Read El caballero del rubí Online

Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

El caballero del rubí (32 page)

BOOK: El caballero del rubí
6.07Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Se comporta así a menudo? —preguntó el conde, poniéndose en pie.

—Con frecuencia.

—El tiempo apremia, caballeros —recordó Sephrenia llena de impaciencia, golpeando el suelo con el pie.

—Venid conmigo —dijo el conde, renunciando a argüir. Los condujo al pasillo cubierto de telarañas—. La entrada de la bodega es por ahí. —Señaló un angosto pasadizo y reemprendió la marcha. Después sacó una llave de hierro del jubón y abrió una estrecha puerta—. Necesitaremos luz —advirtió.

Kurik sacó una antorcha del aro que la soportaba en la pared y se la tendió.

El conde levantó la antorcha y comenzó a bajar por una escalera larga y angosta. Occuda y Kurik sostenían al soñoliento Bevier para impedir que rodara escaleras abajo. Una vez en el sótano, el conde giró a la izquierda.

—Uno de mis antepasados se tenía por un gran experto en vinos —comentó, apuntando a las polvorientas botellas tendidas en estantes de madera entre la penumbra—. Yo apenas aprecio el vino, de modo que no bajo a menudo aquí. Fue mera casualidad que mandara aquí a Occuda una noche y que éste descubriera esa espantosa cámara.

—Esto no va a ser agradable para vos, mi señor —le advirtió Sephrenia—. Tal vez prefiráis esperar fuera de la habitación.

—No, señora —disintió—. Si vos podéis resistirlo, yo también puedo. Ahora no es más que una habitación. Lo que en ella sucedió pertenece al pasado.

—Es el pasado lo que pretendo invocar, mi señor.

El castellano la observó vivamente.

—Sephrenia es experta en secretos —explicó Sparhawk—. Es capaz de realizar muchos prodigios.

—He oído hablar de personas así —admitió el conde—, pero hay pocos estirios en Kelosia, de manera que nunca he presenciado un ritual donde se practicaran esas artes.

—Quizá no os convenga presenciarlo, mi señor —lo previno la mujer—. Es preciso que Bevier contemple en toda su crudeza las perversiones de vuestra hermana para curarlo de su obsesión. Vuestra presencia como propietario de la casa es necesaria, pero bastará con que os quedéis fuera de la cámara.

—No, señora, ser testigo de lo acaecido aquí dará vigor a mi entereza. Si el confinamiento no es medida suficiente para neutralizar la influencia de mi hermana, tal vez decida tomar medidas más severas.

—Esperemos que ello no sea necesario.

—Ésta es la puerta de la habitación —anunció el conde, sacando otra llave, que hizo girar en la cerradura.

Una mareante oleada de hedor a sangre y carne putrefacta los golpeó. A la vacilante luz de la antorcha, Sparhawk percibió al instante las razones del horror que esa cámara había inspirado. En el centro había un potro manchado de sangre y las paredes estaban erizadas de acerados ganchos, en muchos de los cuales aún colgaban trozos de carne ennegrecida. En un muro pendían las espantosas herramientas de tortura: cuchillos, pinzas, hierros de marcar y garfios de puntas afiladas como agujas. También había empulgueras y una bota de hierro, así como toda una colección de látigos.

—Es posible que esto nos lleve cierto tiempo —señaló Sephrenia— y hemos de completar esta tarea antes del amanecer. Kurik, tomad la antorcha y sostenedla a la mayor altura que os alcance el brazo. Sparhawk, mantened la lanza preparada. Tal vez topemos con algo que quiera obstaculizar nuestro trabajo. —Cogió a Bevier del brazo y lo llevó hacia el potro—. De acuerdo, Bevier —dijo—, despertad.

Bevier pestañeó y miró en torno a sí lleno de confusión.

—¿Qué es este lugar? —inquirió.

—Estáis aquí para mirar, no para hablar, Bevier —contestó la estiria con brusquedad.

Luego comenzó a hablar en estirio, moviendo rápidamente los dedos en el aire frente a ella, y después apuntó a la antorcha para liberar el hechizo.

En un primer momento nada pareció suceder, pero entonces Sparhawk percibió un tenue movimiento cerca del brutal anaquel y enseguida una figura borrosa que logró percibir con claridad al avivarse de súbito la llama de la antorcha. Era la forma de una mujer cuyo rostro reconoció. Era la dama kelosiana que había visto salir de la casa estiria de Chyrellos. Su cara era la misma que la del súcubo que se había inclinado sobre la cama de Bevier un rato antes. Iba desnuda y tenía una expresión de júbilo. En una mano asía un largo cuchillo y en la otra un garfio. Poco a poco comenzó a aparecer otra figura, atada al potro, que parecía corresponder a una muchacha del vulgo, a juzgar por su atuendo. Ésta tenía el rostro desencajado por un terror ciego y porfiaba inútilmente por zafarse de sus ataduras.

La mujer del cuchillo se acercó a la figura atada en el potro y con deliberada lentitud se dispuso a cortarle la ropa. Una vez que le hubo desgarrado el vestido, la hermana del conde comenzó a deslizarle el filo por la carne, murmurando entre tanto en un extraño dialecto estirio. La muchacha gritaba y lady Bellina esbozó una repulsiva sonrisa en la que se reflejaba su exultante crueldad. Sparhawk reparó con aversión en que tenía los dientes puntiagudos. Desvió la vista, incapaz de mirar por más tiempo, y entonces vio la cara de Bevier. El arciano contemplaba con horrorizada incredulidad cómo Bellina devoraba la carne de la chica.

Al final de la escena, la sangre manaba por las comisuras de la boca de Bellina, manchándole el cuerpo.

Después las imágenes se modificaron. En aquella ocasión la víctima de Bellina era un varón que se retorcía colgado de uno de los ganchos de la pared mientras Bellina cortaba pequeños pedazos de su cuerpo y se los comía con delectación.

Una vez tras otra, se reanudó ante ellos la procesión de personas sacrificadas. Bevier sollozaba ahora, tratando de taparse los ojos con las manos.

—¡No! —le prohibió Sephrenia, bajándole las manos—. Debéis presenciarlo todo.

El horror se reprodujo con cada víctima inmolada por el cuchillo de Bellina. Lo peor eran los niños. A Sparhawk le resultaba insoportable.

Y después, tras una eternidad de sangre y agonía, todo se desvaneció. Sephrenia escrutó el rostro de Bevier.

—¿Sabéis quién soy, caballero? —le preguntó.

—Desde luego —repuso éste entre sollozos—. Por favor, lady Sephrenia —suplicó—. Más no, os lo ruego.

—¿Y este hombre? —dijo, señalando a Sparhawk.

—Sir Sparhawk de la orden pandion, caballero como yo.

—¿Y él?

Kurik, escudero de Sparhawk.

—¿Y este señor?

—El conde Ghasek, propietario de esta malhadada casa.

—¿Y éste? —Apuntó a Occuda.

—Es el criado del conde, un bondadoso y honesto hombre.

—¿Todavía os proponéis liberar a la hermana del conde?

—¿Liberarla? ¿Habéis perdido el juicio? Ese demonio debería estar en la más profunda sima del infierno.

—Ha surtido efecto —señaló Sephrenia a Sparhawk—. Ahora ya no deberemos matarlo. —Su voz expresaba un gran alivio.

Sparhawk se arredró al percibir la crudeza de tal reflexión.

—Por favor, señora —pidió Occuda con voz trémula—, ¿podemos salir ya de este horrible lugar?

—Aún no hemos concluido. Ahora llegamos a la parte más arriesgada. Kurik, llevad la antorcha al fondo de la habitación. Acompañadlo, Sparhawk, y estad preparado para cualquier eventualidad.

Obedecieron su indicación y allí, en una hornacina de la pared posterior, vieron el pequeño ídolo de piedra, una imagen grotescamente deforme de repulsivo rostro.

—¿Qué es? —jadeó Sparhawk.

—Es Azash —respondió Sephrenia.

—¿De veras tiene ese aspecto?

—Aproximadamente. Tiene algunos rasgos demasiado horribles para poder ser reproducidos por un escultor.

El aire pareció agitarse delante del ídolo y una alta y esquelética figura de negro sayo con capucha se materializó de improviso entre la imagen de Azash y Sparhawk. El destello verde que emanaba de su capucha fue incrementando su resplandor.

—¡No le miréis la cara! —le advirtió tajantemente Sephrenia—. Sparhawk, deslizad la mano izquierda por el asta de la lanza hasta asir el hierro.

Sparhawk obedeció la orden y, cuando su mano tocó el hierro, notó un enorme flujo de poder.

El Buscador dio un chillido y retrocedió, al tiempo que el brillo de su cara menguaba hasta disiparse. Inexorablemente, paso a paso, Sparhawk avanzó hacia la encapuchada criatura, esgrimiendo frente a él la punta de la lanza a la manera de un cuchillo. El Buscador chilló de nuevo y luego se esfumó.

—Destruid el ídolo, Sparhawk —ordenó Sephrenia.

Empuñando todavía la lanza, alargó una mano y sacó el ídolo de la hornacina. Este parecía terriblemente pesado y cálido al tacto. Lo alzó por encima de la cabeza y lo arrojó al suelo, donde se desintegró en cientos de pedazos.

De la parte más elevada del castillo llegó un grito de indecible desespero.

—¡Lo hemos conseguido! —exclamó Sephrenia—. Vuestra hermana está exenta de poder ahora, conde Ghasek. La destrucción de la imagen de su dios la ha privado de toda capacidad sobrenatural y creo que, si fuerais a verla ahora, comprobaríais que vuelve a tener la misma apariencia que antes de entrar en la casa estiria de Chyrellos.

—Nunca podré agradecéroslo bastante, lady Sephrenia —respondió con gratitud.

—¿Era ése el mismo ser que ha estado siguiéndonos? —preguntó Kurik.

—Era su imagen —repuso Sephrenia—. Azash la ha convocado al advertir que el ídolo corría peligro.

—Si sólo era una imagen, entonces no era realmente peligroso, ¿no es cierto?

—Jamás cometáis tal error, Kurik. Las imágenes que Azash invoca son a veces más mortíferas que las criaturas reales. —Miró con desagrado en torno a sí—. Abandonemos este espeluznante lugar —propuso—. Volved a cerrar la puerta, conde Ghasek…, por el momento. Más adelante, sería recomendable tapiar la entrada.

—Me encargaré de ello —prometió éste.

Regresaron a la estancia abovedada donde habían encontrado al conde, en la cual se habían ya reunido los demás.

—¿Qué han sido esos terribles gritos? —preguntó Talen con semblante pálido.

—Mi hermana, me temo —respondió con tristeza el conde Ghasek.

Kalten miró con recelo a Bevier.

—¿Es prudente hablar de ella delante de él? —preguntó en voz baja a Sparhawk.

—Ya está bien —repuso Sparhawk—, y lady Bellina ha sido despojada de sus poderes.

—Es un alivio oírlo —declaró Kalten—. No dormía demasiado bien bajo el mismo techo que ella. —Dirigió la mirada a Sephrenia—. ¿Cómo lo habéis logrado? —preguntó—. Curar a Bevier, me refiero.

—Hemos averiguado cómo influía la dama a los demás —explicó—. Hay un hechizo que neutraliza temporalmente ese tipo de influencia. Entonces fuimos a una habitación de la bodega y completamos la cura. —Frunció el entrecejo—. Todavía resta un problema, no obstante —dijo al conde—. Ese trovador aún vaga por ahí. Está infectado, al igual que deben de estarlo los criados que echasteis. Pueden contagiar a otros y regresar con una nutrida multitud. Yo no puedo quedarme aquí para sanarlos a todos. Nuestra misión es demasiado importante para permitirnos tal demora.

—Mandaré llamar a una tropa de hombres armados —declaró el conde—. Dispongo de suficientes recursos para ello, y sellaré las puertas de este castillo. Si es necesario, daré muerte a mi hermana para impedir que escape.

—Seguramente no habréis de recurrir a medidas tan extremas, mi señor —lo disuadió Sparhawk, recordando algo que había dicho Sephrenia en la bodega—. Vayamos a echar un vistazo a esa torre.

—¿Tenéis un plan, sir Sparhawk?

—No nos hagamos ilusiones hasta ver la torre.

El conde los condujo al patio. La tormenta había amainado casi por completo. Los relámpagos iluminaban de tanto en tanto el horizonte del lado de oriente y la torrencial lluvia había quedado reducida a intermitentes jirones que lamían las relucientes losas del patio.

—Es ésa, sir Sparhawk —anunció el conde, señalando el ángulo sureste del castillo.

Sparhawk tomó una antorcha prendida junto al zaguán, cruzó el mojado patio y se dispuso a examinar la torre. Era una estructura redonda y achaparrada de unos seis metros de altura y un diámetro de poco más de cuatro. Una escalera de piedra giraba en espiral en torno a ella hasta una puerta fuertemente atrancada y encadenada en la cúspide. Las ventanas apenas pasaban de ser angostas rendijas. En la base del torreón había una segunda puerta que no estaba cerrada con llave, la cual abrió Sparhawk, para entrar en lo que parecía un almacén. Cajas y sacos se apilaban a lo largo de los muros de una polvorienta estancia que no presentaba indicios de ser utilizada con frecuencia y que, a diferencia de la torre, no era redonda sino semicircular. De las paredes sobresalían unos contrafuertes que sostenían el suelo de piedra de la habitación de arriba. Sparhawk asintió con satisfacción y volvió afuera.

—¿Qué hay detrás de esa pared del almacén, mi señor? —preguntó al conde.

—Hay una escalera de madera que parte de la cocina, sir Sparhawk. Antaño, cuando había que defender la torre, los cocineros subían la comida y bebida a los hombres que la protegían. Occuda la usa ahora para llevar la comida a mi hermana.

—Los criados que despedisteis ¿conocen la existencia de esa escalera?

—Sólo lo sabían los cocineros y éstos se hallaban entre los que mató Occuda.

—Mucho mejor. ¿Hay alguna puerta al final de esa escalera?

—No. Sólo una estrecha abertura para hacer pasar la comida.

—Estupendo. La dama no se comportó nada bien, pero no creo que ninguno de nosotros se aviniera a dejarla morir de hambre. —Dirigió la vista a los demás—. Caballeros —anunció—, vamos a aprender un nuevo oficio.

—No acabo de entenderos, Sparhawk —confesó Tynian.

—Ahora vamos a hacer de albañiles. Kurik, ¿sabes cómo disponer los ladrillos y piedras?

—Por supuesto que sí, Sparhawk —contestó con disgusto Kurik—. Ya deberíais saberlo.

—Perfecto. Seréis nuestro capataz entonces. Caballeros, puede que os sorprenda lo que voy a proponeros, pero me parece que no disponemos de otra alternativa. ;—Miró a Sephrenia—. Si Bellina llegara a salir de esa torre, probablemente iría en busca de zemoquianos o del Buscador. ¿Podrían ellos restablecer sus poderes?

—Sí, sin lugar a dudas.

—Hemos de impedirlo. No querría que esa bodega volviera a utilizarse para tales fines.

—¿Qué os proponéis hacer, sir Sparhawk? —inquirió el conde.

—Vamos a tapiar esa puerta de arriba —respondió Sparhawk—. Después derrumbaremos la escalera y usaremos sus piedras para emparedar esta puerta de la base de la torre. A continuación ocultaremos la puerta de la cocina que da a la escalera interior del torreón. Occuda podrá seguir llevándole la comida, pero, si el trovador o esos criados lograran entrar en el castillo, jamás hallarían el modo de llegar a esa habitación de arriba. Lady Bellina vivirá el resto de sus días en el lugar donde se encuentra ahora.

BOOK: El caballero del rubí
6.07Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Graceling by Kristin Cashore
Magnate by Joanna Shupe
Throb by Olivia R. Burton
Tangles and Temptation by India-Jean Louwe
Unicorn Tracks by Julia Ember