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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Relato

Diario. Una novela (2 page)

BOOK: Diario. Una novela
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Desde que fue lo bastante mayor para coger un lápiz, era lo único que dibujaba.

Imagínate una espina de pescado cuya cabeza apunta al norte y la cola al sur. La espina dorsal está surcada por dieciséis espinas transversales que apuntan al este y al oeste. La cabeza del pescado es la plaza del pueblo y en la boca hay un puerto de donde sale y adonde llega el ferry. El ojo del pescado sería el hotel, y a su alrededor estarían la tienda de comestibles, la ferretería, la biblioteca y la iglesia.

La niña pintaba las calles con hielo en los árboles sin hojas. Las pintaba con pájaros regresando, cada uno de ellos recogiendo hierba de las playas y agujas de pinos para construir un nido. Luego con las dedaleras en flor, más altas que las personas. Luego con girasoles todavía más altos, Luego con las hojas cayendo en espiral y el suelo de debajo cubierto de nueces y castañas.

Lo veía con claridad total. Se imaginaba todas las habitaciones y el interior de todas las casas.

Y cuanto más se imaginaba aquella isla, menos le gustaba el mundo real. Cuanto más se imaginaba aquella gente, menos le gustaban las personas de verdad. Sobre todo la hippy de su madre, siempre cansada y siempre oliendo a patatas fritas y a humo de cigarrillo.

Llegó un punto en que Misty Kleinman renunció a llegar a ser feliz algún día. Todo era feo. Todo el mundo era burdo y simplemente... nadie encajaba.

Así se llamaba, Misty Kleinman.

En caso de que ya no esté cuando leas esto, ella era tu mujer. En caso de que no estés simplemente haciéndote el tonto: el nombre de soltera de tu pobre mujer era Misty Marie.

Cuando aquella pobre idiota dibujaba una hoguera en la playa, notaba el sabor de las mazorcas de maíz y de los cangrejos hervidos. Cuando dibujaba el jardín de hierbas aromáticas de una casa, olía el romero y el tomillo.

Con todo, cuanto mejor dibujaba, peor le iba la vida: hasta que llegó un punto en que nada era lo bastante bueno en su vida real. Llegó un punto en que no se sentía cómoda en ninguna parte. Llegó un punto en que nadie era lo bastante bueno, nadie era lo bastante refinado, nadie era lo bastante real. No lo eran los chicos del instituto, ni tampoco las demás chicas. Nada era tan real como su mundo imaginario. Llegó un punto en que iba al psicólogo del instituto y le robaba dinero a su madre del bolso para comprar hierba.

Para que la gente no dijera que estaba loca, centró su vida no en las visiones en sí, sino en su representación artística. La verdad era que solamente quería adquirir la capacidad de plasmarlas. Para que su mundo imaginario se volviera más y más preciso. Más real.

Y en la facultad de bellas artes conoció a un chico llamado Peter Wilmot. Te conoció a ti, a un chico procedente de un lugar llamado «isla de Waytansea».

Y la primera vez que ves la isla, si vienes de cualquier otro lugar del mundo, piensas que estás muerto. Que estás muerto, que te has ido al cielo y que estás a salvo para siempre.

La espina dorsal del pescado es División Avenue. Las espinas transversales son calles, empezando por Alder Street, una manzana al sur de la plaza del pueblo. Luego vienen Birch Street, Cedar Street, Dogwood, Elm, Fir, Gum, Hornbeam, todas ordenadas alfabéticamente hasta Oak Street y Poplar Street, justo antes de llegar a la cola del pescado. Allí, la punta sur de División Avenue se convierte en grava, luego en barro y por fin desaparece entre las arboledas del cabo de Waytansea. No es una mala descripción. Este es el aspecto del puerto cuando llegas por primera vez en el ferry procedente del continente: estrecho y alargado, parecido a la boca de un pescado, esperando para tragarte como en los relatos de la Biblia.

Si uno tiene el día libre, puede recorrer todo División Avenue. Desayunar en el hotel Waytansea, luego caminar una manzana hacía el sur y pasar por delante de la iglesia de Alder Streer. Pasar por delante de la casa de los Wilmot, la única casa que hay en East Birch Street, con dieciséis acres de jardin que llegan hasta el mar. Pasada la casa de los Burton en East juniper Street. Las arboledas están atiborradas de robles, todos altos y retorcidos como centellas cubiertas de musgo. El cielo por encima de División Avenue en verano está cubierto de capas verdes, densas y cambiantes de hojas de arce, roble y olmo.

Cuando uno viene aquí por primera vez cree que todas sus esperanzas y sueños se han hecho realidad. Que finalmente su...

Lo cierto es que, para una niña que solamente ha vivido en una casa con ruedas debajo, esto parece ese lugar especial y seguro donde va a vivir para siempre y donde la van a querer y a cuidar.

Para una niña que se sentaba en una alfombra de pelo con una caja de lápices de colores y dibujaba aquellas casas, unas casas que no había visto nunca. Simplemente dibujaba la forma en que se las imaginaba, con sus porches y sus ventanales de cristal de colores. Para la niña que un día vería aquellas casas en la vida real. Exactamente aquellas mismas casas. Unas casas que ella pensaba que solamente existían en su imaginación.

Desde que aprendió a dibujar, la pequeña Misty Marie ya conocía los secretos húmedos de las fosas sépticas de detrás de cada casa. Ya sabía que los cables que iban por dentro de las paredes eran viejos. Que estaban envueltos en tela aislante y ensartados dentro de tubos de porcelana y a lo largo de postes de porcelana. Podía dibujar el interior de todas las entradas de las casas, donde las familias de la isla marcaban los nombres y las estaturas de sus hijos.

Incluso desde el continente, desde el muelle para ferrys de Long Beach, al otro lado de tres millas de agua salada, la isla parecía el paraíso. Los pinos eran de un verde tan oscuro que parecían negros, las olas rompían contra las piedras marrones, parecía que todos sus sueños se habían hecho realidad. Protección. Silencio y soledad.

Hoy día, ese es el aspecto que tiene la isla para mucha gente. Para muchos forasteros ricos.

Para aquella niña que nunca había nadado en nada más grande que la piscina del poblado de caravanas, cegada por el exceso de cloro, que un día habría de coger el ferry hasta el puerto de Waytansea donde los pájaros cantaban y la luz del sol se reflejaba intensamente en las hileras interminables de ventanas del hotel. Para ella, que un día habría de oír el océano romper contra el costado del rompeolas y sentir el sol tan cálido y el viento limpio en el pelo, oler las rosas en flor... El romero y el tomillo...

Aquella adolescente patética que nunca había visto el océano ya había pintado los cabos y los acantilados que se elevaban por encima de las rocas. Y le habían salido perfectos.

Pobre pequeña Misty Kleinman.

Aquella chica llegó allí en calidad de novia y la isla entera salió a recibirla. Cuarenta o cincuenta familias, todas sonrientes y esperando turno para darle la mano. Cantó una coral de niños de la escuela primaria. Les tiraron arroz. Hubo una cena suntuosa en su honor en el hotel y todo el mundo brindó por ella con champán.

Desde la ladera de la colina que se elevaba sobre Merchant Street, desde las ventanas del hotel Waytansea, desde sus seis pisos, desde sus hileras de ventanas y sus porches acristalados, desde las líneas en zigzag de las buhardillas que sobresalían de su tejado inclinado, todo el mundo contempló su llegada. Todo el mundo la vio llegar a vivir a una de las grandes casas del vientre sombrío y flanqueado de árboles del pescado.

Una sola mirada a la isla de Waytansea y Misty Kleinman se creyó que ya podía mandar a freír espárragos a la palurda de su madre. A las mierdas de perro y a la alfombra de pelo largo, juró no volver a poner los pies en el viejo poblado de caravanas. Dejó de lado temporalmente sus planes de hacerse pintora.

Lo cierto es que cuando eres niña, incluso cuando eres un poco mayor, cuando tienes tal vez veinte años y vas a la facultad de bellas artes, no sabes nada del mundo real. Quieres creer a la gente que te dice que te quiere. Que lo único que quiere es casarse contigo y llevarte a casa para vivir en una isla perfecta y paradisíaca. En una casa enorme de piedra en East Birch Street. Que te dice que lo único que quiere es hacerte feliz.

Y que no, de veras, nunca te va a torturar hasta la muerte.

Y la pobre Misty Kleinman se dijo a sí misma que lo que quería no era hacer carrera como artista. Lo que de verdad quería, lo que siempre había querido, era la casa, la familia y la paz.

Luego llegó a la isla de Waytansea, donde todo era perfecto.

Y resultó que se había equivocado.

26 DE JUNIO

Llama un hombre desde el continente, desde Ocean Park, para quejarse de que le ha desaparecido la cocina.

Al principio es normal no darse cuenta. Después de vivir cierto tiempo en un sitio —una casa, un apartamento, un país—, a uno le acaba pareciendo demasiado pequeño.

Ocean Park, Oysterville, Long Beach, Ocean Shores, son todos pueblos del continente. La mujer del cuarto para la ropa desaparecido, el hombre del baño desaparecido... Son todos mensajes en el contestador, gente a quien le han remodelado la casa mientras estaba de vacaciones. Lugares del continente y gente de veraneo. Si tienes una casa de nueve dormitorios y solamente la ves dos semanas al año, puedes tardar varias temporadas en darte cuenta de que ha desaparecido una parte. La mayoría de esa gente tiene por lo menos media docena de casas. No son hogares, la verdad. Son inversiones. Tienen apartamentos en condominio y apartamentos en cooperativa. Tienen apartamentos en Londres y en Hong Kong. En cada zona horaria les espera un cepillo de dientes distinto. En cada continente tienen un montón de ropa sucia.

La voz que se queja en el contestador de Peter dice que tenía una cocina con fogones de gas. Un horno doble empotrado. Una nevera enorme de dos puertas.

Mientras lo escucha quejarse, tu mujer, Misty Marie, asiente con la cabeza: sí, por aquí han cambiado muchas cosas.

Antes, para coger el ferry lo único que tenías que hacer era ir al puerto. Pasaba cada media hora, salía hacia el continente y llegaba de vuelta. Cada media hora. Ahora tienes que hacer cola. Esperar turno. Esperar en el aparcamiento con una multitud de forasteros sentados en sus deportivos relucientes que no huelen a orina. El ferry viene y se va tres o cuatro veces antes de que tengas sitio para subir a bordo. Y tú, sentada todo ese tiempo bajo el sol tórrido, en medio de ese olor.

Tardas toda la mañana en salir de la isla.

Antes ibas al hotel Waytansea y encontrabas mesa junto a la ventana sin problemas. Antes nunca se veían desperdicios en la isla de Waytansea. Ni tráfico. Ni tatuajes. Ni narices con aros. Ni jeringuillas tiradas en la playa. Ni condones usados y pegajosos en la arena. Ni vallas publicitarias. Ni logotipos.

El hombre de Ocean Park ha dicho que la pared de su comedor está toda cubierta de paneles de roble y papel de pared a rayas azules. Que el zócalo y la moldura pintada y la moldura cóncava van perfectos y enteros de un rincón a otro. Que ha estado dando golpecitos y que la pared es sólida, mampostería de yeso sin mortero sobre obra de madera. Y en medio de esa pared perfecta es donde jura que estaba la puerta de la cocina.

El hombre de Ocean Park dice al teléfono:

—A lo mejor me equivoco, pero una casa tiene que tener cocina, ¿no? ¿No lo pone en la legislación de edificios o en algún sitio así?

La mujer de Seaview no echó en falta su cuarto para la ropa hasta que no pudo encontrar una toalla limpia.

El hombre de Ocean Park dice que ha cogido un sacacorchos del aparador del comedor. Ha hecho un agujerito con el sacacorchos allí donde recuerda que estaba la puerta de la cocina. Ha cogido del aparador un cuchillo para la carne y ha agrandado un poco el agujero. Tenía una linternita en el llavero, así que ha pegado la cara a la pared y ha mirado por el agujero que acababa de hacer. Ha fruncido los ojos y a través de la oscuridad ha visto una sala con palabras pintarrajeadas en las paredes. Ha fruncido los ojos y ha dejado que se le acostumbrara la vista y a través de la oscuridad ha conseguido leer nada más que fragmentos: «... poned un pie en la isla y moriréis... —dicen las pintadas—... alejaos lo más deprisa que podáis. Matarán a todos los hijos de Dios si así pueden salvar a los suyos...».

Donde antes había una cocina ahora dice: «...todos seréis sacrificados...».

El hombre de Ocean Park dice:

—Deberían venir a ver lo que he encontrado. —La voz del contestador dice—: Solamente la caligrafía ya compensa el viaje.

28 DE JUNIO

El comedor del hotel Waytansea se llama Comedor de Madera y Oro por sus paneles de nogal y su tapicería de brocado dorado. La repisa de la chimenea es de nogal tallado con morillos de latón pulimentado. Hay que mantener encendido el fuego incluso cuando viene viento del continente. Cuando eso pasa el humo da marcha atrás y sale a borbotones por el hogar. Salen humo y azufre hasta que hay que quitarles las pilas a todos los detectores de humo. Para entonces, el hotel entero ya huele un poco como si hubiera un incendio.

Cada vez que alguien te pide la mesa nueve o la mesa diez que hay junto a la chimenea y luego se quejan del humo y de que hace demasiado calor y te piden que les cambies de mesa, te tienes que tomar una copa. Nada más que un sorbo de lo que tengas a mano. A la gorda de tu mujer le va bien el jerez de cocinar.

Un día normal en la vida de Misty Marie, la reina de las esclavas.

Vuelve a ser el día más largo del año.

Es un juego al que puede jugar todo el mundo. No es más que el coma personal de Misty.

Un par de copas. Un par de aspirinas. Repetir.

Al otro lado de la chimenea del Comedor de Madera y Oro están las ventanas que dan a la costa. La mitad de la masilla que aisla los cristales se ha resecado y se ha resquebrajado de modo que el viento frío se cuela en el interior. Las ventanas sudan. La humedad interior de la sala se acumula en el cristal y gotea formando charquitos hasta que el suelo queda empapado y la alfombra huele tan mal como una ballena varada en la costa durante las dos últimas semanas de julio. Y en cuanto a la vista de afuera, el horizonte está taponado por vallas publicitarias, las mismas marcas, de comida rápida, de gafas de sol, de zapatillas de tenis —que uno ve impresas en los desperdicios— que hacen las veces de marca de la marea.

En todas las olas se ven colillas flotando.

Cada vez que alguien pide las mesas catorce, quince o dieciséis que hay junto a las ventanas y luego se quejan de las corrientes de aire frío y del hedor de la alfombra empapada y chapoteante, y por fin piden en tono irritado otra mesa, tienes que tomarte una copa.

BOOK: Diario. Una novela
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