Read Dune. La casa Harkonnen Online

Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (23 page)

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
6.55Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Últimamente había oído rumores sobre el sueño fremen de un Arrakis verde, típicos mitos edénicos del tipo propagado a menudo por la Missionaria Protectiva. Podía ser una pista de las hermanas desaparecidas. Sin embargo, no era extraño que un pueblo enfrentado a un entorno hostil desarrollara sueños particulares de un paraíso, incluso sin necesidad de que las Bene Gesserit los alentaran. Habría sido interesante comentar esas historias con el planetólogo Kynes, y tal vez preguntarle quién podía ser el misterioso «Umma» de los Fremen. No tenía ni idea de cómo estaba relacionado todo eso.

El halcón del desierto alzó el vuelo, aprovechando las corrientes de aire cálido, y planeó.

Margot tomó un sorbo de té de melange. El calor tranquilizador de su esencia de especia llenó su boca. Aunque llevaba doce años viviendo en Arrakis, consumía especia con moderación para no convertirse en una adicta cuyo color de ojos se alteraba. No obstante, la melange potenciaba por las mañanas su capacidad de percibir la belleza natural de Arrakis. Había oído decir que la melange nunca sabía igual dos veces, que era como la vida, cambiaba cada vez que uno la consumía…

El cambio era un concepto esencial del planeta, una clave para la comprensión de los fremen. Arrakis siempre parecía igual, una desolación que se extendía hasta el infinito. Pero el desierto era mucho más que eso. El ama de llaves fremen de Margot lo había sugerido un día: «Arrakis no es lo que parece, mi señora». Palabras estimulantes.

Algunos decían que los fremen eran extraños, suspicaces y malolientes. Los forasteros hablaban con ojo crítico y lengua viperina, sin compasión ni ganas de comprender a la población indígena. Sin embargo, Margot consideraba muy intrigante las peculiaridades de los fremen. Quería averiguar más sobre su feroz independencia para entender su forma de pensar y cómo sobrevivían en Arrakis. Si llegaba a conocerles mejor, cumpliría su misión con más eficacia.

Podría averiguar las respuestas que necesitaba.

Al estudiar a los fremen que trabajaban en la mansión, Margot identificó parecidos apenas discernibles en lenguaje corporal, inflexión vocal y olor. Si los fremen tenían algo que decir, y si pensaban que su interlocutor merecía saberlo, lo revelaban. De lo contrario se dedicaban a sus tareas con diligencia, la cabeza gacha, y desaparecían en el tapiz de su sociedad como granos de arena en el desierto.

Para obtener respuestas, Margot había pensado en formular sus preguntas sin disimulos, exigir información sobre las hermanas desaparecidas, con la confianza de que los criados de la mansión trasladarían su petición al desierto. Pero sabía que los fremen se limitarían a desvanecerse, reacios a coacciones.

Quizá debería poner al desnudo sus puntos vulnerables para conseguir su confianza. Al principio, los fremen se quedarían sorprendidos, y después confusos… y quizá desearían colaborar con ella.

Mi único compromiso es con la Hermandad. Soy una Bene Gesserit leal.

Pero ¿cómo comunicarse sin ponerse en evidencia, sin despertar sospechas? Pensó en escribir una nota y dejarla en un lugar donde fuera fácil encontrarla. Los fremen siempre estaban escuchando, siempre recogían información, a su manera furtiva.

No, Margot tendría que ser sutil, además de tratarlos con respeto. Tendría que incitarles.

Entonces recordó una práctica peculiar que la Otra Memoria le trajo desde siglos atrás… ¿o se trataba de una anécdota que había leído mientras estudiaba en Wallach IX? Daba igual. En la Vieja Tierra, en una sociedad basada en el honor conocida como Japón, existía la tradición de contratar a asesinos ninja, sigilosos pero eficaces, con el fin de eludir embrollos legales. Cuando una persona deseaba contratar los servicios de los misteriosos asesinos, iba a un muro concreto, se ponía de cara a él y susurraba el nombre de la víctima y la suma ofrecida. Aunque invisibles, los ninjas siempre escuchaban, y el contrato quedaba establecido.

En la residencia, los fremen siempre estaban escuchando.

Margot dejó caer su pelo rubio sobre los hombros, se aflojó el elegante vestido de seda y salió al vestíbulo que daba acceso a sus aposentos. En la inmensa mansión, incluso a primeras horas de la mañana, siempre había gente en movimiento, limpiando, barriendo, sacando brillo.

Margot se detuvo en el atrio central y alzó la vista hacia el techo arqueado. Habló en voz baja y templada, a sabiendas de que la arquitectura de la antigua residencia creaba una galería de suspiros. Algunos la oirían, en diversos lugares. No sabía quién, ni tampoco intentaría identificarles.

—Las hermanas de la Bene Gesserit, a las cuales represento aquí, albergan el mayor respeto y admiración por las costumbres fremen. Y yo, personalmente, estoy interesada en vuestros asuntos. —Esperó a que los tenues ecos se desvanecieran—. Si alguien puede oírme, tal vez poseo información que transmitir sobre el
Lisan al-Gaib
, información que desconocéis en este momento.

El
Lisan al-Gaib
, o Voz del Mundo Exterior, era un mito fremen relacionado con una figura mesiánica, un profeta que guardaba sorprendentes paralelismos con los planes de la Hermandad. Era evidente que alguna representante anterior de la Missionaria Protectiva había introducido la leyenda como precursora de la llegada del Kwisatz Haderach de la Bene Gesserit. Tal preparativo se había llevado a cabo en incontables planetas del Imperio. No cabía duda de que sus comentarios despertarían el interés de los fremen.

Vio una sombra fugaz, un manto de color pardusco, una piel correosa.

Aquel día, más tarde, mientras observaba a los trabajadores fremen enfrascados en sus tareas domésticas, Margot pensó que la miraban con una intensidad diferente, que la analizaban en lugar de desviar sus ojos azules sobre fondo azul.

Se dispuso a esperar, con la suprema paciencia de una Bene Gesserit.

25

La humillación es algo que nunca se olvida.

R
EBEC DE
G
INAZ

La siguiente isla de la escuela de Ginaz fueron los restos de un antiguo volcán, una costra yerma surgida del agua y dejada secar al sol tropical. El poblado instalado dentro del cuenco del cráter seco parecía otra colonia penal.

Duncan se encontraba en posición de firmes sobre el campo de ejercicios de piedra, junto con ciento diez jóvenes más, incluido el pelirrojo recluta de Grumman, Hiih Resser. De los ciento cincuenta primeros, treinta y nueve no habían superado las pruebas iniciales.

Duncan se había rapado su rizado cabello negro, y vestía el suelto
gi
negro de la escuela. Cada estudiante portaba el arma que había llevado consigo a Ginaz, y Duncan ceñía la espada del viejo duque, pero aprendería a depender sobre todo de sus habilidades y reacciones, no de un talismán que le recordaba su hogar. El joven se sentía a gusto, fuerte y dispuesto. Ardía en deseos de iniciar su adiestramiento, de una vez por todas.

Dentro del complejo del cráter, el entrenador jefe de los principiantes se identificó como Jeh-Wu. Era un hombre musculoso, de nariz redonda y barbilla huidiza, que le daba la apariencia de una iguana. Su largo cabello oscuro estaba recogido en trenzas similares a serpientes.

—La Promesa —dijo—. ¡Al unísono, por favor!

—A la memoria de los maestros espadachines —entonaron Duncan y los demás estudiantes—, en alma, corazón y mente nos juramentamos sin condiciones, en el nombre de Jool-Noret. El honor es la esencia de nuestro ser.

Siguió un momento de silencio, mientras pensaban en el gran hombre que había establecido los principios sobre los cuales se había fundado Ginaz, y cuyos restos sagrados todavía podían verse en el alto edificio administrativo de la isla principal.

Mientras seguían firmes, el instructor fue pasando de fila en fila, examinando a los candidatos. Jeh-Wu adelantó la cabeza y se detuvo ante Duncan.

—Desenvaina tu espada. —Hablaba ginazee, y un delgado collar púrpura que rodeaba su cuello traducía sus palabras al galach.

Duncan obedeció, y entregó la espada del viejo duque con la empuñadura por delante. Las cejas de Jeh-Wu se arquearon bajo la masa de trenzas que colgaban como nubes de tormenta sobre su cabeza.

—Estupenda hoja. Maravillosa metalurgia. Damacero puro.

Flexionó la hoja con pericia, la dobló hacia atrás y la soltó, de modo que volvió a su posición primitiva con una vibración semejante a la de un diapasón golpeado.

—Se dice que cada hoja de damacero recién forjada se templa en el cuerpo de un esclavo. —Jeh-Wu hizo una pausa. Sus trenzas parecían serpientes dispuestas a atacar—. ¿Eres lo bastante idiota para creer estupideces como esa, Idaho?

—Eso depende de si es verdad o no, señor.

El maestro le dedicó por fin una leve sonrisa, pero no contestó a Duncan.

—Tengo entendido que esta es la espada del duque Paulus Atreides, ¿no es así? —Entornó los ojos y habló con voz más afectuosa—. Procura ser digno de ella.

La deslizó en la vaina de Duncan.

—Aprenderás a luchar con otras armas, hasta que estés preparado para esta. Ve a la armería y elige una espada pesada, y después ponte una armadura de cuerpo entero, a la usanza medieval. —La sonrisa de Jeh-Wu pareció más siniestra en su rostro de iguana—. La necesitarás para la lección de esta tarde. Voy a dar ejemplo contigo.

En el campo de piedra pómez y grava del cráter, rodeado de imponentes riscos, Duncan Idaho avanzó penosamente con su armadura de cuerpo entero. La cota entorpecía su visión periférica y le obligaba a mirar al frente por la ranura. El metal se ceñía a su cuerpo, y experimentaba la sensación de que pesaba cientos de kilos. Sobre su cota de malla llevaba hombreras, gola, peto, espinilleras, coraza y faldar. Portaba una enorme espada, que debía sostener con ambas manos.

—Párate ahí. —Jeh-Wu señaló una zona de grava apisonada—. Piensa en cómo vas a luchar con ese atavío. No es tarea sencilla.

Al cabo de poco rato, el sol de la isla convirtió su armadura en un horno claustrofóbico. Duncan, que ya sudaba, se esforzó en atravesar el terreno irregular. Apenas podía flexionar brazos y piernas.

Ninguno de los demás estudiantes exhibían armaduras similares, pero Duncan no se sentía afortunado.

—Preferiría llevar un escudo personal —dijo, con la voz ahogada por el casco resonante.

—Levanta tu arma —ordenó el maestro.

Duncan, como un prisionero encadenado, alzó con torpeza la espada. Con esfuerzo, consiguió ceñir los rígidos guanteletes alrededor del pomo.

—Recuerda, Duncan Idaho, que llevas la mejor armadura… En teoría, la ventaja más importante. Ahora, defiéndete.

Oyó un grito procedente de un punto más allá de su limitado campo de visión, y de repente se vio rodeado por los demás estudiantes. Le machacaron con espadas convencionales que resonaban contra la chapa de acero. Sonaba como una granizada brutal sobre un delgado tejado metálico.

Duncan se volvió y atacó con su espada, pero se movió con excesiva lentitud. El pomo de una espada se estrelló contra su casco, y sus oídos zumbaron. Aunque dio otra media vuelta, apenas podía ver a sus contrincantes a través de la ranura del casco, y esquivaron con facilidad sus mandobles. Otra hoja golpeó su hombrera. Cayó de rodillas y luchó por incorporarse.

—Defiéndete, Idaho —dijo Jeh-Wu, al tiempo que enarcaba las cejas en señal de impaciencia—. No te quedes parado ahí.

Duncan no quería hacer daño a los demás estudiantes con su enorme espada, pero ninguno de sus mandobles alcanzaron su objetivo. Los estudiantes cargaron de nuevo sobre él. El sudor cubría su piel y puntitos negros bailaban ante sus ojos. La atmósfera dentro del casco era asfixiante.

¡Puedo luchar mejor!

Duncan respondió con más energía, y los estudiantes esquivaron sus mandobles y golpes laterales, pero la pesada armadura le impedía moverse con libertad. El rugido de su respiración y el latido de su corazón sonaban ensordecedores a sus oídos.

El ataque prosiguió, hasta que por fin se derrumbó sobre la grava. El maestro se adelantó y le quitó el pesado yelmo. Duncan parpadeó debido al sol cegador. Jadeó y sacudió la cabeza, de forma que gotas de sudor salieron proyectadas en el aire. La pesada armadura le aplastaba contra el suelo como el pie de un gigante.

Jeh-Wu se irguió sobre él.

—Tenías la mejor armadura de todos, Duncan Idaho. También tenías la espada más grande. —El maestro contempló su forma indefensa y esperó a que reflexionara—. Sin embargo has fracasado por completo. ¿Te importaría explicar por qué?

Duncan permaneció en silencio. No adujo excusas por la vergüenza y los abusos que había sufrido durante el ejercicio. Estaba claro que un hombre debía soportar y superar muchas penalidades durante la vida. Aceptaría la adversidad y la utilizaría para madurar. La vida no siempre era hermosa.

Jeh-Wu se volvió hacia los demás estudiantes.

—Decidme qué lección habéis aprendido.

Un estudiante bajo y de piel oscura, procedente del planeta artificial de Al-Dhanab, ladró:

—Unas defensas perfectas no siempre significan una ventaja. La protección absoluta puede convertirse en un impedimento, porque limita en otros aspectos.

—Bien. —Jeh-Wu se pasó un dedo por una cicatriz de su barbilla—. ¿Alguien más?

—La libertad de movimientos constituye mejor defensa que una engorrosa armadura —dijo Hiih Resser—. El halcón está más a salvo de ataques que una tortuga.

Duncan se obligó a levantarse, y envainó la pesada espada con irritación. Su voz sonó ronca.

—Y el arma más grande no siempre es la más mortífera.

El maestro le miró, con las trenzas cayendo alrededor de su rostro, y le dedicó una sonrisa sincera.

—Excelente, Idaho. Es posible que consigas aprender algo aquí.

26

Aprende a reconocer el futuro de la misma forma que un Timonel identifica las estrellas que le guían y corrige el curso de su nave. Aprende del pasado; nunca lo utilices como un ancla.

S
IGAN
V
ISEE
, Instructor jefe, Escuela de Navegantes de la Cofradía

Bajo las grutas de la ciudad de Ix, los caldeados túneles subterráneos estaban iluminados de rojo y naranja. Generaciones antes, los arquitectos ixianos habían horadado pozos en el manto fundido del planeta, que hacían las veces de bocas hambrientas para los desperdicios industriales. El aire sofocante olía a productos químicos acres y a sulfuro.

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
6.55Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

One Second After by William R. Forstchen
Isn't She Lovely by Lauren Layne
Immortal Trust by Claire Ashgrove
Sunday Kind of Love by Dorothy Garlock
Fear the Abyss: 22 Terrifying Tales of Cosmic Horror by Post Mortem Press, Harlan Ellison, Jack Ketchum, Gary Braunbeck, Tim Waggoner, Michael Arnzen, Lawrence Connolly, Jeyn Roberts
Bird by Bird by Anne Lamott
Un inquietante amanecer by Mari Jungstedt