El Camino de las Sombras (7 page)

BOOK: El Camino de las Sombras
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—¡Ja! —dijo, exhalando una vaharada putrefacta a la cara del muchacho.

—¿Qué? —preguntó Rata, que intentaba no echarse atrás.

—Todavía no he desesperado contigo, estúpido grandullón. A veces te las apañas para aprender algo a pesar de tu estupidez. Pero no estoy aquí por eso, y tú tampoco. Ha llegado el momento de actuar. Tus enemigos se han posicionado contra ti, pero todavía no están organizados.

—¿Cómo lo sabes?

—Sé más de lo que te crees, Rataburra. —Neph volvió a reírse y roció de saliva la cara de Rata.

El chico estuvo en un tris de pegarle en ese momento, y Neph lo notó. Rata había llegado a puño de una hermandad por algo. Sin embargo, se cuidaría mucho de golpear a Neph. El anciano sabía que parecía frágil, pero un vürdmeister tenía otras defensas.

—¿Sabes cuántos niños ha engendrado tu padre? —preguntó Neph.

Rata escrutó las sombras del cementerio, como si Neph no hubiese comprobado ya que no había nadie escuchándolos. El chico era tonto de remate. Tonto, pero capaz de mostrarse astuto, y sin el menor escrúpulo. Además, Neph no tenía mucho donde elegir.

Al llegar a Cenaria lo habían puesto a cargo de cuatro chicos. El más prometedor había comido carne en mal estado el primer año y había muerto antes de que Neph se enterase siquiera de que estaba enfermo. El segundo había muerto esa misma semana en una pelea por territorio entre hermandades. Eso le dejaba solo dos.

—Su santidad había procreado ciento treinta y dos hijos varones la última vez que los conté. La mayoría carecían de Talento y fueron sacrificados. Tú eres uno de entre los cuarenta y tres que son su simiente. Eso ya te lo había explicado. Lo que no te conté es que cada uno de vosotros recibís una misión, una prueba con la que demostrar vuestra utilidad para vuestro padre. Si la superas, es posible que algún día te conviertas tú mismo en rey dios. ¿Adivinas cuál es tu tarea?

A Rata le centellearon los ojos con visiones de opulento esplendor. Neph le dio una bofetada.

—Tu tarea, crío.

Rata se frotó la mejilla, temblando de rabia.

—Convertirme en shinga —respondió en voz baja.

Bueno, el chico apuntaba más alto de lo que Neph había supuesto. Bien.

—Su santidad ha declarado que Cenaria caerá, como sucederá con todas las tierras del sur. El Sa'kagé es el único poder real de Cenaria, de modo que, en efecto, te convertirás en shinga. Entonces entregarás a tu padre Cenaria y todo lo que contiene... o, lo que es más probable, fracasarás, morirás y uno de tus hermanos lo hará por ti.

—¿Hay otros en la ciudad? —preguntó Rata.

—Tu padre es un dios, pero sus herramientas son hombres y, por tanto, falibles. Su santidad traza sus planes en consecuencia. Y ahora, mi pequeño fracaso en ciernes, ¿cuál es tu brillante plan para ajustar cuentas con Azoth?

La rabia volvió a asomar con ímpetu a los ojos de Rata, pero la controló. A una palabra de Neph, Rata sería un cadáver más flotando en el Plith a la mañana siguiente, y los dos lo sabían. A decir verdad, Neph lo estaba poniendo a prueba. La crueldad era la mejor baza de Rata —Neph lo había visto amedrentar con su saña a chicos más mayores que podrían haberlo matado—, pero no valía de nada si no sabía controlarla.

—Mataré a Azoth —respondió el muchacho—. Lo haré sangrar como un...

—Lo que no puedes hacer es precisamente matarlo. Si lo matas, lo olvidarán y otro ocupará su lugar. Debe vivir quebrantado, a la vista de todo el mundo.

—Le pegaré una paliza delante de todos. Le romperé los huesos de las manos y...

—¿Qué pasa si sus «lagartos» saltan para defenderlo?

—Son... bueno... no lo harán. Tienen demasiado miedo.

—A diferencia de otros chicos que conozco —dijo Neph—, Azoth no es estúpido. Entendió las consecuencias de que esos mayores acudieran a él. Quizá hasta lo haya planeado todo así desde el principio. Lo primero que se esperará es que te asustes e intentes pegarle. De modo que tendrá un plan para ello.

Neph vio cómo calaba en Rata la idea de que en verdad podría perder el control de la hermandad. Si perdía la hermandad, perdía la vida.

—Pero tú tienes un plan —dijo Rata—. Un modo con el que pueda destruirlo, ¿verdad?

—Y hasta podría compartirlo contigo —replicó Neph.

Faltaba poco. Azoth lo notaba, tendido en el suelo y rodeado de sus lagartos, su hermandad. Suya. Quince pequeños y cinco mayores. La mitad de los pequeños del Dragón Negro y un cuarto de los mayores eran ya suyos. Dormían todos apaciblemente a su alrededor, incluso también Tejón, quien se suponía que solo debía hacerse el dormido.

Azoth llevaba cuatro días sin pegar ojo. Desde su último encuentro con Blint, Azoth había yacido despierto noche tras noche, planeando, dudando, enfebrecido de emoción ante la perspectiva de una vida sin Rata. Y con cada amanecer, la luz naciente del día evaporaba sus planes al mismo tiempo que la niebla. Había bautizado a modo de broma como "lagartos» a quienes se ponían de su lado (desde luego, no eran dragones), pero los niños habían adoptado el nombre con orgullo, sordos a la desesperación que contenía el apelativo.

De día Azoth actuaba, daba órdenes, intentaba hacer de sus patéticos lagartos una fuerza útil, cualquier cosa con tal de quitarse de la cabeza el asesinato de Rata. ¿Cuánto tiempo esperaría su enemigo antes de actuar? El momento propicio para la purga había llegado. Todo el mundo esperaba a ver qué decisión tomaría Rata. Todos seguían convencidos de que haría algo porque si no lo hacía, y pronto, sus fieles empezarían a dudar de él y perdería la hermandad en un instante.

Azoth incluso había ordenado a tres de los pequeños en los que más confiaba que vigilasen a Muñeca a todas horas. Después había dudado. No era un buen uso de las fuerzas con que contaba. Necesitaba que esos pequeños le llevasen información, que escuchasen a los demás miembros de la hermandad y que hiciesen indagaciones para ver si alguna otra hermandad vería con buenos ojos que los lagartos se les unieran. Además, ¿qué podrían hacer tres pequeños contra todos los mayores de Rata? Unos niños de ocho, nueve y once años no iban a detener a los quinceañeros del puño. Había acabado por encomendar a dos de los primeros mayores que se le habían unido que cuidasen de su amiga, a la que además mantenía cerca de él a todas horas del día.

Aun así, estaba empezando a perder el norte. Las noches en vela le estaban pasando factura. Tenía la cabeza hecha un lío. Era solo cuestión de tiempo que cometiera algún error tonto. Y todo porque no tenía agallas para matar a Rata.

Podía hacerlo esa misma noche. Sería fácil, a decir verdad. Rata había salido antes de medianoche con dos mayores pero, al volver, se dormiría al instante. El muy desgraciado nunca tenía problemas para conciliar el sueño. Azoth conservaba la navaja. Tenía incluso un puñal de verdad, que uno de sus mayores había robado. Lo único que debía hacer era acercarse a Rata y clavárselo. Cualquier punto del estómago serviría. Aunque los dragones de Rata fueran lo bastante leales para llevarlo a un sanador, sin duda le robarían todo el dinero. ¿Qué sanador iba a trabajar gratis para un rata de hermandad? Lo único que Azoth tenía que hacer era esperar cinco minutos tras la llegada de Rata y entonces levantarse a hacer pis. Al volver, lo mataría.

Era la única manera de que Muñeca estuviese a salvo.

Sabía lo que significaría para él convertirse en ejecutor. Todo cambiaría. Los ejecutores eran cuchillos en la oscuridad. Azoth aprendería a luchar, a matar. No solo aprendería, sino que lo haría. Blint esperaría de él que matase. Eso le remordía la conciencia, igual que una de aquellas miradas de Muñeca que solo podía apartar de su mente si no la miraba a los ojos. Sin embargo, no dedicaba mucho tiempo a pensar en los detalles del oficio de asesinar. Se aferraba a aquella imagen de Durzo Blint riéndose de la hermandad entera. Durzo Blint, riéndose de Rata y su pequeño ejército. Durzo Blint, que no conocía el miedo. Durzo Blint, en quien Azoth podía convertirse.

Blint se lo llevaría. Azoth nunca dirigiría Dragón Negro. Ni siquiera dirigiría a sus lagartos. De todas formas, tampoco quería ser su líder. No quería que los pequeños lo mirasen como si fuera su padre, ni que unos mayores que le sacaban una cabeza se llevaran la falsa impresión de que sabía lo que hacía, de que iba a protegerlos a todos. Ni siquiera podía protegerse a sí mismo. Todo era un fraude. El era un fraude. Le habían tendido una trampa y los demás ni siquiera se lo imaginaban.

El inconfundible sonido de la puerta de entrada anunció el regreso de Rata. Azoth estaba tan asustado que habría llorado si no le hubiese dicho a Tejón que aguantase despierto; no podía llorar delante de sus mayores. Estaba seguro de que Rata llegaría hasta él, haría que sus mayores lo alzasen en vilo y se lo llevaría para administrarle algún castigo horrendo que dejaría el de Jarl a la altura del betún. Pero Rata, animal de costumbres, se dirigió a su harén, se tumbó y cayó dormido en cuestión de segundos.

Un ejecutor no lloraría. Azoth intentó calmar su respiración y trató de ver si los guardaespaldas de Rata también dormían.

Los ejecutores no tenían miedo. Eran asesinos. Los demás eran quienes les tenían miedo a ellos. Todos los integrantes del Sa'kagé los temían.

«Si me quedo tumbado y procuro quedarme dormido, podría continuar sin que pasara nada durante otra noche o quizá otra semana, pero al final Rata acabará conmigo. Lo destruirá todo.» Azoth había visto la expresión de sus ojos. Estaba seguro de que Rata lo aniquilaría, y no pensaba que fuese a tardar una semana. «O eso o lo mato yo primero.» En su cabeza, Azoth se vio como un héroe, un personaje salido de la balada de un bardo: devolvía a Jarl su dinero, entregaba a Ja'laliel la cantidad suficiente para pagar su reválida, todos los miembros de la hermandad lo adoraban por haber matado a Rata y Muñeca hablaba por primera vez, con los ojos resplandecientes de aprobación, para decirle lo valiente que era.

Era una tontería, y Azoth no podía permitirse tonterías.

Tenía que mear. Se puso en pie enfurecido y salió por la puerta de atrás. Los guardaespaldas de Rata ni siquiera se agitaron en sueños cuando les pasó por delante.

El aire nocturno era frío y hediondo. Azoth se había gastado la mayor parte del dinero de las cuotas en alimentar a sus lagartos. Ese mismo día había comprado pescado. Los voraces pequeños se habían comido hasta las vísceras y se habían puesto malos. Mientras su orina caía trazando un arco en el callejón, pensó que debería haber encargado a alguien que los vigilara para evitarlo. Otro detalle más que se le había escapado.

Oyó un ruido sordo en el interior y se volvió mientras se ataba las calzas. Al escudriñar la oscuridad, sin embargo, no vio nada. Estaba perdiendo los nervios, saltando ante cualquier sonido cuando había tres veintenas de ratas de hermandad apiñados en la casa, durmiendo, gimiendo con la panza vacía y topando con sus vecinos al moverse.

De repente, sonrió y tocó la navaja. Quizá hubiese cien cosas que no sabía y otras mil que no podía controlar, pero sí sabía lo que debía hacer en ese momento.

Rata tenía que morir, así de sencillo. A Azoth no le importaba lo que fuese de él después. Tanto si le daban las gracias como si lo liquidaban, tenía que matar a Rata. Tenía que matarlo antes de que actuase contra Muñeca. Tenía que matarlo ya.

Y así quedó tomada la decisión. Agarró la navaja ocultando el filo con su antebrazo y entró. Rata estaría durmiendo apretujado entre su harén. Solo tendría que desviarse dos pasos de su camino. Podía fingir que tropezaba por si los mayores estaban vigilándolo y a continuación hundirle a Rata la navaja en el vientre. Lo acuchillaría una y otra vez hasta que uno de los dos estuviese muerto.

Se hallaba a cuatro pasos de su destino cuando alcanzó a ver el lugar donde solía dormir él mismo.

Tejón estaba tumbado boca arriba en la oscuridad, con una fina línea cruzándole el cuello, negra sobre la piel blanca. Tenía los ojos abiertos, pero no se movía.

El hueco de Muñeca estaba vacío. La chica había desaparecido, y también Rata.

Capítulo 9

Estaba tumbado en la oscuridad, demasiado atónito para llorar. Aun siendo presa de una repentina ofuscación, Azoth comprendió que los mayores de Rata no podían haber estado dormidos. Aquello era lo que habían estado esperando. Azoth había salido un momentito y ellos se habían llevado a Muñeca. Ni siquiera le serviría de nada despertar a toda la hermandad. Con la oscuridad y la confusión, sería imposible enterarse de cuáles de los mayores de Rata habían desaparecido. Además, ¿qué iba a hacer, aunque lo supiese? Aunque descubriese quién faltaba, no sabría adonde había ido. E incluso si se enterase de su paradero, ¿qué iba a hacer?

Estaba tumbado en la oscuridad con la mirada clavada en el techo abombado, saltando de un pensamiento a otro. Los había oído. Maldito fuera para siempre. Había oído el ruido y ni siquiera había entrado a mirar.

Estaba tumbado en la oscuridad, acabado. Se produjo el cambio de guardia. Salió el sol. Los ratas de la hermandad se despertaron, y él seguía contemplando el techo abombado, deseando que se le viniera encima como todo lo demás. No podría haberse movido ni aunque hubiese querido.

Estaba tumbado a plena luz del día. Había niños chillando, pequeños que le tiraban de la ropa y le gritaban algo. Algo sobre Tejón. Preguntas. No eran más que palabras. Las palabras eran viento. Alguien lo sacudió, pero Azoth estaba muy lejos.

No despertó hasta mucho después de eso. Solo existía un sonido capaz de arrancarlo de su trance: la risa de Rata.

Sintió un cosquilleo en la piel y se incorporó. Todavía tenía la navaja. Había sangre seca en el suelo, pero Azoth apenas reparó en ella. Se puso en pie y caminó hacia la puerta.

Aquella risa terrible sonó de nuevo, y Azoth arrancó a correr.

Nada más atravesar la puerta, vio con el rabillo del ojo que la sombra del marco se alargaba y saltaba hacia delante para cerrarle el camino. Fue tan rápido como una araña trampera que había visto una vez, e igual de eficaz. Se estrelló contra la sombra como si hubiera topado con una pared. Sintió que le daba vueltas la cabeza y que lo apartaban de un tirón a las profundas sombras que separaban el edificio de la hermandad de las ruinas contiguas.

—¿Tantas ganas tienes de morir, canijo?

Azoth no podía sacudir la cabeza, no podía zafarse. La sombra le tapaba la cara con mano de hierro. Poco a poco, cayó en la cuenta de que era maese Blint.

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