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Authors: Miquel Esteve

Tags: #Intriga, #Erótico

El juego de Sade (25 page)

BOOK: El juego de Sade
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—Es la última entrada que ha escrito —explica Eduard, aturdido—. Las entradas diarias correspondientes a los aproximadamente seis últimos meses son desalentadoras para un padre. Mi hijo, Jericó, es malvado y violento.

Respiras hondo y le preguntas.

—¿Crees que fue él quien mató a Magda?

—No lo descarto. Después de lo que he descubierto, sí, cabe la posibilidad. Cualquier colega mío vería indicios de patologías en este dietario.

La sinceridad de Eduard te anima a contárselo:

—Coincidimos en un bar de tapas el jueves por la tarde. Yo hacía tiempo para acudir a un local privado, el Donatien. En el curso de nuestra conversación, me explicó que Magda iba a actuar precisamente en ese local. No le comenté que coincidiríamos, porque de hecho no le mencioné que estaba invitado a la actuación.

—¿Por qué? —te pregunta con cara de extrañeza, mientras guarda la Moleskine.

Suspiras. ¡A ver cómo sales de esta, Jericó!

—Porque se trata de un local clandestino de erotismo y sexo colectivo donde solo se puede acceder con invitación.

Eduard te observa boquiabierto. Mueve la cabeza y sus labios esbozan una especie de sonrisa. Recupera el vaso y toma un sorbo.

—¿Me estás diciendo que Magda actuaba en un local de erotismo donde coincidiste con ella? ¿Debo entender eso?

—Sí.

—Entonces, ¿fue allí donde tuviste ese encuentro sexual sin protección con una chica? Porque debo suponer que era una chica, ¿no?

—Sí.

Eduard gesticula afirmativamente con la cabeza y murmura:

—¡Muy bien, Jericó, perfecto!

—No me vi con ánimos de explicártelo así…

Te interrumpe alzando la mano con un gesto autoritario:

—Solo una cosa. Un detalle sin importancia, a estas alturas. ¿Te acostaste con Magda?

—¡No! ¡Claro que no!

—Pero ¿participó ella en algún acto sexual?

—Actuó. Interpretaba el papel de una víctima femenina del marqués de Sade en un minucioso relato sobre unos hechos que tuvieron lugar en un arrabal de París…

Te detienes. Se te hace un nudo en la garganta antes de contárselo. Eres consciente de la gravedad del asunto y sabes que te caerá encima el peso recriminatorio de tu silencio.

—En un momento de la representación, Magda era sodomizada públicamente por el protagonista, el marqués de Sade.

No tienes fuerzas para ver cómo se frota el rostro de estupor. Decides acabar soltándolo todo:

—Magda encarnaba a una mujer del pueblo, Jeanne Testard, y la escena del crimen que presenciamos ambos en el piso de la chica reproducía justamente la interpretación en el Donatien: el abanico, el vibrador en el culo…

Eduard ha intervenido más deprisa de lo que esperabas:

—¿Debo suponer que Alfred se hallaba presente?

—¡No! Él no sabía exactamente el papel que iba a representar Magda, al menos es lo que me dio a entender.

Por fin, llega el reproche que esperabas:

—¿Cómo no me lo has contado antes? ¿Por qué?

No le respondes.

—¿Te das cuenta de que esta información es crucial para aclarar el asesinato de Magda? ¿Lo declaraste al inspector de los Mossos?

—No.

Se hace un silencio que aprovechas para beber y acomodarte. Tan solo le has contado una parte de una historia que te arrastra por la inmundicia. No le has mencionado el juego de Sade, la trama…

—¿Y ahora qué? —te pregunta.

Te quedas atónito porque ibas a preguntarle lo mismo. Improvisas:

—Creo que deberías hablar con Alfred de todo esto, de su afición al sado, de las fotos, del dietario donde figura mi nombre e, incluso, dejarle caer lo del Donatien, la actuación de Magda como Jeanne Testard para ver cómo reacciona.

—¡No lo entiendo! Si él no estaba presente en la representación, ¿cómo podía escenificar el relato con el cadáver?

Resoplas disimulando una dosis de satisfacción. Habéis llegado al nudo gordiano. Eso mismo es lo que os inquieta a Gabo, a Anna y a ti.

—¿Y cómo podemos estar seguros, Eduard, de que Alfred ignoraba la actividad secreta de Magda?

La luz de tonalidad anaranjada del despacho disemina la pregunta por la habitación. La inflexión de tu voz al formularla, suave pero resuelta, ha sumido a Eduard en el mutismo. Te felicitas en silencio porque estás encontrando la posible explicación de lo que buscabas sin haberte esforzado. La montaña ha ido a buscar a Mahoma y eso siempre resulta un alivio. Ahorra mucho esfuerzo.

—¡Dios mío! —exclama Eduard—. ¡Cuando te persigue una mala racha, no hay forma de escapar! El otro día me preguntaste por Paula y quizá te sorprendió mi silencio. Me cuesta hablar de ello. Está muy grave. Tiene un tumor cerebral con metástasis.

—¡Cuánto lo siento! —le respondes con sinceridad. Aprecias a Paula. En ocasiones incluso te la has puesto como modelo de mujer frente a Shaina, cuando te has jurado que si tuvieras una segunda oportunidad empezarías la vida con una compañera como ella.

—No podemos hacer nada. La metástasis le afecta la arteria aorta hasta el corazón, el pulmón izquierdo… ¡En fin, un drama! Ha dejado el trabajo de enfermera y está descansando en casa de sus padres en el pueblo de su infancia, Capçanes, alejada de todo en la casa familiar. Yo voy cuando puedo. No puedo abandonar a los pacientes. Además, ella no lo quiere. Alfred está muy afectado, tanto que se niega a aceptar la realidad y ha decidido ignorarlo.

El abatimiento de tu amigo se contagia al entorno y de pronto todo te parece menos agradable y más sombrío. Quisieras sincerarte y decirle que ya sabes lo que es estar a la sombra de la desgracia y no poder escapar de ella, pero al final decides no hacerlo.

—¿Shaina sabe algo de lo que hemos hablado? —te pregunta, recomponiéndose un tanto.

—No.

—¿Alguien más está al corriente?

—No, que yo sepa.

Lo has negado con contundencia para no levantar el polvo de la duda. ¡Si Eduard supiera que Shaina también está en el juego de Sade! ¡Si supiera que hay otras personas que tienen en el punto de mira a Alfred!

—Está bien, Jericó, te diré lo que vamos a hacer: no se lo cuentes a nadie. ¡Ni una palabra! Yo intentaré hablar con mi hijo y sonsacarle algo, ¿de acuerdo? Entonces, decidiremos. ¿Puedo confiar en ti?

Te tiende la mano para sellar la respuesta afirmativa. Se la estrechas y a continuación apuráis los vasos de whisky.

Mientras os dirigís al salón para que él se despida de Shaina, piensas en las extrañas vueltas que da la vida. Hace solo un par de años, estabas sentado entre el público de una librería, en la presentación de la novela de su hijo. Paula lo contemplaba, radiante y feliz, acompañada por Eduard, no menos satisfecho. Alfred tenía la ilusión en el rostro y Magda lo miraba con afecto. El editor de la obra —un poco pedante y misántropo— alabó su narrativa y lo presentó como una joven promesa a la que se debía tener muy en cuenta. Todo parecía encaminado a acabar bien. Todo parecía apuntar a un desenlace feliz. Pero la vida es imprevisible y caprichosa.

—¿Ya te vas? —le pregunta Shaina, que se ha levantado con cuidado para no dejar caer a
Marilyn
.

—Sí. Me alegro mucho de comprobar que sigues tan guapa como siempre —la galantea a la vez que la besa un par de veces.

—Recuerdos a Paula.

—De tu parte —le responde con una sonrisa fugaz.

Lo acompañas hasta la puerta del ascensor, ambos con cara de preocupación. No debéis fingir la gravedad del caso. Se abre la puerta y él entra. Antes de pulsar el botón para bajar te reitera:

—¡Hasta pronto, Jericó! En cuanto lleguen los resultados del laboratorio, te digo algo. Y ni una palabra a nadie de lo que hemos hablado. Es cosa mía. Te mantendré informado.

 

Entras en casa y vas hacia el salón. Shaina ha recuperado su habitual postura sobre el sofá y tiene el mando a distancia entre las manos.

—Me habría gustado acompañarte al Shunka, pero me ha sido imposible —mientes sentándote en tu sofá, aún caliente por el huésped anterior.

—No te preocupes, tenemos muchos días para compartir un sushi.

«¡Estúpida! ¡Nos quedan menos días de lo que te imaginas!», mascullas para tus adentros.

—¿Has cenado? —le preguntas.

—He comido un plato de fruta. ¿Y tú?

—Aún no.

—Hay pastel de tortillas en la nevera —te informa, señalando el frigorífico.

Perfecto. El pastel de tortillas que prepara Mercedes te encanta.

—¿Qué miras?

—Es una serie.
Sexo en Nueva York
.

Te quedas un par de minutos mirándolo, aunque no entiendes nada porque nunca has seguido la serie, y finalmente te levantas para ir hacia la cocina y servirte un trozo de pastel de tortillas.

Entonces ella te detiene:

—¡Por cierto, Jericó, me olvidaba! El martes que viene es el cumpleaños de Isaura. He decidido que lo celebraremos al mediodía. Por la tarde ella no tiene clase y yo por la noche tengo una cena con las compañeras de Pilates. Así puedo cumplir con los dos compromisos. —Acaba con una ridícula postura de cuello.

¿Cena de Pilates? La muy estúpida no sospecha que tú estás al cabo de la calle y sabes que es un engaño para acudir a la representación del juego de Sade sobre los hechos de Marsella.

—Como quieras. Entonces, ¿comeremos aquí en casa?

—Sí, encargaré algo en Prats Fatjó. Invitaré a mis padres.

¡Vaya! ¡La que te faltaba, Jericó! Tener que soportar a tu asquerosa suegra. Pero son los abuelos vivos de Isaura y ella los quiere. Por tanto, amigo mío, te toca apechugar.

—Me parece fantástico —afirmas con una sonrisa dentífrica de las que odias.

Mientras te encaminas a la cocina cabreado por el anuncio de la visita de tu suegra y para tratar de provocarla, armado de cinismo hasta las cejas, entonas la melodía de
La Marsellesa
, el himno francés.

¡No malgastes esfuerzos, Jericó! ¿Crees que Shaina es capaz de asociar el himno francés con el relato de los hechos de Marsella? Me parece, amigo mío, que la sobrevaloras.

El pastel de tortillas de Mercedes posiblemente sea la mejor receta de la fiel y abnegada sirvienta. Siempre has admirado la paciencia con la cual soporta a Shaina. Le pagas bien, sí, es cierto, pero conociendo a tu esposa, su carácter caprichoso y lunático, incluso consideras que los honorarios de Mercedes están por debajo de lo que se merece.

El pastel consiste en tres tortillas diferentes: una de berenjenas, otra de patata y cebolla, y la tercera de judías, colocadas una encima de la otra, cubiertas de bechamel y decoradas con una pizca de salsa de tomate. Servido frío, está delicioso.

Mientras comes solo, instalado en la mesa americana, saboreando con placer el pastel de tortillas acompañado con una Leffe negra, procuras dejar atrás todos los acontecimientos que últimamente vienen acosándote. Procuras buscar pensamientos positivos que armonicen con el suculento manjar, como el encuentro con Blanca en la FNAC o el regreso de Isaura a casa y sus relatos emocionados sobre Florencia. Pero el mecanismo de la mente es tan complejo como la vida misma, o acaso la vida sea compleja a causa del mecanismo de la mente de los hombres, vete tu a saber, el caso es que el juego de Sade con toda su perversión, instalado en el subconsciente, irrumpe antes de los postres.

Los publicistas y los psicólogos saben sobradamente que el sexo y el erotismo son un magnífico cebo . Sin embargo, en el juego de Sade no se trata de erotismo, Jericó, o de sexo como instinto primigenio. El juego sádico va más allá del instinto. Es el refinamiento de la dominación o subyugación con el sexo como finalidad y —lo que te parece más importante— también como instrumento. En el caso del marqués de Sade, por lo que has leído, el resultado final de toda la representación era la eyaculación, tanto en el asunto de Jeanne Testard como en los hechos de Marsella, pero para llegar al orgasmo está el diseño de toda una ambientación que es, como mínimo, tan importante como la finalidad, la explosión sexual. Además, desde luego, del trasfondo filosófico y social que tal exhibicionismo destila. ¿Cómo si no, Jericó, puedes explicarte que un aristócrata se convierta en un criado voluntariamente en las lides eróticas?

¿O el hecho de dejarse azotar por una prostituta? ¿No entiendes que el marqués transgredía conscientemente el orden social, el estatus y lo escenificaba? ¡Lo exhibía! Y para rematarlo: la carta de la Bastilla instigando el juego en el cual estás inmerso. El marqués tenía anhelos mesiánicos, quería asegurarse de que su espíritu perdurara.

Recoges el vaso, el plato y los cubiertos y lo dispones todo dentro del fregadero. Espoleado por los pensamientos sobre Sade, te encaminas hacia el despacho e inicias algunas búsquedas sobre él. Visitas algunas páginas, la gran mayoría de una vulgaridad que se detiene en la concupiscencia banal, aunque también encuentras alguna interesante. Te detienes especialmente en el período de reclusión de Sade en la Bastilla, donde redactó la carta del juego. Lees, como ya te había explicado Gabo, que allí escribió
Las 120 jornadas de Sodoma
en un rollo de cuartillas fabricado por él y te quedas conmocionado por la declaración de intenciones del marqués explícitamente escrita al final de la introducción de esta obra:

Es ahora, amigo lector, cuando debes preparar tu corazón y tu espíritu para el relato más impuro que se haya escrito nunca desde que el mundo existe: libro similar no se encuentra ni entre los antiguos ni entre los modernos. Imagina que todos los placeres honestos o prescritos por este ser del cual hablas siempre sin conocerlo y que denominas «naturaleza», que estos placeres, digo, quedarán expresamente excluidos de este libro y que, cuando los encuentres al azar, nunca dejarán de estar seguidos por algún crimen o teñidos por alguna infamia. Sin duda te disgustarán muchos de los desvíos que verás pintados, ya se sabe, pero algunos te acalorarán hasta tal punto que ya no tendrás ganas de fornicar, y eso es todo lo que necesitamos. Si no lo hubieran dicho todo, si no lo hubieran analizado todo, ¿cómo crees que adivinarían lo que te conviene? A ti te corresponde escoger; otro hará lo mismo y poco a poco todo ocupará el lugar que le corresponde.

Te has quedado sin aliento. ¿Está aseverando, Jericó, que escribe un relato sumamente perverso para curar, justamente, la perversión? No acabas de entenderlo. ¿Cuál es su verdadera intención? Esto es tan cínico como recomendar a un goloso que coma en exceso hasta empacharse para calmar la gula.

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