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Authors: Jerónimo Tristante

El enigma de la calle Calabria (2 page)

BOOK: El enigma de la calle Calabria
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Comprobó entonces, sin perder detalle, que Matas tocaba con el pie la pantorrilla de la joven, que estaba sentada justo enfrente de él. La beata no se percató de nada y las miradas de la joven y del caballero castellano se encontraron como si no hubiera nadie alrededor.

En aquel momento el industrial y diputado se levantó con disimulo y salió al pasillo con el pretexto de que iba a no sé dónde. El viajero desconocido se dio cuenta de que esperaba en el pasillo, pues lo vio reflejado en el cristal de la ventanilla.

Después salió ella.

El pasajero se levantó a toda prisa para buscar su bolso de mano y avisar al revisor.

La respiración de Matas era agitada. La joven no sólo se dejaba besar, sino que parecía muy excitada y emitía pequeños gemidos cuando él apretaba sus senos, que se estremecían bajo el vestido. Aquello prometía, pensó el hombre. Toda su vida había fantaseado con la posibilidad de ganar un acta de diputado. Era la mejor manera de conseguir poder e influencia, de prosperar aún más en sus negocios y escapar de su autoritaria mujer durante largas temporadas, que le permitirían hacer de las suyas en múltiples viajes oficiales. ¡No podía creerlo! Ni siquiera había tenido que llegar a Barcelona para lograr su primera conquista y, además, la joven, nada menos que una huérfana desvalida, iba a residir en la misma ciudad que él.

Sí, Pablo Matas se las prometía muy felices.

Comenzó a subir lentamente la falda de la joven que, muy sofocada, suplicaba por su virtud. Mientras besaba el cuello de aquella apasionada jovencita, Matas luchó por quitarle el refajo.

—¡Sí... sí..! —decía ella, excitándolo aún más.

Entonces se abrió de golpe la puerta del compartimento de equipajes y apareció un tipo alto, fornido y con aspecto de duro. No vestía mal, aunque tenía cierto aire peligroso y una mirada ruda, inhumana, que se fijaba en don Pablo Matas como si fuera una presa. Este se separó de un salto de la joven, justo antes de recibir un puñetazo en pleno rostro que le hizo rodar por el suelo. Debió de golpearse la ceja al caer, porque cuando logró ponerse en pie, un velo rojo le cubría enteramente el ojo derecho.

—¡Maldito hijo de puta! ¡Te rajo! —dijo el otro sacando una inmensa navaja que hizo que la joven prorrumpiera en un sonoro grito de pánico.

—¡No, no! ¡Espere! ¡Ha sido ella! —exclamó el burgués intentando salvar la vida.

—¡Lo he visto! ¡Estaba usted forzando a mi hermana! ¿Verdad? —dijo aquel energúmeno mirando a la joven, que ya se había cubierto y aguardaba sumisa en un rincón.

—Sí -afirmó ella mintiendo descaradamente—. Me ha traído aquí mediante engaños y quería violarme. ¡No, no! ¡Miente! gritó Malas.

—¡Te mato, bastardo! -dijo el afrentado hermano de Ana Ferrán, a la vez que con una mano tomaba por el cuello al industrial para intentar apuñalarlo con la otra.

—¡No lo mates, no lo mates! —gritaba la joven.

—¡Espere! ¡Espere! ¡Tengo dinero! ¡Mucho dinero!

El joven arrojó a un rincón al diputado, que quedó allí hecho un guiñapo, y adoptó después un aire pensativo. Miró al techo con desesperación y, de pronto, dijo:

—No merece la pena que me manche las manos de sangre con usted. Llamare a la policía y tendrá su merecido. Mi hermana es menor de edad. Es usted un sucio pervertido.

Don Pablo Matas y Contreras sintió que se le hundía el mundo bajo los pies.

—No... no... espere, por favor—suplicó patéticamente—. Todo ha sido un malentendido y nadie ha salido herido. La virtud de su hermana está intacta, ¿verdad?

La joven asintió.

—¿Y qué? Es usted un delincuente, un violador de muchachas. Se le va a caer el pelo, seguro.

Matas, de rodillas en el suelo, suplicó de nuevo:

—Espere, se lo ruego. No ha ocurrido nada irreparable. Es la primera vez en mi vida que me pasa algo así y no volverá a pasar, se lo juro. No sé qué me pasó por la cabeza, creí que ella quería, se lo aseguro. Un escándalo no conviene a nadie, ni a mí ni a su hermana. Estoy dispuesto a compensarles por el mal rato que ha pasado la joven y por el sufrimiento que le pueda haber causado a usted, de verdad.

El hermano de la joven cerró la puerta y la miró como pidiendo consejo, mientras el industrial sacaba su billetera y les tendía un buen fajo de billetes. Hizo otro tanto con su reloj.

—Los gemelos —ordenó el afrentado.

Matas se deshizo de ellos y la joven tomó el dinero y las prendas que les entregaba el diputado metiéndoselo todo bajo el refajo en un gesto que resultó un tanto ordinario viniendo de una joven dama.

Don Pablo, que permanecía de rodillas, se sintió algo aliviado. Parecía que iba a salir con bien de aquello. Tenía un aspecto patético. La corbata aflojada, la pechera de la camisa rota y algunos mechones de su cabello, que debían cubrir su ya avanzada calvicie, caídos ridículamente hacia la derecha.

—Míralo -dijo el joven moreno—. ¡Qué pena de hombre!

En aquel momento el tren se detuvo.

—Perfecto —añadió guardando la navaja—. Conforme al horario previsto, como siempre.

—¡Daroca! —gritó el factor de la estación indicando la parada a los viajeros.

Fue entonces cuando don Pablo lo comprendió todo, al ver que la joven tomaba del brazo a aquel chulo mientras lo miraba sonriendo. Lo habían desplumado. Había sido víctima de un timo. Ahora lo veía claro.

¿Cómo iba a querer una joven como aquélla mantener relaciones con un vejestorio como él, al que apenas conocía y, por ende, en el compartimento de equipajes de un tren? Eso no ocurría ni en la más increíble de las novelas de amor que leía su mujer. Pensó en ella y sintió que le invadía el pánico. Merecía la pena callar, perder el dinero si cabe, los gemelos y el reloj suizo, con tal de que no trascendiera lo ocurrido. Acababa de salir de su pueblo y ya lo habían timado. Se sintió avergonzado.

—Ahí te quedas, pardillo —dijo el timador abriendo la puerta del departamento de equipajes y sacando la cabeza para ver si el camino estaba despejado.

El sonoro clic de un arma al ser amartillada y el frío acero del cañón en la sien paralizaron al momento a aquel chulo. Unas esposas se cerraron sobre su muñeca, dejándolo anclado a una agarradera del pasillo.

—Espose a la joven, revisor —dijo una voz que surgió de la derecha.

El tipo en cuestión, bien vestido, de barba recortada, amplia frente y luminosos ojos entre verdosos y pardos, mantenía encañonado al timador.

—Quedan ustedes dos detenidos —repuso solemnemente.

Matas reconoció al viajero que había permanecido dormido a su lado durante casi todo el trayecto mientras él flirteaba con la joven.

—¿Usted? —acertó a decir balbuceando, a la vez que se ponía de pie con dificultad.

—Víctor Ros, inspector de policía de la Brigada Metropolitana —contestó su salvador inclinando la cabeza—. Me temo que, en cuanto lleguemos a Barcelona, estos dos pájaros pasarán un largo tiempo a la sombra. Ha tenido suerte, caballero.

PRIMERA PARTE

VÍCTOR

Capítulo 1

Don Alfredo Blázquez, con su sempiterno traje de mezcli11a, aspecto apocado, fino bigote y gruesas lentes, miraba arriba y abajo en el andén del apeadero del barrio de Sants buscando a Víctor, mientras evitaba chocar con la multitud de mozos y viajeros que transitaban a su lado. Aquel pueblecito había ido poco a poco convirtiéndose en una localidad industrial, próspera y prometedora, y sin saber bien cómo, cuándo ni por qué, estaba siendo engullido por la metrópoli que lo acechaba, Barcelona.

Sacó su reloj de bolsillo y, apartándose todo lo que pudo del vapor que exhalaba la locomotora, miró la hora y advirtió que el tren, una vez más, había llegado con retraso.

De pronto, detectó movimientos extraños al fondo. Las carreras, idas y venidas de un revisor acompañado de dos guardias y del jefe de estación le hicieron acercarse al último vagón. Después de deshacerse de un par de pilludos que, con la cara negra como el carbón e inmensas gorras, pretendían sacarle unos reales a cambio de «enseñarle la ciudad», llegó a la altura del último compartimento. Dos jóvenes, una mujer y un hombre, bajaron escoltados por la fuerza pública. Iban esposados. Después bajó Víctor, acompañado de un mozo de equipajes que portaba su baúl, entre lisonjas y agradecimientos del revisor y del jefe de estación.

¡Alfredo! dijo Ros lanzándose a abrazar a su buen amigo . Se le ve bien,

—Tú tampoco estás nada mal -repuso Blázquez-. Veo que ya la has armado.

—Sí -dijo Víctor Ros, sonriendo con modestia-. Dos pillos que iban a timar a un espabilado. Lo de siempre.

—Nunca dejas de pensar, ¿verdad?

—Ya me conoces.

—Venga —añadió don Alfredo-. Vayamos al hotel. Estarás cansado.

Los dos amigos caminaron pausadamente por el andén, algo más despejado, mientras se ponían al día sobre sus respectivas familias.

-Tu mujer me dice que por la noche te tapes con una sábana; afirma que el relente te sienta mal y que sueles dormir con los postigos demasiado abiertos.

—No sabes el calor que estamos pasando, Víctor. Barcelona a veces puede ser muy húmeda.

—Más que Madrid, seguro —dijo Víctor Ros riendo divertido-. Bueno, bueno, yo he transmitido el mensaje. Por cierto, tu nieta está hecha un sol.

—¿Sana?

—Sana como un roble.

—¿Y mi ahijado?

—Mi hijo Víctor está perfecto. Gordito y feliz. Y Cecilia, también, es una cría preciosa. La niña de mis ojos.

—Eres afortunado, Víctor, tienes dos hijos maravillosos. ¿Y Clara?

—Esplendorosa. Ahí anda, con tu mujer y sus amigas, preparando no sé qué moción para que las dejen presentarse a las elecciones.

—¡Pero si no pueden votar! ¿Cómo han de dejarlas presentarse?

—Ahí está el quid de la cuestión. Son sufragistas, querido amigo, sufragistas. Lo único que quieren es montar un escándalo y llamar la atención de la sociedad sobre lo injusto de su situación. Sus mentes nunca descansan.

Blázquez quedó pensativo por un momento.

—Creo firmemente que si las mujeres votaran otro gallo nos cantaría. Serían perfectamente capaces de hacer un mundo mejor -dijo.

—No te falta razón, Alfredo, no te falta razón.

Habían llegado al coche de caballos que don Alfredo tenía preparado. Víctor contempló el panorama que se abría ante él al salir de la estación: el trasiego de carruajes, tranvías, paisanos arrastrando carretones y gente a pie; resultaba impresionante.

—Vaya —apuntó echándose el bombín hacia atrás para ver mejor—. Me recuerda a la Puerta del Sol a las doce de la mañana. Esta siempre fue una ciudad laboriosa.

—¿Cuánto tiempo hace que no venías por Barcelona, Víctor?

—Hace ocho años, creo.

—¿Conoces la ciudad? —preguntó Blázquez cuando subían al carruaje.

—La conocía, pero crece tanto que temo que a estas alturas debo de ser un desconocido para ella y ella para mí. Pero no creas, cuando estaba en Figueras y juntaba varios días libres me venía para acá. Tomaba habitaciones en el Hotel Colón y pasaba unos días de órdago a la grande.

—Correrías de juventud.

—Exacto, Alfredo.

El coche comenzó a traquetear sobre el piso y Víctor miró hacia el exterior.

—¿Alguna novedad? —preguntó refiriéndose al caso que había llevado a su amigo a la Ciudad Condal.

—Ninguna. Por eso te llamé.

—Tienes razón, qué pregunta más tonta. Sigue desaparecido.

—Sigue.

—Me gustaría asearme, cenar en el hotel y acostarme pronto. Estoy cansado.

Descuida, lie reservado unas habitaciones magníficas. Dan a las Ramblas y a la plaza de Cataluña. El hotel hace esquina.

—Perfecto. Si te parece, durante la cena me puedes poner al día.

—Eso había pensado.

El carruaje transitaba por la avenida de Roma. A Víctor le pareció que la ciudad estaba muy cambiada. El Ensanche, al igual que el barrio de Salamanca de Madrid, había supuesto un serio intento de hacer crecer la urbe de manera racional, moderna. Con amplias calles y un trazado regular, aquella manera de urbanizar debía descongestionar los barrios de la ciudad en los que se hacinaba y malvivía la gente, y en los que las viviendas dejaban mucho que desear en cuanto a su salubridad y condiciones de vida. Se había intentado imitar, al igual que en Madrid pero con más éxito, el desarrollo urbanístico de ciudades modernas como París o la mismísima Nueva York.

—Esto tiene, realmente, muy pero que muy buena pinta —dijo Víctor asintiendo complacido a la vez que miraba por la ventanilla.

—Sí, se lo han tomado en serio. Una de mis primas vive por aquí, la mujer del secuestrado, precisamente. Son muchos los burgueses que han comenzado a construirse casas por esta zona. Al parecer, y según me contaron mis primas, la ciudad presentó un proyecto de un tal Antoni Rovira i Trias con grandes ejes radiales que partían de la zona antigua, pero en Madrid el Gobierno central lo rechazó y apostó por éste de don Ildefonso Cerdá.

—Nunca aprenderemos, Alfredo.

—Me temo que no. Aun así, este Cerdá, hombre convencido por los postulados del socialismo utópico, hizo un diseño moderno, preocupado como estaba por las condiciones sanitarias de los obreros. Ya sabes: espacios abiertos con zonas ajardinadas, amplias vías, todos los servicios básicos en cada manzana..., pero los burgueses, los especuladores, han terminado por desvirtuar el proyecto buscando la máxima ganancia.

—Como siempre.

—Como siempre, Víctor. A pesar de todo la zona ha quedado coqueta, proliferan los comercios, los restaurantes y los cafés, así como las viviendas de gente bien. Cerdá fue un hombre concienciado.

—¿Fue?

—Sí, ya murió. Dice el marido de una de mis primas, Eufrasio, que es ingeniero civil, que don Ildefonso Cerdá hizo algunos estudios muy interesantes sobre las condiciones de vida de los obreros en Barcelona, no creas, con estadísticas y todo, que son de lo mejorcito que se ha escrito al respecto.

—Vaya.

—Aun así el Ensanche es una zona próspera, prometedora.

El carruaje doblaba por la rambla de Cataluña y Víctor miraba por la ventanilla con aire nostálgico. Recordó aquella época en la que, tras su participación en la desarticulación de la célula radical de Oviedo, había sido ascendido a subinspector con destino en Figueras. El subinspector más joven en la historia de la policía española. Recordó las ilusiones de aquella época, los proyectos, y tuvo que admitir que las cosas no le habían ido nada mal.

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