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Authors: Didier Van Cauwelaert

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Infantil y juvenil,

El fin del mundo cae en jueves (4 page)

BOOK: El fin del mundo cae en jueves
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Jadeando, con los dedos temblorosos, abro mi cortaplumas y corto los hilos para ampliar la sonrisa del oso.

—¡Ya era hora! ¿Me oyes mejor así?

Conteniendo mis lágrimas, le digo que ya le oía muy bien

—Ah, no llores. Por favor. Eso enmaraña las transmisiones, no conseguiré que me captes.

—¿Pero cómo es posible?

—¿Cómo es posible que me captes? Porque piensas en mí y te sientes culpable. No cambies nada, es perfecto: tengo un montón de cosas por decirte, extremadamente urgentes y de una importancia capital. Y eres el único a quien puede dirigirse mi alma: nadie más sabe que estoy muerto.

Con un nudo en el estómago, le pregunto si hay que avisar a algún familiar.

—¡Ah, no, de ningún modo! Si vieras a mi familia… Quedémonos así. Bien. Primera cosa: ¿cuál es tu nivel?

—¿Mi nivel?

—En ciencias, en mates, en biología, en física… ¿eres bueno o no?

—No.

El oso de peluche suelta una especie de suspiro que hace pfffrrrttt.

—Estoy de suerte. Se me ha cargado una nulidad. Qué vamos a hacerle, nos arreglaremos con lo que tengamos a mano. Toma una hoja.

—¿Para qué?

—Tengo que dictarte unos cálculos. Tenía una fórmula en la cabeza cuando tú me has matado, y tengo miedo de olvidarla. No se tienen superpoderes cuando se está muerto, te lo advierto. Primera revelación. Lo único que cambia es que ya no se tiene reuma. ¡Anota!

—¿Pero, por qué yo?

—¿Has visto alguna vez a un oso tomando notas? Repito que mis pensamientos hacen mover estos labios de peluche para que fijes tu atención en algo. Pero es muy fatigoso para mí. No voy a reventarme, además, moviendo para nada unas patas sin dedos que no pueden sujetar un bolígrafo. ¡Anota! Siete multiplicado por diez elevado a la duodécima potencia…

—¡Aguarde, va demasiado deprisa!

—No tengo la eternidad por delante, chiquillo. Al menos, no lo sé. Mi estado actual puede muy bien ser transitorio. Tal vez mi espíritu va a disolverse de un momento a otro.

—¿Es cierto? —digo con un acceso de esperanza.

—Vuelve a sentarme en tu cama, estoy ridículo en esta postura.

No se equivoca. Puesto al bies contra el zócalo, con una pata trasera doblada y la pajarita atravesada, tiene aspecto de un anuncio para suavizante. Le levanto por los hombros, le apoyo la espalda en un almohadón.

—Gracias, vuelve a coger su bolígrafo. Todo se arremolina en mis pensamientos. Así pues, si tengo una intensidad de siete elevado a la duodécima potencia de protones por ciclo…

—¡A la mesa! —grita mi madre.

—¡Ya estamos, la familia! —suspira el oso—. Me saca de quicio… Bueno, ve a cenar y vuelve pronto.

Dejo mi bolígrafo con mano temblorosa, me dirijo hacia la puerta. Antes de salir, echo una ojeada hacia atrás. La cabeza del oso ha girado para seguirme con la mirada.

—Perdóneme, señor, pero…

—Se dice: «Le ruego que me perdone».

—Perdón. ¿Pero quién es usted exactamente?

—En adelante, soy tu ángel custodio. Te necesito, de modo que te protejo. Ve a cenar, lograrás que te echen una bronca.

—No… Quiero decir… ¿Quién era usted, en la vida?

—¡Te estoy llamando, Thomas! —grita mi madre.

—¡Vamos! —ordena el oso—. Lávate las manos, a la mesa y apresúrate a regresar. Tú y yo tenemos que salvar un planeta.

7

Como un autómata, bajo por las escaleras, con la cabeza llena de frases del oso. Tropiezo en un peldaño.

—¡Pero ten cuidado! —berrea mi madre saliendo con la sopera de la cocina—. ¿Todavía estás soñando?

Pido perdón y entro tras ella en el comedor que sirve de habitación a mi padre, entre las horas de la comida. Su almohada, su cobertor y sus libros están ocultos bajo el sofá, por si recibimos visitas. Allí, con un pedazo de pan en la boca, da la espalda a la tele, donde habla un ministro.

—Buenas noches, muchacho, ¿te has divertido?

—Shtt —le dice mi madre señalando la pantalla, como si hubiera cortado la palabra al ministro.

Me siento entre ambos y tomamos sopa como todas las noches, mirando el Diario Obligatorio de las 20. Sus chips cerebrales graban las frecuencias de cada cadena y, en caso de control de audiencia, si no han mirado las informaciones Nacionales, son condenados a una reducción del tiempo de presencia ante las emisiones de ocio. Es la ley sobre Instrucción Cívica. Así, todo el mundo está al corriente de todo, se sabe de qué hablar y se piensa lo mismo: eso evita los malentendidos. Los menores sin enchipar aún, como yo, no están obligados a seguir el telediario, pero mi madre prefiere que me entrene, puesto que soy del género soñador, para que no me den la patada el día en que entre en la vida activa.

—La lucha contra la depresión nerviosa —prosigue Boris vigor en primer plano sobre fondo azul —sigue siendo más que nunca la prioridad número uno del gobierno. Tres depresivos nerviosos que intentaban romper la moral de sus colegas de trabajo han sido detenidos esta mañana. Y serán reprogramados de acuerdo con la ley sobre la Seguridad de las Personas.

Boris Vigor es el héroe nacional. El mayor jugador de man-ball y el ministro de Energía. Un cerebro de genio en un cuerpo de atleta. Despierta las fantasías de todas las chicas, y todos los muchachos sueñan con ser como él. Salvo yo, que lo encuentro tan sexy como una puerta de frigorífico, pero eso es porque soy un fracasado escolar, soy demasiado gordo y nulo en deporte: él encarna todo lo que me toca las narices. De modo que me callo, pienso en otra cosa cuando él habla y aplaudo con los demás, para que me dejen en paz.

—Todos los suicidas potenciales o perversos desviados que se revelen incapaces ante la felicidad y rechacen aprovechar su suerte —continúa el ministro— serán de inmediato retirados de la circulación, privados de cualquier posibilidad de hacer daño y curados en los centros de Recuperación, por su salud personal y en vistas al interés general. ¡Salud, prosperidad, bienestar!

—¡Salud, prosperidad, bienestar! —repite mi madre antes de meterse en la boca una cucharada de sopa.

—Zopenco —masculla mi padre.

Ella lo fusila con la mirada y me dice que coma mientras esté caliente. Entre el humo del potaje clavo los ojos en mi padre. Tiene los labios apretados, la mirada encogida tras su gafas redondas, el dedo índice sobre el botón
off
del mando a distancia.

—Última hora —prosigue la presentadora mostrando su auricular—. Acabamos de conocer la desaparición de un gran sabio, el profesor Léonard Pictone de la Academia de Ciencias.

Aparece una foto en la pantalla. Suelto la cuchara, que cae en la sopa.

—¡Pero bueno, ten cuidado! —grita mi madre—. ¡Una camisa limpia!

—De ochenta y nueve años de edad, doctor en física nuclear, el creador de nuestros chips cerebrales y el inventor del Escudo de Antimateria abandonó su domicilio a las dos de la tarde para dar un corto paseo por la playa de Ludiland, la estación balnearia de Nordville. Desde entonces, su familia carece de noticias. Compartimos su inquietud y la esperanza de encontrar cuanto antes al inmenso sabio…

—El inmenso cabrón, sí —masculla mi padre—. Colaboracionista con el poder, inventor del sistema que nos controla el cerebro.

—Tu sopa se enfría —le dice mi madre.

—Yo leí sus memorias: ¡sé de qué estoy hablando! ¡Afortunadamente, censuraron su libro!

—La búsqueda prosigue activamente —continúa la periodista— y las autoridades no excluyen de momento hipótesis alguna: amnesia, pérdida del sentido de orientación, rapto o ahogamiento accidental. Recordemos que hay una fuerte tempestad de viento en la costa de Ludiland, con olas extremadamente peligrosas… Si se encuentran con Léonard Pictone o si tienen la menor información que permita encontrarlo, deben llamar de inmediato a este número.

Las cifras se inscriben en la foto donde el profesor pone mala cara, con diez años menos que hace un rato en la playa. Con la punta de mi cuchara, anoto rápidamente el número en lo que queda de sopa inmóvil en el fondo de mi plato. Un sabio. He matado al sabio más grande del país.

La foto desaparece de la pantalla.

—Así termina este diario —sonríe la presentadora hinchando sus pechos—. Feliz velada a todos, y volveremos a vernos…

La tele se apaga.

—¡Pero bueno, espera a los créditos! —ladra mi madre.

—Dime, Thomas — encadena mi padre—, ¿cómo ha ido tu domingo?

Finjo tragar mi vaso de agua al revés, para tener una razón que justifique mi voz entrecortada, y respondo que todo va bien, que no hay nada especial.

—¿Ha volado bien XR9?

Asiento mientras toso.

—Esos juegos de chiquillo se han terminado —interrumpe mi madre—. Tiene que trabajar su musculación.

—¿Y crees que con semejante viento no la ha trabajado? —responde él

—Una ráfaga de viento le ha arrebatado la cometa.

Se hace un silencio mortal alrededor de la mesa. Mi padre me mira, consternado. Desdichado por mí y turbado ante ella. Veo pasar por sus ojos el precio de XR9.

—Es bueno que la haya perdido —decide mi madre sirviéndose otro plato de sopa—. Eso marca el final de su infancia: el paso a las cosas serias.

—¿Qué son las cosas serias? —masculla mi padre.

—Pensaba inscribirle en un club de fitness…

—¿Estás soñando, Nicole? No tenemos dinero, es embrutecedor y es malsano.

—…pero no está ya de actualidad —prosigue ella—. gracias al inspector del Ministerio del Azar, he podido lograr una cita con el doctor Macrosi.

La cuchara de mi padre se crispa sobre el plato de sopa. Mi madre vuelve hacia mí una mirada en la que brilla, por pirmera vez, una especie de orgullo. Y además, ignora a quién albergo yo en mi oso de peluche. Ella traga una cucharada de sopa, se limpia la boca y luego declara en tono solemne mirando a mi padre:

—Te anuncio una excelente noticia. Tu hijo será admitido en un campo de desnutrición donde le forjarán un nuevo cuerpo, muy delgado, muy hermoso y con todos los gastos pagados. Es una oportunidad inesperada.

—Ni hablar del peluquín —replica lentamente mi padre entre sus labios prietos.

—Te recuerdo que tu salario es la mitad del mío, yo ejerzo la autoridad paterna.

Él inclina la nariz hacia su plato. Es la ley de la Protección de la Infancia: nada tiene que decir. Una gran oleada de amor y tristeza humedece mis ojos, pero él no lo ve; mira los grumos de hortalizas sintéticas que flotan en la sopa de sobre. Y yo pregunto:

—¿Cuándo me marcho?

—Durante las vacaciones de verano, espero —dice ella—. El doctor Macrosi lo decidirá tras haberte examinado, espero que su secretaria me fije la cita. Pero con la recomendación del señor Burle, tendrás la plaza, no te preocupes.

No me preocupo, al menos no por eso. Pienso en el fantasma del sabio que me espera arriba en mi oso, según dice para hacerme salvar el planeta, y me siento más bien tranquilizado por salir de esa pesadilla. Pero el verano está lejos. En lo inmediato, tendré que domesticar al tal profesor Pictone. Ni hablar de que un desconocido me arruine la vida: ya tengo a mi madre, con eso me basta. Y además, ¡cómo me toca las narices con sus cálculos, a mí, que agarro un sarpullido ante la más pequeña raíz cuadrada! No voy a convertirme en el secretario de un muerto, ¿verdad? Ahora que conozco su nombre, voy a decírselo a su familia. Y si él cuenta que yo le maté, será la palabra de un oso de peluche contra la de un ser humano. Y ya está. Los fantasmas no existen, y yo estoy reconocido oficialmente. Dependo de la ley de la Protección de la Infancia. Soy una especie protegida; él no.

Me levanto para quitar la mesa, recojo los platos dejando el mío encima. En la cocina, copio en un pedazo de papel el número de teléfono que he anotado en la sopa. Encuentro que reacciono bastante bien ante la situación. No tengo miedo; sólo me devano los sesos para encontrar soluciones. Tengo la impresión de haber madurado de pronto, de haberme convertido en un hombre. Tal vez sea el hecho de haber matado a alguien.

Regreso al salón con el pastel de cereales y los yogures descremados. Desde que mis padres se alinearon con mi régimen, las comidas son cada vez más siniestras. No he perdido ni un gramo: son ellos los que adelgazan a ojos vista. Realmente es hora de que me marche.

Mi padre apura su cerveza, deja el vaso, con la mirada turbia, y me sonríe con un aire vagamente sádico.

—¿Sabes lo que suele hacer Jesús en los Evangelios?

—En la mesa no —dice mi madre.

Le doy vueltas a la adivinanza. Propongo, refiriéndome a lo que padezco del lado materno:

—¿Perdona a quienes le han ofendido?

—No, hace exorcismos. Ordena a los demonios que salgan del cuerpo de la gente…

—¡Jesús nunca existió, a Dios gracias! —interrumpe mi madre—. ¿Quieres pastel, Robert?

—No, no quiero, pero eso no impide que tu pastel exista. Es como con Jesús.

—Creo en un solo Dios, que es el Azar —recita mi madre—, y por lo tanto tu, al parecer, Hijo de Dios, aunque haya existido, es sólo fruto del Azar.

—¡Deja ya de hablar como una máquina! Jesús vino al mundo para liberar al hombre de su mala imagen de Dios.

—Entonces era un perverso descarriado, ¡como todos los personajes de leyenda! —dice furiosa—. Fuimos creados por el Azar y le damos las gracias jugando. Come tu yogur, Thomas.

—Jugando, damos gracias al Diablo —replica él—. El dios del juego, el «Mammón» de la Biblia, es el diablo.

—¿Cómo puedes decir semejantes horrores delante de tu hijo? —se indigna ella haciendo la señal de la Rueda—. No lo escuches, Thomas, veneramos la Ruleta, pues es el símbolo de la Tierra que gira para aportarnos los cíclicos beneficios de la Bola que elige el número adecuado. ¡Punto y final!

—Thomas, si sumas todos los números de las casillas de la ruleta, llegas al 666. ¡La Cifra de la Bestia, la Marca del Diablo!

—¡Para ya, Robert! El Diablo es la mala suerte, eso es todo, ¡y no existe! El Azar nos da a todos el mismo capital de suerte al empezar: ¡cada cual debe hacerlo trabajar!

—¡Un huevo, el Azar! —responde mi padre—. Jesús vino a probar a los hombres que están en la Tierra por amor y no por azar.

—¡Déjanos en paz con tus leyendas! ¿No te parece que ya tienes bastantes problemas? ¡Y deja de beber delante de tu hijo!

—No me molesta, mamá.

—¿Alguien te ha pedido tu opinión? —me suelta ella colérica, como cada vez que defiendo a su víctima—. Come tu yogur si quieres disolver tu grasa.

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