerpo seguía fuera de la portezuela.

Los colmillos de la serpiente seguían clavados en su muñeca. Terry la agarró y tiró de ella y el animal le rasgó la muñeca y, tras retirar los colmillos, se enroscó y le atacó de nuevo, esta vez clavándole los dientes en la mejilla izquierda. Terry logró asirla y tirar de ella, y entonces la serpiente se hizo una bola y le mordió por tercera vez, como un boxeador golpeando un saco en el gimnasio.

Terry sacó el cuerpo de la trampilla y cayó al suelo de rodillas, sujetando a la serpiente a la altura de la cola. La levantó en el aire y la lanzó contra el suelo, como cuando se golpea un felpudo con una escoba para sacudirle el polvo. El cemento se cubrió de sangre y sesos de serpiente. Terry alejó la serpiente de sí y ésta rodó hasta quedar boca arriba, coleando frenéticamente contra el suelo. Poco a poco el ritmo descendió hasta que sólo movía la cola suavemente atrás y adelante, y se detuvo por completo.

Terry estaba arrodillado junto a la puerta del horno con la cabeza inclinada, como un hombre orante, un devoto penitente en la iglesia de la sagrada y perpetua chimenea. Los hombros le subían y bajaban con cada respiración.

—Terry —consiguió decir Ig.

Pero Terry no levantó la cabeza para mirarle. Si le oía —e Ig no estaba seguro de que así fuera—, no podía responder. Necesitaba concentrarse en llenar otra vez los pulmones de oxígeno. Si estaba teniendo un shock anafiláctico, entonces había que ponerle inmediatamente una inyección de epinefrina, de lo contrario, los tejidos de la garganta, al hincharse, le asfixiarían.

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