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Authors: Marc Acito

Tags: #Humor

De cómo me pagué la universidad (9 page)

BOOK: De cómo me pagué la universidad
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Bajo las luces y me adentro en el comedor, para poner en el estéreo
¡Songs for swingin' lovers!
de Sinatra. Generalmente, en nuestro comedor nunca hay nadie. De hecho, el ambiente es tan sombrío y formal que mi hermana y yo lo bautizamos como el Museo de los Muebles. Pero ahora está tan lleno de vida que me pongo a socializar con la gente como si yo fuera Hugh Hefner en una fiesta
sexy
de la mansión Playboy.

No pasa mucho tiempo antes de que el lugar parezca el Jardín de las Delicias de El Bosco. Cada habitación que posee una puerta está siendo usada por parejas con ganas de hacerlo. Me siento como si regentara un motel en el que se paga por horas. Hasta los baños están siendo usados para fines carnales, por lo que tengo que salir al jardín para mear.

Estoy empezando a regar un rododendro cuando me doy cuenta de que Doug está a mi lado.

—Lo siento, señor, este arbusto está ocupado —digo.

—Oye, Ed, te estaba buscando —dice, bajándose la cremallera de los Levis con una mano, y buscando en su interior, hasta que comienza a sacar algo que se parece a un pene, sólo que más grande. A decir verdad, es la versión en dibujos animados de lo que sería una polla—. Tío, tienes que hacer algo con tu novia —dice.

—Sí, es una borracha insoportable —digo, intentando no mirar—. Creo que es porque está harta de cómo la tratan cuando está sobria.

Doug no tiene que aguantársela mientras mea, simplemente permanece de pie con las manos en las caderas, como si su pene tuviera la capacidad de orinar solo, gracias a su enorme tamaño.

—No, no se trata de eso —dice—. Me estaba yendo de muerte con Ziba hasta que apareció Kelly. Ahora no hay quien las separe.

—¿Qué quieres que haga?

«No mires. No mires.»

—Ve a sobarla un poco, ¿vale? —Baja la vista y se mira—. Aquí mi amiguito tiene ganas de entrar en acción.

Bueno, ahora resulta que yo también estoy cachondo, así que me acerco hasta donde están las chicas acurrucadas, en el sofá del amor del Museo de los Muebles, haciéndose amigas como solamente las chicas que son igual de guapas pueden lograr. Agarro a Kelly de la mano mientras ella está a mitad de una frase y hago una señal con la cabeza, para que Doug y Ziba nos sigan, pasando por la cocina hasta la parte trasera de la casa, para llegar a la puerta corredera que da a la habitación de Al. La he cerrado por dentro para que nadie pueda destrozarla (ya os había dicho que era demasiado listo para dejar que la gente destrozara mi casa), pero he dejado esta ruta libre por si pasaba esto.

La luna ilumina la habitación oscura y yo atraigo a Kelly hacia mí, moviendo mis caderas hacia su cuerpo, mientras señalo a Doug y a Ziba que hay un sofá en el vestidor. Doug me lanza una sonrisa diabólica y veo que se desabrocha los tejanos, seguramente porque ya no pueden mantener a Rusell, el Músculo del Amor, en su interior.

Aparto el pelo liso y sedoso de Kelly y le beso el cuello largo y suave, aspirando el olor a Nivea, un olor limpio, y exhalo un poco de aire en su oreja, algo que sé que la vuelve loca. La he echado de menos cuando no estaba. Lo que es más importante: echaba de menos esto. Ella inclina la cabeza, haciendo el signo internacional de «Bésame, tonto», y yo respondo morreándola de manera intensa y agresiva, por lo que el gusto a cerveza se mezcla en nuestras bocas. Rodea mi muslo con una pierna sinuosa y se frota contra mí. Me río de manera cómplice en su boca. Tocarla, saborearla y olerla es tan fantástico que quiero devorarla por completo. De un solo movimiento agarro su otra pierna, la coloco alrededor de mí y alzo a Kelly, llevándola a través de la habitación. (Está bien comprobar que esas clases de baile han servido para algo.) Nos tambaleamos en esa dirección y caemos sobre la cama, riendo.

Me alzo sobre mis codos y contemplo su cara, el blanco de sus ojos y sus dientes, que relucen en la oscuridad. Es tan hermosa. Estoy a punto de sostener sus pechos entre mis manos cuando oigo que Ziba grita a través de la habitación:

—¡No!

Kelly y yo levantamos la vista al mismo tiempo y vemos cómo empuja a Doug al suelo, al que cae de un golpe poco elegante.

—¿Qué coño…? —dice.

Ziba se alza en toda su altura de amazona, se coloca el pelo detrás del hombro y se acerca hasta él.

—Cerdo —dice, y sale de la habitación.

Agh.

Kelly me da un empujoncito para librarse de mí.

—Será mejor que vaya a ver qué pasa —murmura; al salir pisa a Doug sin querer—. Perdón.

No lo entiendo. Ayer mismo, durante la comida, Ziba me contaba cómo había pasado toda la noche en Saint Tropez con un par de tíos de veinte años, pero Doug se desabrocha los pantalones y se va aterrada. Pero, claro…

Miro a Doug, hecho un ovillo en el suelo.

—Joder, joder, joder —dice, como si le doliera. Estoy a punto de acercarme, cuando se incorpora y lanza un puñetazo al aire—. Es una calientapollas, tío —dice—, estoy a punto de explotar.

Baja la vista hacia su entrepierna, inútilmente; allí la punta de su polla henchida asoma por encima de la cinturilla de los tejanos. Es del tamaño de un picaporte. Los dos la miramos durante un momento, como si acabara de entrar otra persona en la habitación. El tiempo parece haberse detenido; siento el latido de mi corazón en mis oídos. Levanto la vista hacia el rostro de Doug y me doy cuenta de que apenas está a unos centímetros de mí, con los labios entreabiertos; el calor de su aliento sopla suavemente en mis mejillas.

Dios mío, por favor, haz que esté sintiendo lo mismo que yo.

Nueve

D
oug se lame los labios y traga, lo que hace que su nuez voluminosa se desplace por su cuello.

—Necesito beber algo —dice.

Pasa a mi lado, empujándome, y se reacomoda la entrepierna mientras atraviesa las puertas correderas.

Yo me quedo mirando a través del jardín. La luz de la luna es tan potente que hace que se reflejen sombras sobre el césped. No sé muy bien qué es lo que tengo que hacer, pero cada centímetro de mi cuerpo me pide que le siga, así que salgo de la habitación, y al hacerlo me encuentro cara a cara con Duncan O'Boyle, el capitán del equipo de fútbol americano. Duncan tiene un rostro delgado, parecido al de un hurón, y una mata de pelo rubio que siempre le he envidiado porque lo lleva con la raya en medio y escalado. Una vez intenté peinarme de esa manera, pero tengo el pelo tan grueso que parecía el Coyote de los dibujos animados cuando le han tirado un yunque sobre la cabeza.

—Tenemos un pequeño problema —dice.

Me explica que Kevin
Cerebrito
Boonschoft, un tipo con la complexión de un San Bernardo, que vendría a ser el Cabeza de Queso de los tíos populares, intentó usar el carné de identidad de su hermano mayor para comprar cerveza, pero que casi le arrestaron cuando el tipo de la licorería hizo saber que había ido al instituto con el hermano de Cerebrito. Duncan me clava sus ojos redondos y brillantes color ámbar.

—He oído decir que nos podrías conseguir unas cervezas —dice.

Nunca me ha gustado Duncan O'Boyle. Una vez, cuando estábamos en cuarto curso, convenció a Natie para que subiera al techo de su casa, invitándolo a que caminaran por encima de los setos de seis metros de altura que rodean su finca.

Necesitó treinta puntos de sutura.

Sin embargo, el simple hecho de que aborrezca y desprecie todo lo que Duncan representa, no quiere decir que no quiera impresionarle.

—Claro que sí —contesto—. Dame un minuto.

Voy a buscar a Natie, le pido que vigile la casa y después interrumpo a una pareja que está fornicando en mi cuarto para ponerme el alzacuello del padre Guay. Añado al uniforme un par de gafas de montura redonda de alambre que llevé cuando hice el papel del sastre Motel Kamzoil en
Un violinista en el tejado
. Cuando estoy practicando un par de miradas de jesuíta, oigo el chirrido de la puerta del garaje abriéndose. Corro al exterior y veo que Duncan está sacando a la calle la Crisis de la Mediana Edad de Al.

—¿Qué coño estás haciendo? —grito—. Es el coche de mi padre.

Duncan sonríe a Roger Young, el
quarterback
del equipo, que va con él de copiloto.

—No, amigo, esto no es un coche —contesta Duncan—. Esto es un pene con ruedas.

—Bueno, pues se trata del pene de mi padre, así que para inmediatamente —digo, dándole un golpecito al lateral del coche y señalando la parte trasera, que ya está llena porque Cerebrito ocupa todo el lugar disponible, dando la impresión de que en vez de estar sentado en el coche, lo lleva puesto—. Mira, no hay sitio, y me necesitáis para comprar la cerveza —añado.

Duncan sonríe y apunta:

—Entonces daremos una vueltecita y volveremos a buscarte.

El tipo acelera el motor y pone la primera marcha, pero antes de que pueda circular, me agarro al lateral y me subo al maletero, encajando las piernas junto al torso de Cerebrito, que es del tamaño de un frigorífico. Debo parecer el gran mariscal católico de la procesión del día de San Patricio.

—¡Ahí vamos, los Diablos Azules! —grita Duncan, con el típico aullido de los deportistas tontos, y pisa a fondo.

Gilipollas.

Como buen sociópata que es, Duncan hace todo lo posible para que yo salga volando, y realiza giros ajustados y frena en seco varias veces. No resulta tan malévolo como suena (supongo que para alguien que está acostumbrado a practicar un deporte que implica dar palizas a la gente, el homicidio en un vehículo es una sana diversión, muy inocente). Por suerte, las clases de baile realmente han servido de algo, porque logro mantener el equilibrio durante todo el proceso. De todas maneras, cuando paramos, me dejo caer despreocupadamente, intentando parecerme a Tom Selleck en
Magnum
, y termino cayéndome de culo en el aparcamiento de la licorería. Todo el mundo se ríe, no con malicia, sino de una manera que deja entrever que aprecian la ironía de que alguien que puede agarrarse a un coche deportivo que va a noventa kilómetros por hora por carreteras sin asfaltar no se mantenga en pie una vez el coche se ha detenido.

El dolor asciende por mi espina dorsal como si fueran chispazos, pero hago muecas para que simplemente parezca que estoy bromeando. Me escabullo al interior de la licorería, con la esperanza de que mi cojera contribuya a darme un aspecto de adulto.

Un tipo enorme y voluminoso, que parece uno de los Ángeles del Infierno, aparece al otro lado del mostrador.

—Hola, padre —dice—. ¿En qué puedo ayudarle?

Rezo una plegaria silenciosa a san Ginés, el santo patrón de los actores, en este caso, el de los mentirosos redomados, pero parece ser que el tipo está prestando más atención al alzacuello de cura que a la persona que lo lleva. Me apoyo sobre el mostrador, como si no quisiera que nadie más nos oyera.

—La hermana Paula, del convento de los Corazones Ensangrentados, sugirió que comprara aquí la cerveza —digo, con voz entrecortada, a la manera del padre Mulcahy en
M.A.S.H
.—. ¿Sabe qué marca se suele llevar ella?

—Pues claro, padre —dice el Ángel del Infierno, asintiendo de manera cómplice—. Todos sabemos cómo le gusta la cerveza al padre Monty.

El padre Monty es el viejo borrachín que se inventó Paula para explicar que una monja necesitara comprar una caja de cervezas cada fin de semana.

—Por cierto, yo soy el padre Uay —me presento—. Greg Uay. Soy nuevo.

—Encantado de conocerle. ¿Dónde está la hermana Paula esta noche?

—Eh, la acaban de trasladar a Manhattan.

El Ángel del Infierno me lanza una mirada digna de alguien al que le acaban de atropellar a su cachorrito.

—Ni siquiera se ha despedido —responde.

—Fue todo muy rápido —explico—. Por eso me trajeron, para ayudar al padre Monty, porque ahora somos muy pocos.

El Ángel del Infierno pone dos cajas de cerveza sobre el mostrador.

—Bueno, que Dios la bendiga —dice.

—Sí, que Dios la bendiga —repito, con toda la beatitud de la que soy capaz.

Acepta mi dinero, pero con cierta duda.

—Sabe, padre, cuando la hermana Paula venía, era como si trajera consigo a la Iglesia, ¿entiende?

—Estamos aquí para servir —digo.

¿Qué coño pasa aquí?

El Ángel del Infierno apoya los codos sobre el mostrador y me dice con voz suave:

—Ha sido una semana muy dura…

Veinte minutos más tarde salgo de la licorería.

—¿Por qué has tardado tanto? —pregunta Duncan.

—¿Cómo iba a saber que tendría que oír a alguien en confesión? —respondo.

(Más adelante, cuando le pregunto a Paula al respecto, me dice: «Sé bueno con el pobre Larry. Su madre ha estado muy enferma y está muy estresado últimamente». Típico de Paula, decir algo así.)

La rabadilla me está matando, así que no tengo ganas de aguantar gilipolleces, por lo que mantengo secuestrada la cerveza hasta que Duncan acepta subirse al maletero y hacer de mariscal. Lo único que quiero es llevar el pene de mi padre a casa y de una pieza.

Entonces me pongo tras el volante.

No sé lo que me pasa, pero de repente soy peor que Duncan, derrapo en las esquinas, hago eses en las calles que ascienden y descienden por la colina, y probablemente acabo arruinando la alineación de las ruedas de Al cuando deliberadamente hago pasar el coche por los baches. Nos acercamos al instituto y en vez de rodear la manzana, simplemente llevo el coche hasta los campos de juego y los atravieso, logrando incluso pasar por todas las bases del campo de béisbol, en forma de diamante.

Duncan tose todo el polvo hasta casi echar un pulmón.

De vuelta en Oak Acres tomo un atajo a través del jardín de nuestro vecino, el señor Foster. Vale, admito que más que creativo, esto tiene más de vandalismo, pero el señor Foster es el tipo de persona que se levanta a las seis de la mañana un sábado para pasar la aspiradora por la entrada de su casa. Supongo que se lo merece.

UTE creen que es la hostia.

Por esto, Duncan me trata con un respeto producto de la envidia durante el resto de la noche, aunque él y otros aprovechan todas las oportunidades que se les presentan para reírse de Doug por estar en un musical y pasárselo bien cantando; le llaman Florence Nightingale, sin darse cuenta de lo imbéciles que resultan por ello. Me doy cuenta claramente de que Duncan compite conmigo por la atención de Doug, porque no para de sacar a colación varias cosas cómicas de su pasado en común, cosas que yo no conozco y que, sinceramente, no son particularmente cómicas. No obstante, de cuando en cuando, Doug hace algo como saber dónde se guardan las servilletas en mi cocina o referirse a nosotros como
nosotros
, y Duncan me reta a un concurso de eructos o a alguna tontería por el estilo. No es que me importe, ya que el alcohol ayuda a que se me pase el terrible dolor de la rabadilla. No obstante, el efecto es como si hubiera una pequeña versión de nosotros mismos en cada uno de los hombros de Doug: un Ángel Adolescente y un Diablo Azul, los dos compitiendo por su alma.

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