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Authors: Elsa Mateo,Margaret Atwood

Tags: #Autoayuda, Ciencia Ficción

El cuento de la criada (4 page)

BOOK: El cuento de la criada
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Estamos en el centro de Gilead, donde la guerra no llega Salvo a través de la televisión. No estamos seguras de dónde están los límites, varían según los ataques y contraataques. Pero éste es el centro, y aquí nada se mueve. La República de Gilead, decía Tía Lydia, no tiene fronteras. GiIead está dentro de ti.

Alguna vez vivieron aquí médicos, abogados, profesores de universidad. Pero ya no existen los abogados, y las universidades están cerradas.

En ocasiones, Luke y yo paseábamos juntos por estas calles. Decíamos que nos compraríamos una casa como ésta, una casa grande, y que la arreglaríamos. Tendríamos un jardín y columpios para los niños. Porque tendríamos niños. Aunque sabíamos que no era muy probable que pudiéramos permitirnos ese lujo, al menos era un tema de conversación, un juego para los domingos. Ahora, aquella libertad parece una quimera.

En la esquina giramos hacia la calle principal, donde hay más tránsito. Pasan coches, la mayoría de ellos negros, y algunos grises o marrones. Hay otras mujeres con cestos, algunas vestidas de rojo, otras con el verde opaco de las Marthas, otras con vestidos de rayas rojas, azules y verdes, baratos y modestos, prueba de que son las mujeres de los hombres más pobres. Las llaman econoesposas. Estas mujeres no están divididas según sus funciones, tienen que hacer de todo, si pueden. De vez en cuando se ve alguna mujer totalmente vestida de negro, lo cual significa que es viuda. Antes se veían más viudas, pero parecen estar extinguiéndose.

No se ven Esposas de Comandantes por las aceras: ellas sólo pasean en coche.

Aquí, las aceras son de cemento. Intento no pisar las juntas, como los niños. Recuerdo cuando caminaba por estas aceras, en otros tiempos, y el calzado que solía usar. A veces llevaba zapatillas de carrera con el interior acolchado y agujeritos para que el pie respirara, y estrellas de tela fosforescente que reflejaban la luz en la oscuridad. Sin embargo, nunca corría de noche, y durante el día sólo lo hacía por las calles muy concurridas. En aquel entonces las mujeres no estaban protegidas.

Recuerdo las reglas, reglas que no estaban escritas, pero que cualquier mujer conocía: no abras la puerta a un extraño, aunque diga que es un policía; en ese caso, dile que pase su tarjeta de identificación por debajo de la puerta. No te pares en la carretera a ayudar a un motorista que parece tener un problema; no frenes y sigue tu camino. Si alguien suba, no te vuelvas para mirar. No entres sola de noche en una lavandería automática.

Pienso en las lavanderías. Pienso en lo que me ponía para ir: pantalones cortos, tejanos o chandal. Y en lo que ponía en la lavadora: mi propia ropa, mi propio jabón, mi propio dinero, el dinero que había ganado. Recuerdo cómo era llevar el control del dinero.

Ahora caminamos por la misma calle, de a dos y de rojo y ningún hombre nos grita obscenidades, ni nos habla, ni nos toca. Nadie nos silba.

Hay más de un tipo de libertad, decía Tía Lydia. Libertad para y libertad de. En los tiempos de la anarquía, habla libertad para. Ahora nos dan libertad de. No la menospreciéis.

Frente a nosotras, a la derecha, está la tienda donde encargamos los vestidos. Algunas personas los llaman
hábitos,
una buena definición: es difícil abandonar los hábitos. En la fachada de la tienda hay un letrero de madera enorme, en forma de azucena: se llama Azucenas Silvestres. Debajo de la azucena, se puede ver el sitio donde estaba pintado el rótulo; pero decidieron que incluso los nombres de las tiendas eran demasiada tentación para nosotras. Ahora las tiendas se conocen sólo por los signos.

Antes, Azucenas era un cine. Era muy concurrido por los estudiantes; cada primavera se celebraba el festival de Humphrey Bogart, con Lauren Bacall o Katherine Hepburn, mujeres independientes y decididas. Se vestían con blusas abotonadas que sugerían las diversas posibilidades de la palabra
suelto.
Aquellas mujeres podían ser Sueltas; o no. Parecían capaces de elegir. En aquellos tiempos nosotras parecíamos capaces de elegir. Somos una Sociedad en decadencia, decía Tía Lydia, con demasiadas posibilidades de elección.

No sé cuándo dejaron de celebrar el festival. Seguramente yo ya había crecido. Por eso no me enteré.

No entramos en Azucenas; cruzamos la calle y caminamos por la acera. El primer sitio en el que entramos es una tienda que también tiene un letrero de madera: tres huevos, una abeja y una vaca. Leche y miel. Hay cola; nos sumamos a ella para aguardar nuestro turno, siempre de dos en dos. Veo que hoy tienen naranjas. Desde que América Central se perdió en manos de los Libertos, las naranjas son difíciles de conseguir: a veces hay y a veces no. A causa de la guerra, tampoco llegan muchas naranjas de California, y con las de Florida no se puede contar por culpa de las barricadas y de la voladura de las vías del ferrocarril. Miro las naranjas y se me hace agua la boca. Pero no he traído ningún vale para naranjas. Se me ocurre que podría volver y contárselo a Rita. A ella le encantaría. Aparecer con las naranjas sería un pequeño triunfo.

A medida que llegan al mostrador, las mujeres entregan sus vales a los dos hombres con uniformes de Guardianes, que están al otro lado. Prácticamente nadie habla, pero se oye un murmullo y las mujeres mueven la cabeza furtivamente mirando a un lado y a otro. Es en estos momentos, haciendo la compra, donde podrías ver a alguien que conoces de los tiempos pasados, o del Centro Rojo. El solo hecho de divisar uno de esos rostros sería estimulante. Si pudiera ver a Moira, sólo verla, saber que aún existe... Ahora es difícil recordar lo que representa tener una amiga.

Pero Deglen, que está a mi lado, no mira. Quizás ella ya no conoce a nadie. Quizá todas las mujeres que ella conocía han desaparecido. Tal vez no quiere que la vean. Permanece en silencio, con la cabeza baja.

Mientras esperamos en doble fila, se abre la puerta y entran otras dos mujeres, ambas vestidas de rojo y con la toca blanca de las Criadas. Una de ellas está embarazada; su vientre, bajo las ropas sueltas, sobresale triunfante. En la sala se produce un movimiento, se oye un susurro, algún suspiro; muy a nuestro pesar, giramos la cabeza descaradamente para ver mejor. Sentimos unos deseos enormes de tocarla. Para nosotras, ella es una presencia mágica, un objeto de envidia y de deseo, de codicia. Ella es como una bandera en la cima de una montaña, la demostración de que todavía se puede hacer algo: nosotras también podemos salvarnos.

La excitación es tal que las mujeres cuchichean, casi conversan.

—¿Quién es? —oigo que preguntan a mis espaldas.

—Dewayne. No. Dewarren.

—Cómo presume —murmura alguien, y es verdad. Una mujer preñada no tiene obligación de salir ni de ir a la compra. El paseo diario deja de ser obligatorio, para mantener el buen funcionamiento de sus músculos abdominales. Sólo necesita los ejercicios normales y los de respiración. Podría quedarse en su casa. En realidad para ella es peligroso salir, y Siempre hay Un Guardián que la espera junto a la puerta. Ahora que es portadora de una nueva vida, está más cerca de la muerte y necesita una protección especial. Podría coger celos, cosa que ya ha ocurrido en otros casos. Ahora todos los niños son deseados, pero no por todas las personas.

Pero el paseo puede ser un antojo y, si no se ha producido un aborto y el embarazo ha llegado hasta este punto, a ellos les gusta satisfacer los antojos. O quizás ella es una de esas que les encanta decir:
Haga una pila, que yo la
cogeré,
o sea una mártir. Ella mira a su alrededor y logro verle la cara. La que murmuraba tenía razón: ella ha venido a exhibirse; está rebosante de salud y disfruta de cada minuto.

—Silencio —dice uno de los Guardianes desde detrás del mostrador, y nos callamos como colegialas.

Deglen y yo hemos llegado hasta el mostrador. Entregamos les vales y uno de los Guardianes registra en ellos un número con el Compuperfo, mientras el otro nos entrega nuestra compra, la leche y los huevos. Los guardamos en nuestros cestos y volvemos a salir, pasamos junto a la embarazada y su compañera que, comparada con la primera, parece raquítica y arrugada... igual que todas nosotras. El vientre de una mujer preñada es como un fruto inmenso.
Somoflafla,
una palabra de mi infancia. Ella apoya las manos en él, como si quisiera defenderlo, o como si en su interior buscara calor y fuerza.

Cuando paso, me mira directamente a los ojos, y entonces la reconozco. Estaba conmigo en el Centro Rojo, era una de las preferidas de Tía Lydia. Nunca me gustó. En aquellos tiempos, su nombre era Janine.

Janine me mira y en las comisuras de sus labios asoma una sonrisa afectada. Baja la vista hasta mi vientre —una tabla debajo del traje rojo— y la toca le cubre la cara. Sólo puedo ver un pequeño trozo de su frente y la punta rosada de su nariz.

Después entramos en Todo Carne, rotulada con una enorme chuleta de cerdo que cuelga de dos cadenas. Aquí no hay mucha cola: la carne es cara y ni siquiera los Comandantes pueden comerla todos los días. Sin embargo —y es la segunda vez esta semana—, Deglen coge filetes. Se lo contaré a las Marthas: éste es el tipo de comentarios que les encanta oír. Les interesa sobremanera saber cómo se administran las otras casas; estos cotilleos triviales les dan la oportunidad de sentirse orgullosas o disgustadas.

Cojo el pollo, envuelto en papel parafinado y atado con un cordel. Ya no quedan muchas cosas de plástico. Recuerdo aquellas bolsas blancas de plástico que daban en los supermercados; como odiaba desperdiciarlas, las amontonaba debajo del fregadero hasta que llegaba un momento en que había tantas que al abrir la puerta del armario resbalaban hasta el suelo. Luke solía quejarse y de vez en cuando las sacaba todas y las tiraba.

Ella podría coger una y ponérsela en la cabeza, me advertía. Ya sabes las cosas que hacen los niños cuando juegan. Nunca lo haría, le decía yo. Ya es grande. (O inteligente, o afortunada.) Pero sentía un escalofrío, y luego culpa por haber sido tan imprudente. Era verdad, yo lo daba todo por sentado, en aquellos tiempos confiaba en la suerte. Las guardaré en un armario más alto, decía. No las guardes, repetía Luke. Nunca las usamos. Como bolsas de basura, insistía yo, y él me decía...

Aquí no. La gente está mirando. Me vuelvo y veo mi silueta en la luna del escaparate. O sea que hemos salido, estamos en la calle...

Un grupo de personas se acerca a nosotras. Son turistas, parecen del Japón, tal vez forman parte de una delegación comercial y están visitando los lugares históricos o admirando el color local. Son pequeños y van pulcramente vestidos. Cada uno lleva una cámara y una sonrisa. Lo observan todo con mirada atenta, inclinando la cabeza a un costado, como los petirrojos; su alegría resulta agresiva y no soporto mirarlos. Hacía mucho tiempo que no veía mujeres con faldas como éstas. Les llegan exactamente debajo de las rodillas, y por debajo de las faldas se ven sus piernas casi desnudas con esas medias tan finas y llamativas, y los zapatos de tacón alto con las tiras pegadas a los pies como delicados instrumentos de tortura. Ellas se balancean, como si llevaran los pies clavados a unos zancos desparejos; tienen la espalda arqueada a la altura del talle y las nalgas prominentes. Llevan la cabeza descubierta y el pelo al aire en toda su oscuridad y sexualidad; los labios pintados de rojo, delineando las húmedas cavidades de sus bocas como los garabatos de la pared de un lavabo público de otros tiempos.

Me detengo. Deglen se para junto a mí y comprendo que ella tampoco puede quitarles los ojos de encima a esas mujeres. Nos fascinan y al mismo tiempo nos repugnan. Parece que fueran desnudas. Qué poco tiempo han tardado en cambiar nuestra mentalidad con respecto a este tipo de cosas.

Entonces pienso: yo solía vestirme así. Aquello era la libertad.

Occidentalización,
solían llamarle.

Los turistas japoneses se acercan a nosotras, inquietos; volvemos la cabeza, pero ya es demasiado tarde: nos han visto la cara.

Los acompaña un intérprete, vestido con el traje azul clásico y corbata estampada en rojo con un alfiler en forma de alas. Da un paso adelante, apartándose del grupo y bloqueándonos el paso. Los turistas se apiñan detrás de él; uno de ellos levanta una cámara fotográfica.

—Disculpadme —nos dice en tono cortés—. Preguntan si os pueden tomar una foto.

Clavo la vista en la acera y sacudo la cabeza negativamente. Ellos sólo deben ver un fragmento de rostro, mi barbilla y parte de mi boca. Pero no mis ojos. Me guardo muy bien de mirar al intérprete a la cara. La mayoría de los intérpretes son Espías, o eso es lo que se rumorea.

También me cuido muy bien de decir que sí. Recato e invisibilidad son sinónimos, decía Tía Lydia. No lo olvidéis nunca. Si os ven —si os v
en
es como si os penetraran, decía con voz temblorosa. Y vosotras, niñas, debéis ser impenetrables. Nos llamaba niñas.

Deglen, que está a mi lado, también guarda silencio. Ha escondido las manos enguantadas dentro de las mangas.

El intérprete se vuelve hacia el grupo y habla entrecortadamente. Sé lo que les estará diciendo, conozco el paño. Les estará contando que las mujeres de aquí tienen costumbres diferentes, que ser observadas a través de la lente de una cámara es para ellas una experiencia de violación.

Aún tengo la vista clavada en la acera, hipnotizada por los pies de las mujeres. Una de ellas lleva unas Sandalia que le dejan los dedos al aire, y tiene las uñas pintadas de rosa. Recuerdo el olor del esmalte de uñas, y cómo se arrugaba si pasabas la segunda capa demasiado pronto, la textura satinada de las medias transparentes en contacto con la piel, y el roce de los dedos empujados hacia la abertura del zapato por el peso de todo el cuerpo. La mujer de las uñas pintadas se apoya primero en un pie y luego en otro. Casi siento sus zapatos en mis propios pies. El Olor del esmalte de uñas me ha abierto el apetito.

—Disculpadme —dice otra vez el intérprete para llamar nuestra atención. Muevo la cabeza, dándole a entender que lo he oído—. Preguntan si sois felices —continúa. Puedo imaginarme la curiosidad de esta gente:
¿Son felices? ¿Cómo pueden ser felices?
Siento sus ojos brillantes sobre nosotras, cómo se inclinan un poco hacia delante para captar nuestra respuesta, sobre todo las mujeres, aunque los hombres también: somos un misterio, algo prohibido, los excitamos.

Deglen no dice nada. Reina el silencio. Pero a veces, no hablar es igualmente peligroso.

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