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Authors: Arthur C. Clarke

El fin de la infancia (2 page)

BOOK: El fin de la infancia
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—¡Ahí están! —dijo de pronto Van Ryberg, apretando la cara contra la ventana—. Vienen por la avenida... Son casi unos tres mil, me parece.

Stormgren recogió una libreta de notas y se unió a su ayudante. A casi un kilómetro de distancia, una pequeña, pero compacta multitud venía hacia el edificio del secretariado.

Traían unos estandartes y carteles desde aquí indescifrables, pero Stormgren sabía muy bien qué decían. Ahora ya se podía oír, elevándose por encima de los ruidos del tránsito, el inevitable coro de voces. Stormgren se sintió bañado por una repentina ola de disgusto. ¿No estaba harto el mundo de ese desfile de multitudes y de esos inflamados lemas?

La multitud había llegado ahora frente al edificio. Debían de saber que Stormgren los miraba, pues aquí y allí unos puños se elevaron en el aire. No estaban desafiándolo, aunque indudablemente querían que Stormgren viese el ademán. Como pigmeos que amenazasen a un gigante, esos puños airados se alzaban directamente contra el cielo, contra la brillante nube de plata que flotaba a cincuenta kilómetros de altura: la nave enseña de la flota de los superseñores.

Y probablemente, pensó Stormgren, Karellen observaba también la escena, y muy divertido. La reunión no se hubiera celebrado nunca sin la intervención del supervisor.

Stormgren se encontraba por primera vez con el jefe de la Liga de la Libertad. Ya no se preguntaba si eso sería prudente. Los planes del supervisor eran a veces excesivamente sutiles para el mero entendimiento humano. Por lo menos Stormgren no creía que pudiese nacer de allí mal alguno. Si se hubiese rehusado a ver a Wainwright la Liga hubiera utilizado esa actitud como un arma.

Alexander Wainwright era un hombre alto, elegante, de unos cincuenta años, totalmente honesto, y por lo mismo doblemente peligroso. Pues su obvia sinceridad hacía difícil no gustar de él, aunque uno no simpatizara con sus ideales... y con algunos de los hombres que había atraído a sus filas.

Stormgren no perdió tiempo, una vez que Van Ryberg los presentó brevemente y con cierta tirantez.

—Supongo —comenzó a decir— que el objeto principal de su visita es el de protestar formalmente contra el esquema de la federación. ¿No es así?

Wainwright asintió gravemente con un movimiento de cabeza.

—Esa es mi intención, señor secretario. Como usted sabe hemos tratado durante todo este último lustro de hacer comprender a la raza humana el peligro que la acecha. Ha sido una tarea difícil, pues casi nadie parece lamentar que los superseñores gobiernen el mundo a su antojo. Sin embargo, más de cinco millones de patriotas, y de todos los países, han firmado nuestra petición,

—No es un número muy impresionante en una población de dos billones y medio.

—Es un número que no puede ser ignorado, señor. Y por cada persona que ha decidido firmar, hay otros muchos que dudan de la sabiduría, para no mencionar la justicia, de este proyecto de federación. Ni el supervisor Karellen, con todos sus poderes, puede borrar mil años de historia de un solo plumazo.

—¿Quién conoce los poderes de Karellen? —replicó Stormgren—. Cuando yo era niño la Federación Europea parecía un sueño, pero antes de que yo llegase a la madurez ya era realidad. Y eso ocurrió antes de la llegada de los superseñores. Karellen no hace más que terminar el trabajo comenzado por nosotros.

—Europa era una unidad geográfica y cultural. El mundo, no. Esa es la diferencia.

—Para los superseñores —replicó Stormgren sarcásticamente— la Tierra es quizá bastante más pequeña que Europa para nuestros padres, y el punto de vista de esas criaturas, hay que reconocerlo, es más evolucionado que el nuestro.

—No me opongo a la idea de una federación como último objetivo, aunque muchos de mis adherentes no estén de acuerdo. Pero esa federación tiene que nacer desde dentro; no puede ser impuesta desde fuera. Hemos de elaborar nuestro propio destino. ¡No queremos interferencias en los asuntos humanos!

Stormgren suspiró. Había oído todo eso cientos de veces, y sabía que sólo había una respuesta, una antigua respuesta que la Liga no estaba dispuesta a aceptar. Él confiaba en Karellen, y ellos no. Esa era la diferencia más importante, y nada podía hacerse a ese respecto. Por suerte la Liga tampoco podía hacer nada.

—Permítame hacerle algunas preguntas —dijo—. ¿Puede negar que los superseñores han traído seguridad, paz y prosperidad a todo el mundo?

—Es cierto. Pero nos han privado de la libertad. No sólo de pan...

—...vive el hombre. Ya lo sé. Pero por primera vez el hombre está seguro de poder conseguir por lo menos eso. Y de cualquier modo, ¿qué libertad hemos perdido en relación con la que nos han dado los superseñores?

—La libertad de gobernar nuestras propias vidas, guiados por la mano de Dios.

Al fin, pensó Stormgren, hemos llegado a la raíz del asunto. El conflicto era esencialmente religioso, aunque adoptase numerosos disfraces. Wainwright no permitía olvidar que era un clérigo. Aunque ya no usase el cuellito clerical, se tenía la constante impresión de que el aditamento estaba todavía allí.

—El mes pasado —apuntó Stormgren— un centenar de obispos, cardenales y rabinos firmaron una declaración en apoyo de la política del supervisor. El mundo religioso está contra usted.

Wainwright sacudió agriamente la cabeza.

—Muchos jefes están ciegos. Han sido corrompidos por los superseñores. Cuando comprendan el peligro será demasiado tarde, La humanidad habrá perdido su iniciativa y será sólo una raza subyugada.

El silencio se prolongó durante un rato. Al fin Stormgren replicó:

—Dentro de tres días volveré a encontrarme con el supervisor. Le explicaré sus objeciones, pues es mi deber representar los puntos de vista de todo el mundo. Pero eso no alterará nada, puedo asegurárselo.

—Hay otra cuestión —dijo Wainwright lentamente—. Tenemos muchas quejas contra los superseñores, pero detestamos, sobre todas las cosas, esa manía de ocultarse. Usted es el único hombre que ha hablado con Karellen, ¡y ni siquiera usted lo ha visto¡ ¿Puede sorprender acaso nuestra desconfianza?

—¿A pesar de todo lo que ha hecho en favor de la humanidad?

—Si, a pesar de eso. No sé que nos ofende más, su omnipotencia, o esa vida secreta. Si no tiene nada que ocultar ¿por qué no se muestra abiertamente? ¡La próxima vez que hable con el supervisor, señor Stormgren, pregúntele eso!

Stormgren calló. No tenía nada que decir, nada por lo menos que pudiera convencer a ese hombre. A veces se preguntaba si él mismo, Stormgren, estaría convencido.

Fue, por supuesto, una operación sin importancia desde el punto de vista de los superseñores, pero para la Tierra no hubo, en toda su historia, un acontecimiento más extraordinario. Las grandes naves descendieron desde los inmensos y desconocidos abismos del espacio sin ningún aviso previo. Innumerables veces se había descrito ese día en cuentos y novelas, pero nadie había creído que llegaría a ocurrir. Y ahora allí estaban: las formas silenciosas y relucientes, suspendidas sobre todos los países como símbolos de una ciencia que el hombre no podría dominar hasta después de muchos siglos. Durante seis días habían flotado inmóviles sobre las ciudades, sin reconocer, aparentemente, la existencia del hombre. Pero no era necesario. Esas naves no habían ido a pararse tan precisamente y sólo por casualidad sobre Nueva York, Londres, París, Moscú, Roma, Ciudad del Cabo, Tokio, Camberra...

Aún antes que aquellos días aterradores terminaran, algunos ya habían sospechado la verdad. No se trataba de un primer intento de contacto por parte de una raza que nada sabía del hombre. Dentro de esas naves inmóviles y silenciosas, unos expertos psicólogos estaban estudiando las reacciones humanas. Cuando la curva de la tensión alcanzase su cima, algo iba a ocurrir.

Y en el sexto día, Karellen, supervisor de la Tierra, se hizo conocer al mundo entero por medio de una transmisión de radio que cubrió todas las frecuencias. Habló en un inglés tan perfecto que durante toda una generación las más vivas controversias se sucedieron a través del Atlántico. Pero el contexto del discurso fue aún más sorprendente que su forma. Fue, desde cualquier punto de vista, la obra de un genio superlativo, con un dominio total y completo de los asuntos humanos. No cabía duda alguna de que su erudición y su virtuosismo habían sido deliberadamente planeados para que la humanidad supiese que se hallaba ante una abrumadora potencia intelectual. Cuando Karellen concluyó su discurso las naciones de la Tierra comprendieron que sus días de precaria soberanía habían concluido. Los gobiernos locales podrían retener sus poderes, pero en el campo más amplio de los asuntos internacionales las decisiones supremas habían pasado a otras manos. Argumentos, protestas, todo era inútil.

Era difícil que todas las naciones fuesen a aceptar mansamente semejante limitación de sus poderes. Pero una resistencia activa presentaba dificultades insuperables, pues la destrucción de las naves, si eso fuese posible, aniquilaría a las ciudades que estaban debajo. Sin embargo, una gran potencia hizo la prueba. Quizá los responsables pensaban matar dos pájaros de un tiro, pues el blanco se hallaba suspendido sobre las capital de una vecina nación enemiga.

Mientras la imagen de la enorme nave se agrandaba en la pantalla televisora del secreto cuarto de control, el pequeño grupo de oficiales y técnicos debió de haber experimentado muy diversas sensaciones. Si tenían éxito ¿qué acción emprenderían las otras naves? ¿Podrían ser también destruidas? ¿Volvería la humanidad a ser dueña de sus destinos? ¿O lanzaría Karellen alguna terrible venganza contra aquellos que lo habían atacado?

La pantalla se apagó de pronto. El proyectil atómico estalló ante el impacto y la imagen pasó de una cámara a otra que flotaba en el aire a varios kilómetros de altura. En esa fracción de segundo la bola de fuego ya se habría formado y estaría cubriendo el cielo con su fuego solar.

Sin embargo, no había pasado nada. La enorme nave flotaba intacta bañada por el intenso sol de las orillas del espacio. No sólo la bomba no había dado en el blanco, sino que nadie supo qué había ocurrido con el proyectil. Por otra parte, Karellen no tomó ninguna represalia, ni dio muestras de haberse enterado del ataque. Lo ignoró totalmente, dejando que los responsables se preguntasen cuándo llegaría la venganza. Fue un tratamiento más eficaz, y más desmoralizador que cualquier posible acción punitiva. El gobierno de la nación atacante se derrumbó pocas semanas después entre mutuas recriminaciones.

Hubo también alguna resistencia pasiva a la política del supervisor. Comúnmente Karellen vencía todas las dificultades dejando en libertad de acción a los rebeldes, hasta que estos comprendían que se estaban dañando a sí mismos al rehusarse a cooperar. Sólo una vez actuó en forma directa contra un gobierno recalcitrante.

Durante más de cien años la república sudafricana había sido el escenario de una lucha racial. Hombres de buena voluntad, de los dos bandos, habían tratado en vano de levantar un puente. El miedo y los prejuicios eran demasiado profundos como para permitir alguna cooperación. Los sucesivos gobiernos sólo se habían distinguido por su mayor o menor intolerancia; el país estaba envenenado por el odio y la amenaza de la guerra civil.

Cuando se hizo evidente que nada se intentaría para terminar con la discriminación racial, Karellen lanzó su advertencia. Se trataba sólo de una fecha y de una hora; nada más. Hubo alguna aprensión, pero no miedo ni pánico, pues nadie creía que los superseñores fuesen a emprender una acción que destruiría por igual a culpables e inocentes.

Y no lo hicieron. Sólo ocurrió que en el momento en que pasaba por el meridiano de la Ciudad del Cabo el sol desapareció de pronto. Sólo se veía un rojizo y pálido fantasma que no daba luz ni calor. De algún modo, allá en el espacio, la luz del sol había sido polarizada por dos campos cruzados que detenían todas las radiaciones. El área afectada era de unos quinientos kilómetros cuadrados, y perfectamente circular.

La demostración duró treinta minutos. Fue suficiente. Al otro día el gobierno sudafricano anunciaba que la minoría blanca gozaría de nuevo de todos sus derechos civiles.

Aparte de esos aislados incidentes, la raza humana había aceptado a los superseñores como parte del orden natural de las cosas. La conmoción inicial se desvaneció en un tiempo sorprendentemente corto, y el mundo siguió otra vez su curso. El mayor cambio que hubiese podido advertir algún nuevo Rip Van Winkle era el de una silenciosa expectación, un mental mirar sobre el hombro, como si la humanidad estuviese esperando la aparición de los superseñores, el momento en que saliesen de sus relucientes navíos.

Cinco años después aún estaba esperando. Eso, pensaba Stormgren, era la causa de todas las dificultades.

Cuando el coche de Stormgren entró en el aeropuerto ya estaban allí los habituales curiosos y las cámaras filmadoras. El secretario general cambió unas pocas palabras con su ayudante, recogió su portafolios, y atravesó la rueda de espectadores.

Karellen nunca lo hacía esperar. La multitud rompió en un —¡oh!— de asombro y la burbuja de plata se agrandó allá en el cielo con pasmosa velocidad. Una ráfaga de aire movió las ropas de Stormgren cuando la navecilla fue a detenerse a cincuenta metros de distancia, flotando delicadamente a unos pocos centímetros del suelo, como si temiese contaminarse con la Tierra. Mientras se adelantaba lentamente, Stormgren advirtió aquellos pliegues ya familiares del inconsútil casco metálico, y enseguida apareció ante él la abertura que tanto había preocupado a los mejores hombres de ciencia. Dio un paso adelante y entró en la cámara única, débilmente iluminada. La entrada volvió a cerrarse, como si nunca hubiese estado allí, borrando los ruidos y las escenas del mundo exterior.

Cinco minutos más tarde volvió a abrirse. Aunque no había tenido ninguna sensación de movimiento, Stormgren sabía que estaba ahora a una altura de cincuenta kilómetros, en el mismo corazón de la nave de Karellen. Los superseñores iban y venían alrededor de Stormgren ocupados en sus misteriosos asuntos. Se había acercado a ellos más que nadie, y sin embargo sabía tan poco de su aspecto físico como los millones que vivían allá abajo.

La salita de conferencias, situada en el fondo de un corto pasillo, no tenía más muebles que una silla y una mesa instaladas ante una pantalla. Nada informaba la pantalla acerca de las criaturas que la habían construido. Estaba en blanco ahora, como siempre. A veces, en sueños, Stormgren había imaginado que aquella oscura superficie se animaba de pronto, revelando el secreto que atormentaba al mundo entero. Pero el sueño no se había realizado nunca; detrás del rectángulo en sombras se ocultaba un misterio impenetrable. Aunque se ocultaba también allí poder y sabiduría, y sobre todo, quizá, un enorme y divertido cariño por aquellas criaturas que se arrastraban por la Tierra.

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