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Authors: Andrea Hoyos

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico

¿Dormimos juntos? (3 page)

BOOK: ¿Dormimos juntos?
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Pausa.

Con su brazo estirado apoyando y sujetándome entre el cuello y el pecho, y su otra mano aún dentro, Borja hizo una pausa y me miró.

La pausa de control.

“Asumamos quien manda, asumamos quien se derrite”, parecía querer decir, pero yo, callada, no le podía dar la razón.

Y entonces vino. Se vino contra mí y se colocó la ingle contra mi cadera,

—Mira lo que has hecho, Andrea.

 

Y me agarró el culo por detrás y lo empujó hacia delante hasta que se me clava la cadera en su polla durísima.

—Tócala.

Lo dijo así, despacito, como si no lo estuviera pidiendo. Lo estaba ordenando.

Yo seguía callada, lánguida, inerte.

—Tócala, Andrea.

Esa impaciencia paternalista. Esa que implica: “haz lo que te digo, que es por tu bien”.

Callada.

Cogió mi mano y se le llevó encima de su pantalón.

—Tócala.

No lo ordenaba. O sí.

Pero yo cuando estoy callada no obedezco.

Aunque se me escapó el dedo índice, con un criterio propio, impresionado por el tamaño y la dureza, por la potencia de esa erección. Y él lo interpretó como era, y lo aprovechó: otra vez su mano dirigía la mía y ahora me la metía entre su ropa. Y me movió los dedos dentro.

“Seguimos aquí. No nos olvidamos de ti”, decían sus dedos.

Y mi mano le rozó por encima del calzoncillo, y Borja se estremeció pero no le era suficiente. Para nada.

Al revés: se impacientó. Me sacó la mano del pantalón, me la agarró más fuerte, me la dirigió mejor, me la volvió a meter. Por dentro.

Su polla estaba como una piedra, y empezaba a gotear, a gotear ternura en medio del poder del deseo. Y él seguía teniendo sus dedos, tres, dentro de mi coño, y los movía cada vez mejor y cada vez más dentro.

Y yo me rendí, agarrada a su polla, agarrada a sus dedos. Apoyándome en todo lo que él me quisiera meter dentro. Y empecé a gemir sin querer, que quería seguir callada y no podía.

Y entonces llamaron a la puerta.
Toc
,
toc
. Y al teléfono. Ya estaban aquí los ponentes. Teníamos que salir.

—Mira lo que has hecho, Andrea.

“Míralo”, me dijo otra vez, todavía con sus dedos dentro y con mi mano rodeándole la polla, sin aire, sin separación, sin nada que no fuera deseo.

—Y ahora tenemos que irnos.

Borja me alejó con su mano libre y me sujetó por el hombro, otra vez contra la pared. Mirando alternativamente mi cara y mi coño, mi cara y mi coño. Así movía sus dedos. Rápidos, ágiles, eficaces, expertos.

Los movía y yo le dejaba, y me movía con él, y me corrí, y él los sacó, los olió y sonrió triunfante, besándose la punta de sus propios dedos. Entonces, me sacó mi mano de su pantalón, se metió bien la camisa, movió la mano que había recuperado, la olió otra vez y me dijo:

—Me lo quedo. Me quedo tu olor.'

Salimos de la sala. Dimos dos besos al resto de ponentes. Hablamos algo, les dejamos hablar a ellos. Luego subimos a un escenario. Había público y todo. Hablamos todos. Yo poco y mal.

Él siempre mirándome. Yo sintiendo que mi mano también olía a su sexo. Me daba vergüenza, quería lavarme, pero no podía. Y a él no, él hablaba todo el rato con sus dedos delante de los labios, poniendo cara de intelectual interesante, y acabamos la ponencia, y él se fue con prisa y sonriente, y me dijo adiós moviendo esa misma mano.

—¿No te quedas un poco?—le pregunté casi suplicante.

—No puedo. Ya hablaremos.

Y se largó. Se largó y yo me quedé encendida, incendiada e histérica. Seguí hablando con alguien que no recuerdo. Y me tomé una copa con otro par que tampoco identifico bien. Y llegué a casa medio mareada, borracha, y sin haber visto en el móvil dos mensajes de él:

'Te huelo'

'Te sigo oliendo'

Y le grité que viniera y Borja, hijo de su madre, me dijo  'No, Andrea, ¿para qué? Si te tengo en la punta de los dedos'

A la mañana siguiente pasé horas concentrada, haciendo un enorme esfuerzo telepático para convencerle de que me viniera a buscar, que reservara un hotel, que me tapara los oídos, y me la metiera por todos lados y que me dejara exhausta y seca, pero él sólo me envió tres mensajes más.

'Se va tu olor'.

'Se está yendo'.

'Ya no te huelo'.

Y ya. Que tenía una comida, y una reunión, y una cena.

A la hora de comer, con lo bien que me habría venido irme a follar con él, me fui a yoga, a intentar entender por qué algunos te echan encima declaraciones de amor y te meten dentro los dedos y luego desaparecen. A intentar entender, también, por qué yo me presto.

No lo entendí.

La prueba es que aquí estoy. Escribiendo para entenderlo. Escribiendo para él.

Después de aquel despliegue masculino y feroz, digno de la mejor calientapollas que sólo tienen fama en femenino, Borja desapareció calculadamente dos días, tres, cuatro, cinco, seis. Al sexto, resucitó y me mandó el ordenador. Gran detalle. Lo mandó con su conductor. Un paquete precioso de esos que diseñaba Steve Jobs. Con todos los programas instalados y sin ticket regalo, que a Borja no se le devuelve nada, para eso toma ya él lo que quiere.

Un ordenador, una caja, y ya.

Ni una nota. Ni un
whatsapp
. Estrenábamos sistema de comunicación: “yo decido lo que te doy, tú te lo quedas sin rechistar”.

Al día siguiente me avisó mi jefa. “Borja, presidente de…, ya sabes, Borja el jefe general de nuestro jefe particular, ha pedido que estés en una comida. Creo que te van a convocar por mail”.

Sí, claro. Una comida como la de la mesa redonda. Una comida de polla, una comida de la moral.

—¿Y quién más va?

—No lo sé. A mí sólo me informan para que yo te lo comunique.

—Ya…

—Andrea, bonita, no me pongas caras. A mí me gustaría ir, y a ti sólo te invitan porque vas por la vida de escritora y de creativa, y hay gente que respeta más eso que el trabajo intelectual de verdad.

—Vale, perdona.

A veces es un hábito pedir perdón cuando no has hecho nada, pero es peor el hábito de los broncas: “las broncas”, dice siempre Borja, “son para los que las merecen y para los fuertes que pueden aguantarlas”.

En el caso de mi jefa quiero pensar que se cree que soy fuerte.

Da igual.

Fui al restaurante , la versión rica y hortera de mi japonés favorito, esperando encontrar un gran grupo de adoradores babeando frente a un Borja doctrinario. Pero no. Borja estaba solo en la parte más alta del local, vigilando y sabiéndose vigilado, relamiéndose, chulito, odioso.

—¿Y esto qué es?

—Una encerrona, Andrea, que parece mentira que me hagas recurrir a esto.

—¿Qué dices?

—Que llevas una semana sin llamarme.

—Es cierto, perdona, que me has llamado tú mil veces y se me ha pasado contestarte.

—Andrea, no seas sarcástica, que no te queda bien.

—Y tú no me vaciles, que a mi jefa no le gusta demasiado ser tu secretaria.

—Vale, Andrea, no te pongas pesada, que estás muy guapa. Déjame verte…

Y, tranquilamente, se agachó para contemplar mis piernas, la primera vez que las veía con falda desde que me conocía por dentro.

—Muy guapa. ¿Por qué llevas medias tan tupidas, Andrea?

—Porque tengo la regla y no quiero transparencias.


Ummm

—Borja…

—¿Qué?

—¿Qué quieres?

—Metértela sin condón.

—Que no, que qué quieres, que por qué me has traído aquí.

—Para verte, Andrea. Para estar contigo.

—No digas ‘Andrea’ en cada frase, anda, que pareces uno de esos aprendices de
PNL
que se creen que, de verdad, así el interlocutor se siente comprendido.

—Vale, mi vida.

—No digas “mi vida”.

—De acuerdo, mi amor.

—Borja, joder.

Me lanzó la carta por encima de la mesa. “Pide tú, que a mí no me gusta la comida japonesa y, además, sólo quiero comerte el coño”.

En algún momento, mientras recitaba
nigiris
,
makis
, sushis con y sin pijadas, y ganaba tiempo para, como siempre, decirle al camarero que trajera lo mejor, decidí no seguirle el juego.

Me gusta más Borja cuando es guarro que cuando pretende ser un caballero. No porque me gusten los macarras, sino porque me entiendo mejor con los tíos sinceros.

A Borja le pongo, mucho; pero no me quiere, nada.

Y yo calculaba si quería volver a la casilla de salida. Después de seis días de desintoxicación, sabiendo ya que él nunca iba cumplir sus promesas, ni siquiera a recordarlas, ¿quería volver a empezar, humedecerme, desearle, hacerle hueco…?

Vino el camarero y, casi de un salto, Borja cruzó la mesa y se sentó a mi lado guiñándole un ojo: “Aquí vienen todos mis enemigos, y lo que esta señorita y yo tenemos que decidir es confidencial, ¿verdad, Andrea?”.

Un camarero cómplice en el bote y, de repente, sin la cara de Borja delante descubrí dos mesas más allá a un hombre serio que me mira fijamente. Me sonreía, me miraba, se relamía.

—Borja, ¿soy una paranoica o tú le has contado a alguien lo que me hiciste el otro día?

Borja es buen psicólogo. Entiende rápido a los demás. Nada humano le es ajeno, supongo que porque tiene todos los defectos. Miró al mirón y negó con la cabeza.

“No, mi vida, es sólo que eres guapa y que estás irresistible. Ese tío te desea. Como yo. Como el camarero. Como todos tus lectores. ¿Te ha metido alguien más los dedos desde la última vez?”.

—Borja, por favor…

—Ah, no, que tienes la regla. Menos mal. Me habría puesto celoso.

—Borja, para. En serio.

—Paro.

—¿Qué quieres de mí? Porque lo de financiarme la excedencia está claro que no lo vas a hacer.

—Sí, mi vida. Lo que tú quieras.

—Borja, me exasperas.

—Y tú a mí me pones como loco.

—Para.

—Toca.

—Que no, Borja.

—Vale, te toco yo.

Y volvió a la carga con los dedos entre mi jersey y mi falda, como si me abrazara cariñoso, como si me empapara con cloroformo.

Aproveché la interrupción del camarero para despertarme, levantarme de un salto y huir. Al baño. Pasé, además, por delante de la mesa del mirón. Y… odio eso: que un tío que se ha pasado tres pueblos mirándote desde lejos, baje la cabeza, tímido y apocado, cuando te acercas.

“Capullo”, le grité por dentro, “levántate y sígueme. Dime que eres el hombre de mi vida y demuéstramelo en el baño. Ten un par de huevos. Venga, venga, venga… No ves que me está hipnotizando un hombre que hace conmigo lo que quiere y lo que quiere no es nada, mucho menos que el sexo. Ven, ven, ven…”.

Pero el mirón no vino y, cuando salí, me encontré a Borja en la puerta del baño de mujeres.

—¿Qué haces?

—No podía estar sin ti.

—Borja, déjame.

Borja es rico y perverso.

—Te dejo. Te dejo para luego.

Me fui hasta la mesa, le esperé, comimos sushi, y
nigiris
, y peces que se nos disolvían como polvo dentro de la boca. Disfruté y no bebí más que agua, y un té. Y no pensé.

—Tengo que volver al baño.

—¿Por qué?

—Ay, Borja…

—¿Por qué?

—A hacer pis y a cambiarme el
tampax
, ya que insistes.

—Vale.

—Ahora vuelvo.

Otra vez el mirón bajó la cabeza, otra vez Borja me escuchó lo que yo no había dicho. Me lo encontré en la puerta del baño de señoras. Un cuarto amplio y limpísimo con dos reservados.

—No salgas, Andrea.

—Borja…

—No vamos a tardar, mi vida.

—Borja…

—Me tienes que dejar. Por una vez que te veo con la regla y…

—Borja…

—Cállate, Andrea, cállate, que hoy no te voy a chupar, pero sí te la voy a meter entera, y me voy a correr dentro de ti, y me voy a correr contigo.

—(…)

—Cállate.

Me cogió en brazos, rápido y fuerte, nos metió el bulto enlazado que éramos en una de las dos puertas, me bajó las medias y las bragas, y tiró del cordón del
tampax
. Y yo mirándole, atónita, y él sosteniéndome de pie, con una mano sujetando mis dos brazos en alto, mientras su otra mano se desabrochaba los pantalones y sacaba una polla enorme, que se movía hacia mí, como imantada.

“Mierda”, llegué a pensar, “’imantada’ es justo la palabra que él usa. Estoy cayendo en su juego”.

Pero estaba cayendo en otro lugar. Borja me sujetaba en la punta de su polla, tal cual, con solo la fuerza del pene, enhiesto.

“‘Enhiesto’ es otra palabra que pensé que jamás usaría”, me dije también.

Y Borja me dio otro empujón y sentí sus huevos en mi clítoris y la punta de su polla en mi espalda, me estaba ensartando, literalmente, y yo me sujetaba sólo con él y por él.

“Mierda”, pensé otra vez. “En un baño no. Borja, ¿es que nunca vamos a hacer el amor tumbados, abrazados, como si nos quisiéramos?”.

Eso lo debí decir en alto, porque Borja contestó.

—Hoy, desde luego, no.

Empujón.

—Hoy…

(empujón)

—…te estoy follando…

(empujón)

—…en un puto cuarto de baño…

(empujón)

—…y, Andrea…

(empujón)

—…te está gustando…

Borja se corrió a la vez que yo, y yo me desmayé sobre él, avergonzada y satisfecha, alucinando por la experiencia, por el orgasmo, por su sinceridad, por su destreza…

Se recompuso rápido y me levantó la cara cogiéndome la barbilla entre los dedos.

“Andrea, yo te quiero”.

Y se subió la cremallera, y salió, perfectamente recompuesto.

Cinco minutos más tarde salí yo y me lo encontré charlando con el mirón, sonriente y tranquilo.

“Mira, Andrea, te presento a mi cuñado. Le estaba contando que eres escritora y que sólo hay una cosa mejor que follar contigo…”

—…que los demás crean que lo hago, que la escritoras la chupáis con todas las letras.

Su cuñado, si lo era, bajó la cabeza, yo cogí mi bolso y me fui, y Borja me alcanzó a grandes y lentos pasos.

—Mi vida…

—Vete a la mierda.

La humillación ya no es lo que era.

Yo ya sabía que el poder no es del que da, sino del que niega.

El poder es del que dice que no. Del que no llama, el que no contesta, el que no puede quedar.

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