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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Bastón Rúnico (14 page)

BOOK: El Bastón Rúnico
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Hawkmoon llegó a la conclusión de que no podía hacer nada, excepto obedecer la orden del conde Brass, aunque era muy probable que, al haber descubierto el propósito de su presencia allí, el conde se mostrara tan vengativo como los lores de Granbretan. En cualquier caso. Hawkmoon se encontraba metido en una situación muy desagradable.

Cuando la habitación se fue oscureciendo y cayó la noche, Hawkmoon se levantó y bajó al salón principal. Estaba vacío. Miró a su alrededor a la débil luz de la chimenea encendida, preguntándose si acaso no le habrían inducido a meterse en alguna clase de trampa.

Entonces apareció Bowgentle por la puerta más alejada y le sonrió. Vio que los labios de Bowgentle se movían, pero no escuchó ningún sonido que surgiera de ellos. A continuación, Bowgentle se detuvo como si estuviera escuchando la respuesta de Hawkmoon y él se dio cuenta de que aquello no era más que una pantomima destinada a engañar a quienes les observaban gracias al poder de la Joya Negra.

Al escuchar unos pasos tras él, no se volvió, sino que aparentó replicar a la silenciosa conversación mantenida con Bowgentle.

Entonces, el conde Brass le habló a su espalda:

—Sabemos lo que es la Joya Negra, milord duque. Sabemos que los de Granbretan os indujeron a venir aquí, y creemos conocer el propósito de vuestra visita. Os explicaré…

Hawkmoon se sintió impresionado ante lo inverosímil de aquella situación en la que Bowgentle aparentaba estar hablando, sin decir nada, mientras que la profunda voz del conde surgía de alguna parte situada a su espalda.

—Cuando llegasteis al castillo de Brass —siguió diciendo el conde Brass—, me di cuenta de que la Joya Negra era algo más de lo que vos decíais…, aunque ni vos mismo os dierais cuenta. Me temo que los del Imperio Oscuro me han valorado en muy poco, puesto que he estudiado tanta hechicería como ellos mismos y poseo un antiguo documento en el que se describe la máquina de la Joya Negra. Sin embargo, no sabía si erais una víctima consciente o inconsciente de la joya, y tenía que descubrirlo sin que los granbretanianos se dieran cuenta. Así pues, la noche del banquete le pedí a sir Bowgentle que camuflara una runa en forma de una sucesión de versos aparentemente suyos. El propósito de dicha runa consistía en privaros de vuestra conciencia, para así poder privaros también de la joya, de modo que pudiéramos estudiaros sin que se dieran cuenta los lores del Imperio Oscuro.

Confiábamos en que os creyeran borracho y no relacionaran vuestra repentina pérdida de conciencia con las rimas de Bowgentle. Así, Bowgentle empezó a pronunciar su runa, destinada exclusivamente a vuestros oídos. Ello sirvió para haceros entrar en un coma profundo. Mientras dormíais. Bowgentle y yo nos las arreglamos para introducirnos en vuestra mente interior, profundamente enterrada… como la de un animal asustado que excava un agujero tan profundo que, una vez allí, empieza a sofocarse casi hasta morir. Ciertos acontecimientos ya habían contribuido a conseguir que vuestra mente interior se acercara a la superficie un poco más de lo que había estado en Granbretan, y de ese modo pudimos interrogarla.

Descubrimos así la mayor parte de lo que os había ocurrido en Londra, y cuando supe la misión que os había traído aquí estuve a punto de deshacerme de vos. Pero entonces me di cuenta de que en vuestro interior se desarrollaba un conflicto… del que vos apenas si erais consciente. En el caso de que ese conflicto no hubiera surgido a la luz, yo mismo os habría matado, o habría permitido que la Joya Negra cumpliera su cometido.

Hawkmoon, que aparentaba contestar a la inexistente conversación con Bowgentle, se estremeció a pesar de sí mismo.

—Sin embargo —siguió diciendo el conde Brass —, llegué a la conclusión de que no se os podía acusar por lo ocurrido y de que, al mataros, podía destruir a un enemigo potencialmente poderoso de Granbretan. Aun cuando permanezco neutral, Granbretan me ha ofendido demasiado como para enviar a la muerte a una persona de vuestras características. Así, hemos imaginado esta situación con el exclusivo propósito de informaros sobre lo que sabemos, y también para deciros que hay esperanza. Poseo los medios necesarios para anular temporalmente el poder de la Joya Negra. En cuanto yo haya terminado, acompañaréis a Bowgentle a mis habitaciones del sótano, donde yo haré lo que tenga que hacer. Disponemos de poco tiempo antes de que los lores de Granbretan pierdan la paciencia y liberen toda la fuerza vital de la joya en vuestra cabeza…

Hawkmoon escuchó alejarse los pasos del conde Brass. Entonces, Bowgentle sonrió y dijo en voz alta:

—De modo que si queréis acompañarme, milord, os mostraré algunas de las partes del castillo que no habéis visitado todavía. Pocos invitados han visitado las cámaras privadas del conde Brass.

Hawkmoon se dio cuenta de que aquellas palabras habían sido pronunciadas en beneficio de los vigilantes de Granbretan. Sin duda alguna, Bowgentle confiaba en estimular así su curiosidad y ganar algo más de tiempo.

Bowgentle le indicó el camino hacia un pasillo que terminó en lo que aparentemente era un muro sólido cubierto de tapices. Apartó los tapices a un lado y tocó un pequeño clavo introducido en la piedra del muro. Inmediatamente, una sección del muro empezó a refulgir y después se desvaneció, poniendo al descubierto un portal a través del cual podía pasar un hombre agachando la cabeza. Hawkmoon lo cruzó, seguido por Bowgentle, y se encontró en una pequeña estancia cuyos muros aparecían cubiertos por antiguos gráficos y diagramas. Abandonaron esta estancia y entraron en otra más grande.

Contenía una gran cantidad de aparatos alquímicos, con las paredes cubiertas de estanterías llenas de enormes volúmenes antiguos de química, hechicería y filosofía.

—Por aquí —murmuró Bowgentle apartando una cortina tras la que se extendía un pasillo oscuro.

—Hawkmoon aguzó la mirada tratando de distinguir algo en la oscuridad, pero le fue imposible. Avanzó precavidamente por el pasillo que, de repente, cobró vida con una luz cegadora muy potente.

Revelada en forma de silueta vio la amenazante figura del conde Brass, que sostenía un arma extraña en las manos, apuntada hacia la cabeza de Hawkmoon.

Hawkmoon jadeó y trató de hacerse a un lado, pero el pasillo era demasiado estrecho.

Se produjo un crujido que pareció romperle los tímpanos, seguido por un sonido extraño, zumbante y melodioso, y cayó hacia atrás, perdiendo el conocimiento.

Hawkmoon se despertó y se encontró envuelto en una suave luz dorada, experimentando una asombrosa sensación de bienestar físico. Sentía completamente vivas toda su mente y su cuerpo, como si jamás hubiera estado vivo con anterioridad.

Sonrió y se desperezó. Estaba tumbado sobre un banco de metal y se encontraba solo.

Levantó una mano y se tocó la frente. La Joya Negra seguía estando allí, pero su textura había cambiado. Ahora ya no la percibía como carne, y tampoco poseía aquel extraño calor antinatural. Ahora la sentía como una joya ordinaria, dura, lisa y fría.

Se abrió una puerta y el conde Brass entró, mirándole con una expresión de satisfacción en su semblante.

—Siento haberos alarmado tanto ayer por la noche —dijo—, pero tenía que actuar con rapidez, paralizar el poder de la Joya Negra y aprisionar la fuerza vital que contenía.

Ahora poseo esa fuerza vital, obtenida tanto por medios físicos como de hechicería. Sin embargo, no puedo contenerla para siempre. Es demasiado fuerte. En algún momento se escapará y regresará a la joya que seguís teniendo en la frente, sin que importe el lugar donde os encontréis.

—De modo que sólo es un alivio temporal y no estoy a salvo —dijo Hawkmoon—. ¿Cuánto tiempo durará esa situación?

—No estoy seguro. Por lo menos seis meses… Es posible que un año…, o incluso dos.

Pero entonces sólo será cuestión de horas. No debo engañaros, Dorian Hawkmoon, pero sí puedo daros una esperanza adicional. Existe un hechicero en el Oriente que podría quitaros la Joya Negra de la cabeza. Es un oponente del Imperio Oscuro y podría ayudaros si pudierais encontrarlo. —¿Cómo se llama?

—Malagigi de Hamadán. —¿Es de Persia ese hechicero?

—En efecto —asintió el conde Brass—. Está tan lejos que casi está fuera de vuestro alcance.

—Bien —dijo Hawkmoon con un suspiro, incorporándose —, en tal caso sólo puedo confiar en que vuestra hechicería dure el tiempo suficiente para sostenerme durante una temporada. Abandonaré vuestro territorio, conde Brass, y me dirigiré hacia Valence para unirme allí al ejército que se está formando para luchar contra Granbretan. Aunque no pueda ganar la batalla, al menos me llevaré conmigo unos cuantos perros del reyemperador a modo de venganza por todo lo que me han hecho.

—Os devuelvo la vida e inmediatamente decidís sacrificarla —dijo el conde Brass sonriendo—. Yo os sugeriría que reflexionarais durante algún tiempo antes de tomar ninguna decisión. ¿Cómo os sentís ahora, milord duque?

Dorian Hawkmoon osciló las piernas fuera del banco y volvió a desperezarse.

—Despierto —contestó —, como si fuera un hombre nuevo… —Frunció el ceño y añadió—: Ah…, como un hombre nuevo… Y estoy de acuerdo con vos, conde Brass —murmuró reflexivamente —. La venganza puede esperar hasta que se me ocurra un plan algo más sutil.

—Al salvaros os he privado de vuestra juventud —dijo el conde Brass, casi con tristeza—. Ya no volveréis a conocerla jamás.

6. La batalla de Camarga

—No se extienden ni hacia el este ni hacia el oeste —dijo Bowgentle una mañana, unos dos meses más tarde—, sino que avanzan directamente hacia el sur. No cabe la menor duda, conde Brass, de que se han dado cuenta de la verdad y tienen el propósito de vengarse de vos.

—Quizá su venganza vaya dirigida contra mí —dijo Hawkmoon desde donde estaba sentado, en un cómodo sillón situado junto al fuego de la chimenea—. Si yo saliera a su encuentro, es posible que se dieran por satisfechos. No cabe la menor duda de que me consideran un traidor.

—Por lo que conozco al barón Meliadus —dijo el conde Brass sacudiendo la cabeza—, creo que ahora desea la sangre de todos nosotros. El y sus lobos marchan al frente de los ejércitos. No se detendrán hasta que no hayan llegado a nuestras fronteras.

Von Villach se volvió desde la ventana donde había estado mirando la ciudad.

—Dejadlos acercarse. Los borraremos de un plumazo, del mismo modo que el mistral se lleva las hojas de los árboles.

—Esperemos que así sea —dijo Bowgentle con expresión de duda—. Sus fuerzas son masivas. Da la impresión de que están ignorando por primera vez sus tácticas habituales. —¡Qué tontos! —exclamó el conde Brass—. Siempre les he admirado por la forma en que solían extenderse, describiendo un amplio semicírculo. De ese modo, siempre podían reforzar su retaguardia antes de avanzar. Ahora se van a encontrar con territorios todavía no conquistados situados en sus dos flancos, y también con ejércitos enemigos capaces de cortarles la retaguardia. Si les derrotamos lo pasarán muy mal para poder retirarse. La sed de venganza que siente el barón Meliadus contra nosotros le ha privado de su buen sentido.

—Pero si ganan —dijo Hawkmoon con suavidad—, habrán creado un camino de penetración que llegará de un océano a otro, y de ese modo el resto de sus conquistas será más fácil.

—Es posible que Meliadus justifique su acción de ese modo —admitió Bowgentle—.

Me temo que podría tener razón al anticipar tal desenlace. —¡Tonterías! —gruñó Von Villach —. Nuestras torres resistirán los embates de Granbretan.

—Han sido diseñadas para resistir un ataque por tierra —señaló Bowgentle —. Pero no hemos tenido en cuenta las naves aéreas del Imperio Oscuro.

—Disponemos de nuestro propio ejército aéreo —observó el conde Brass.

—Sí, pero los flamencos no son de metal —replicó Bowgentle. Hawkmoon se levantó de su asiento. Seguía llevando el peto de cuero negro y los grebones que le había entregado Meliadus. El cuero crujió al moverse.

—Dentro de unas pocas semanas, los ejércitos del Imperio Oscuro estarán ante nuestras puertas —dijo —. ¿Qué preparativos debemos hacer?

—En primer lugar, debemos estudiar esto —dijo Bowgentle tocando el gran mapa que llevaba enrollado bajo el brazo.

—Extendedlo sobre esa mesa —dijo el conde Brass señalándola.

Cuando Bowgentle extendió el mapa, utilizando copas de vino para sostener las esquinas, el conde Brass, Hawkmoon y Von Villach se reunieron a su alrededor. El mapa mostraba los territorios de Camarga, así como algunos cientos de kilómetros de la tierra que los rodeaba.

—Sus ejércitos avanzan siguiendo más o menos la orilla oriental del río —dijo el conde Brass indicando la ondulante línea del Ródano—. Por lo que nos ha dicho el mensajero, dentro de una semana deberían estar aquí. —Su dedo señaló las colinas que rodeaban Cevennes—. Debemos enviar exploradores para asegurarnos de conocer todos sus movimientos con anticipación. Después, cuando lleguen a los límites de nuestro territorio, deberemos agrupar todas nuestras fuerzas exactamente en la posición correcta.

—Es posible que envíen por delante a sus ornitópteros —señaló Hawkmoon —. ¿Qué haremos entonces?

—Mantendremos en el aire a nuestros propios exploradores aéreos, y de ese modo podremos descubrirlos anticipadamente —gruñó Von Villach—. Y las guarniciones de las torres podrán entendérselas con ellos si los flamencos no pueden.

—Nuestras fuerzas actuales son escasas —observó Hawkmoon—, de modo que dependeremos casi por completo de esas torres, que tendrán que limitarse a desarrollar una acción netamente defensiva.

—Eso es todo lo que necesitamos hacer —puntualizó el conde Brass—. Esperaremos dentro de nuestras fronteras, distribuyendo fuerzas de infantería para rellenar los huecos existentes entre las torres, y utilizaremos heliógrafos y otros señalizadores para dirigir la potencia de fuego de las torres hacia donde más se necesite.

—De ese modo sólo vamos a intentar detener su ataque contra nosotros —dijo Bowgentle con una ligera entonación sarcástica—. No tenemos más intención que la de resistir.

—Exactamente, Bowgentle —admitió el conde Brass mirándole y frunciendo el ceño—.

Seríamos unos estúpidos si pretendiéramos atacarles… Somos demasiado pocos contra muchos. Nuestra única esperanza de supervivencia consiste en depender de las torres y demostrarle al rey–emperador y a sus lacayos que en Camarga podemos resistir cualquier cosa que intente, ya se trate de una batalla abierta o de un largo asedio, o de un ataque por tierra, mar o aire. Sería una insensatez extender nuestras fuerzas más allá de nuestras fronteras. —¿Y qué decís vos, amigo Hawkmoon? —preguntó Bowgentle —. Sois el único que tenéis experiencia de combate con el Imperio Oscuro.

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