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Authors: Albert Camus

Tags: #Clásico

El extranjero (9 page)

BOOK: El extranjero
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Cuando llegó el turno a Tomás Pérez, un ujier tuvo que sostenerlo hasta la barra. Pérez dijo que había conocido principalmente a mi madre y que no me había visto más que una vez, el día del entierro. Le preguntaron qué había hecho yo ese día, y respondió: «Ustedes comprenderán; me sentía demasiado apenado, de manera que nada vi. La pena me impedía ver. Porque era para mí una pena muy grande. Y hasta me desmayé. De manera que no pude ver al señor.» El Abogado General le preguntó si por lo menos me había visto llorar. Pérez respondió que no. El Procurador dijo entonces a su vez: «Los señores jurados apreciarán.» Pero el abogado se había enfadado. Preguntó a Pérez en un tono que me pareció exagerado, «si había visto que yo no hubiera llorado.» Pérez dijo: «No.» El público rió. Y el abogado recogiendo una de las mangas, dijo con tono perentorio: «¡He aquí la imagen de este proceso! ¡Todo es cierto y nada es cierto!» El Procurador tenía el rostro impenetrable y clavaba la punta del lápiz en los rótulos de los expedientes.

Después de cinco minutos de suspensión durante los cuales el abogado me dijo que todo iba bien, se oyó que la defensa citaba a Celeste. La defensa era yo. Celeste echaba miradas hacia mi lado de cuando en cuando y daba vueltas a un panamá entre las manos. Llevaba el traje nuevo que se ponía para ir conmigo algunos domingos a las carreras de caballos. Pero creo que no había podido ponerse el cuello porque llevaba solamente un botón de cobre para mantener cerrada la camisa. Le preguntaron si yo era cliente suyo, y dijo: «Sí, pero también era un amigo»; lo que pensaba de mí, y respondió que yo era un hombre; qué entendía por eso, y declaró que todo el mundo sabía lo que eso quería decir; si había notado que era reservado y se limitó a reconocer que yo no hablaba para decir nada. El Abogado General le preguntó si yo pagaba regularmente la pensión. Celeste se rió y declaró: «Esos eran detalles entre nosotros.» Le preguntaron otra vez qué pensaba de mi crimen. Apoyó entonces las manos en la barra y se veía que había preparado alguna respuesta. Dijo: «Para mí, es una desgracia. Todo el mundo sabe lo que es una desgracia. Lo deja a uno sin defensa. Y bien: para mí es una desgracia.» Iba a continuar, pero el Presidente le dijo que estaba bien y que se le agradecía. Entonces Celeste quedó un poco perplejo. Pero declaró que quería decir algo más. Se le pidió que fuese breve. Repitió aún que era una desgracia. Y el Presidente dijo: «Sí, de acuerdo. Pero estamos aquí para juzgar desgracias de este género. Muchas gracias.» Como si hubiese llegado al colmo de su sabiduría y de su buena voluntad, Celeste se volvió entonces hacia mí. Me pareció que le brillaban los ojos y le temblaban los labios. Parecía preguntarme qué más podía hacer. Yo no dije nada, no hice gesto alguno, pero es la primera vez en mi vida que sentí deseos de besar a un hombre. El Presidente le ordenó otra vez que abandonara la barra. Celeste fue a sentarse en el escaño. Durante todo el resto de la audiencia quedó allí, un poco inclinado hacia adelante, con los codos en las rodillas, el panamá sobre las manos, oyendo todo lo que se decía.

María entró. Se había puesto sombrero y todavía estaba hermosa. Pero me gustaba más con la cabeza descubierta. Desde el lugar en que estaba adivinaba el ligero peso de sus senos y reconocía el labio inferior siempre un poco abultado. Parecía muy nerviosa. Le preguntaron en seguida desde cuándo me conocía. Indicó la época en que trabajaba con nosotros. El Presidente quiso saber cuáles eran sus relaciones conmigo. Dijo que era mi amiga. A otra pregunta, contestó que era cierto que debía casarse conmigo. El Procurador, que hojeaba un expediente, le preguntó con tono brusco cuándo comenzó nuestra unión. Ella indicó la fecha. El Procurador señaló con aire indiferente que le parecía que era el día siguiente al de la muerte de mamá. Luego dijo con ironía que no querría insistir sobre una situación delicada; que comprendía muy bien los escrúpulos de María, pero (y aquí su acento se volvió más duro) que su deber le ordenaba pasar por encima de las conveniencias. Pidió pues a María que resumiera el día en el que yo la había conocido. María no quería hablar, pero ante la insistencia del Procurador recordó el baño, la ida al cine y el regreso a mi casa. El Abogado General dijo que después de las declaraciones de María en el sumario de instrucción había consultado los programas de esa fecha. Agregó que la propia María diría qué película pasaban entonces. Con voz casi inaudible María indicó que en efecto era una película de Femandel. Cuando concluyó, el silencio era completo en la sala. El Procurador se levantó entonces muy gravemente y con voz que me pareció verdaderamente conmovida, el dedo tendido hacia mí, articuló lentamente: «Señores jurados: al día siguiente de la muerte de su madre este hombre tomaba baños, comenzaba una unión irregular e iba a reír con una película cómica. No tengo nada más que decir.» Volvió a sentarse, siempre en medio del silencio. Pero de golpe María estalló en sollozos; dijo que no era así, que había otra cosa, que la forzaban a decir lo contrario de lo que pensaba, que me conocía bien y que no había hecho nada malo. Pero el ujier, a una señal del Presidente, la llevó y la audiencia prosiguió.

En seguida se escuchó, pero apenas, a Masson, quien declaró que yo era un hombre honrado, «y que diría más, era un hombre bueno.» Apenas se escuchó también a Salamano cuando recordó que había tratado bien a su perro y cuando respondió a una pregunta sobre mi madre y sobre mí diciendo que yo no tenía nada más que decir a mamá y que por eso la había metido en el asilo. «Hay que comprender, decía Salamano, hay que comprender.» Pero nadie parecía comprender. Se lo llevaron.

Luego llegó el turno a Raimundo, que era el último testigo. Me hizo una ligera señal y dijo al instante que yo era inocente. Pero el Presidente declaró que no se le pedían apreciaciones, sino hechos. Le invitó a esperar las preguntas para responder. Le hicieron precisar sus relaciones con la víctima. Raimundo aprovechó para decir que era a él a quien este último odiaba desde que había abofeteado a su hermana. Sin embargo, el Presidente le preguntó si la víctima no tenía algún motivo para odiarme. Raimundo dijo que mi presencia en la playa era fruto de la casualidad. Entonces el Procurador le preguntó cómo era que la carta origen del drama había sido escrita por mí. Raimundo respondió que era una casualidad. El Procurador redargüyó que la casualidad tenía ya muchas fechorías sobre su conciencia en este asunto. Quiso saber si era por casualidad que yo no había intervenido cuando Raimundo abofeteó a su amante; por casualidad que yo había servido de testigo en la comisaría; por casualidad aún que mis declaraciones con motivo de ese testimonio habían resultado de pura complacencia. Para concluir, preguntó a Raimundo cuáles eran sus medios de vida, y como el último respondiera: «guardalmacén», el Abogado General declaró a los jurados que el testigo ejercía notoriamente el oficio de proxeneta. Yo era su cómplice y su amigo. Se trataba de un drama crapuloso de la más baja especie, agravado por el hecho de tener delante a un monstruo moral. Raimundo quiso defenderse y el abogado protestó, pero se le dijo que debía dejar terminar al Procurador. Este dijo: «Tengo poco que agregar. ¿Era amigo suyo?», preguntó a Raimundo. «Sí», dijo éste, «era mi camarada». El Abogado General me formuló entonces la misma pregunta y yo miré a Raimundo, que no apartó la vista. Respondí: «Sí.» El Procurador se volvió hacia el Jurado y declaró: «El mismo hombre que al día siguiente al de la muerte de su madre se entregaba al desenfreno más vergonzoso mató por razones fútiles y para liquidar un incalificable asunto de costumbres inmorales.»

Volvió a sentarse. Pero el abogado, al tope de la paciencia, gritó levantando los brazos de manera que las mangas al caer descubrieron los pliegues de la camisa almidonada. «En fin, ¿se le acusa de haber enterrado a su madre o de haber matado a un hombre?» El público rió. El Procurador se reincorporó una vez más, se envolvió en la toga y declaró que era necesario tener la ingenuidad del honorable defensor para no advertir que entre estos dos órdenes de hechos existía una relación profunda, patética, esencial. «Sí», gritó con fuerza, «yo acuso a este hombre de haber enterrado a su madre con corazón de criminal». Esta declaración pareció tener considerable efecto sobre el público. El abogado se encogió de hombros y enjugó el sudor que le cubría la frente. Pero él mismo parecía vencido y comprendí que las cosas no iban bien para mí.

Todo fue muy rápido después. La audiencia se levantó. Al salir del Palacio de Justicia para subir al coche reconocí en un breve instante el olor y el color de la noche de verano. En la oscuridad de la cárcel rodante encontré uno por uno, surgidos de lo hondo de mi fatiga, todos los ruidos familiares de una ciudad que amaba y de cierta hora en la que ocurríame sentirme feliz. El grito de los vendedores de diarios en el aire calmo de la tarde, los últimos pájaros en la plaza, el pregón de los vendedores de emparedados, la queja de los tranvías en los recodos elevados de la ciudad y el rumor del cielo antes de que la noche caiga sobre el puerto, todo esto recomponía para mí un itinerario de ciego, que conocía bien antes de entrar en la cárcel. Sí, era la hora en la que, hace ya mucho tiempo, me sentía contento. Entonces me esperaba siempre un sueño ligero y sin pesadillas. Y sin embargo, había cambiado, pues a la espera del día siguiente fue la celda lo que volví a encontrar. Como si los caminos familiares trazados en los cielos de verano pudiesen conducir tanto a las cárceles como a los sueños inocentes.

IV

Aun en el banquillo de los acusados es siempre interesante oír hablar de uno mismo. Durante los alegatos del Procurador y del abogado puedo decir que se habló mucho de mí y quizá más de mí que de mi crimen. ¿Eran muy diferentes, por otra parte, esos alegatos? El abogado levantaba los brazos y defendía mi culpabilidad, pero con excusas. El Procurador tendía las manos y denunciaba mi culpabilidad, pero sin excusas. Una cosa, empero, me molestaba vagamente. Pese a mis preocupaciones estaba a veces tentado de intervenir y el abogado me decía entonces: «Cállese, conviene más para la defensa.» En cierto modo parecían tratar el asunto prescindiendo de mí. Todo se desarrollaba sin mi intervención. Mi suerte se decidía sin pedirme la opinión. De vez en cuando sentía deseos de interrumpir a todos y decir: «Pero, al fin y al caso, ¿quién es el acusado? Es importante ser el acusado. Y yo tengo algo que decir.» Pero pensándolo bien no tenía nada que decir. Por otra parte, debo reconocer que el interés que uno encuentra en atraer la atención de la gente no dura mucho. Por ejemplo, el alegato del Procurador me fatigó muy pronto. Sólo me llamaron la atención o despertaron mi interés fragmentos, gestos o tiradas enteras, pero separadas del conjunto.

Si he comprendido bien, el fondo de su pensamiento es que yo había premeditado el crimen. Por lo menos, trató de demostrarlo. Como él mismo decía: «Lo probaré, señores, y lo probaré doblemente. Bajo la deslumbrante claridad de los hechos, en primer término, y en seguida, en la oscura iluminación que me proporcionará la psicología de esta alma criminal.» Resumió los hechos a partir de la muerte de mamá. Recordó mi insensibilidad, mi ignorancia sobre la edad de mamá, el baño del día siguiente con una mujer, el cine, Fernandel, y, por fin, el retorno con María. Necesité tiempo para comprenderle en ese momento porque decía «su amante» y para mí ella era María. Después se refirió a la historia de Raimundo. Me pareció que su manera de ver los hechos no carecía de claridad. Lo que decía era plausible. De acuerdo con Raimundo yo había escrito la carta que debía atraer a la amante y entregarla a los malos tratos de un hombre de «dudosa moralidad.» Yo había provocado en la playa a los adversarios de Raimundo. Este había resultado herido. Yo le había pedido el revólver. Había vuelto sólo para utilizarlo. Había abatido al árabe, tal como lo tenía proyectado. Había disparado una vez. Había esperado. Y «para estar seguro de que el trabajo estaba bien hecho», había disparado aún cuatro balas, serenamente, con el blanco asegurado, de una manera, en cierto modo, premeditada.

«Y bien, señores», dijo el Abogado General: «Acabo de reconstruir delante de ustedes el hilo de acontecimientos que condujo a este hombre a matar con pleno conocimiento de causa. Insisto en esto», dijo, «pues no se trata de un asesinato común, de un acto irreflexivo que ustedes podrían considerar atenuado por las circunstancias. Este hombre, señores, este hombre es inteligente. Ustedes le han oído, ¿no es cierto? Sabe contestar. Conoce el valor de las palabras. Y no es posible decir que ha actuado sin darse cuenta de lo que hacía.»

Yo escuchaba y oía que se me juzgaba inteligente. Pero no comprendía bien cómo las cualidades de un hombre común podían convertirse en cargos aplastantes contra un culpable. Por lo menos, era esto lo que me chocaba y no escuché más al Procurador hasta el momento en que le oí decir: «¿Acaso ha demostrado por lo menos arrepentimiento? Jamás, señores. Ni una sola vez en el curso de la instrucción este hombre ha parecido conmovido por su abominable crimen.» En ese momento se volvió hacia mí, me señaló con el dedo, y continuó abrumándome sin que pudiera comprender bien por qué. Sin duda no podía dejar de reconocer que tenía razón. No lamentaba mucho mi acto. Pero tanto encarnizamiento me asombraba. Hubiese querido tratar de explicarle cordialmente, casi con cariño, que nunca había podido sentir verdadero pesar por cosa alguna. Estaba absorbido siempre por lo que iba a suceder, por hoy o por mañana. Pero, naturalmente, en el estado en que se me había puesto, no podía hablar a nadie en este tono. No tenía derecho de mostrarme afectuoso, ni de tener buena voluntad. Y traté de escuchar otra vez porque el Procurador se puso a hablar de mi alma.

Decía que se había acercado a ella y que no había encontrado nada, señores jurados. Decía que, en realidad, yo no tenía alma en absoluto y que no me era accesible ni lo humano, ni uno solo de los principios morales que custodian el corazón de los hombres. «Sin duda», agregó, «no podríamos reprochárselo. No podemos quejarnos de que le falte aquello que no es capaz de adquirir. Pero cuando se trata de este Tribunal la virtud enteramente negativa de la tolerancia debe convertirse en la menos fácil pero más elevada de la justicia. Sobre todo cuando el vacío de un corazón, tal como se descubre en este hombre, se transforma en un abismo en el que la sociedad puede sucumbir». Habló entonces de mi actitud para con mamá. Repitió lo que había dicho en las audiencias anteriores. Pero estuvo mucho más largo que cuando hablaba del crimen; tan largo que finalmente no sentí más que el calor de la mañana. Por lo menos hasta el momento en que el Abogado General se detuvo y, después de un momento de silencio, volvió a comenzar con voz muy baja y muy penetrante: «Este mismo Tribunal, señores, va a juzgar mañana el más abominable de los crímenes: la muerte de un padre.» Según él, la imaginación retrocedía ante este atroz atentado. Osaba esperar que la justicia de los hombres castigaría sin debilidad. Pero, no temía decirlo el horror que le inspiraba este crimen cedía casi frente al que sentía delante de mi insensibilidad. Siempre según él, un hombre que mataba moralmente a su madre se sustraía de la sociedad de los hombres por el mismo título que el que levantaba la mano asesina sobre el autor de sus días. En todos los casos, el primero preparaba los actos del segundo y, en cierto modo, los anunciaba y los legitimaba. «Estoy persuadido, señores», agregó alzando la voz, «de que no encontrarán ustedes demasiado audaz mi pensamiento si digo que el hombre que está sentado en este banco es también culpable de la muerte que este Tribunal deberá juzgar mañana. Debe ser castigado en consecuencia.» Aquí el Procurador se enjugó el rostro brillante de sudor. Dijo en fin que su deber era penoso, pero que lo cumpliría firmemente. Declaró que yo no tenía nada que hacer en una sociedad cuyas reglas más esenciales desconocía y que no podía invocar al corazón humano cuyas reacciones elementales ignoraba. «Os pido la cabeza de este hombre», dijo, «y os la pido con el corazón tranquilo. Pues si en el curso de mi ya larga carrera me ha tocado reclamar penas capitales, nunca tanto como hoy he sentido este penoso deber compensado, equilibrado, iluminado por la conciencia de un imperioso y sagrado mandamiento y por el horror que siento delante del rostro de un hombre en el que no leo más que monstruosidades.»

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