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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El mazo de Kharas (4 page)

BOOK: El mazo de Kharas
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—Las gallinas no son águilas. No pueden volar —dijo.

—¡Gracias! —exclamó alegremente Tasslehoff—. ¡Lo sabía! ¡Las gallinas no son águilas!

Apartó la mampara de ramas con brusquedad y, dejándola tirada en el suelo, se marchó sin llevarse el farol, cuya luz le daba de lleno a Raistlin en los ojos. El mago empezaba de nuevo a quedarse dormido cuando la vocecilla penetrante de Tas volvió a despertarlo.

—¡Caramon! ¡Ahí estás! —chilló Tas—. ¿A que no sabes qué? Las gallinas no son águilas. ¡No vuelan! Raistlin me lo ha dicho. ¡Aún hay esperanza, Caramon! Tu hermano se equivoca. No en lo de las gallinas, sino en lo de la esperanza. ¡Esta pluma es una señal! Fizban lanzó un conjuro al que llamaba «caída de pluma» para salvarnos cuando nos precipitamos desde la cadena y se suponía que debíamos caer como plumas, pero en cambio lo que pasó fue que cayeron montones de plumas... Plumas de gallina. Las plumas me salvaron, aunque a Fizban no.

La voz del kender se apagó para dar paso a un gimoteo al recordar a su tristemente fallecido amigo.

—¿Has estado molestando a Raist? —demandó Caramon.

—¡No, lo he estado ayudando! —repuso Tas, enorgullecido—. La tos lo ahogaba hasta casi matarlo, como le pasa siempre, ya sabes. ¡Tenía sangre en los labios al toser! Lo salvé. Corrí a buscar el agua que usa para prepararse esa porquería que se toma y que huele tan mal. Ahora está mejor, así que no tienes que preocuparte. Caramon, ¿es que no quieres que te cuente lo de las plumas de...?

Al parecer, Caramon no quería, porque Raistlin oyó el ruido de las pesadas botas que calzaba su gemelo cuando éste echó a correr hacia el cobertizo.

—¡Raist! —llamó Caramon con tono nervioso—. ¿Te encuentras bien?

—No gracias a ti —masculló el mago, que se arrebujó más en la manta y mantuvo los ojos cerrados. Podía ver a Caramon muy bien sin necesidad de mirarlo.

Grande, musculoso, ancho de hombros, sonrisa pronta, campechano, apuesto... Su hermano era amigo de todo el mundo y el preferido de todas las chicas.

—Me has dejado abandonado a los cuidados de un kender mientras tú andabas por ahí achuchándote con esa exuberante Tika —le reprochó Raistlin.

—No hables de ella así, Raist —pidió Caramon con un leve timbre cortante en su voz, por lo general afable—. Tika es una buena chica. Estuvimos bailando, nada más.

Raistlin gruñó.

Caramon siguió plantado en el mismo sitio, apoyando el peso ora en un pie, ora en otro.

—Siento no haber estado aquí para prepararte la infusión —dijo al cabo, con remordimiento—. No me di cuenta de que era tan tarde. ¿Quieres que...? ¿Necesitas que te traiga algo? ¿O que haga algo?

—¡Puedes dejar de parlotear, cerrar esa pobre imitación de puerta y apagar esa maldita luz!

—Sí, Raist, claro. —Caramon recogió la mampara de ramas entretejidas y volvió a colocarla en su sitio. Apagó de un soplo la vela que había dentro del farol y se desnudó a oscuras.

Intentó no hacer ruido, pero el hombretón —musculoso y sano en contraste con su débil gemelo— tropezó con la mesa, tiró la silla y, a juzgar por el juramento que soltó, se golpeó en la cabeza con la pared de la cueva mientras buscaba a tientas su jergón.

Raistlin rechinó los dientes y esperó, sumido en un silencio iracundo, a que Caramon acabara de acomodarse. Poco después su hermano roncaba y Raistlin, a pesar de lo rendido que estaba, yació despierto, incapaz de conciliar el sueño.

Se quedó mirando la oscuridad, que no lo cegaba del todo como a su gemelo y a todos los demás. Sus ojos seguían abiertos a lo que vivía en ella.

—¡Plumas de gallina! —masculló con mordacidad y empezó a toser de nuevo.

2

Amanecer de un nuevo día

La añoranza del hogar

Tanis el Semielfo se despertó con resaca; lo curioso era que no había bebido nada. Su resaca no era resultado de pasar la noche de regocijo, bailando y bebiendo demasiada cerveza, sino de estar la mitad de la noche despierto y preocupado en su jergón.

La víspera había abandonado el festejo de la boda temprano. El espíritu de celebración le rechinaba en el alma. La música fuerte le provocaba una mueca de dolor y lo hacía mirar hacia atrás, temeroso de que estuvieran revelando su posición a sus enemigos. Deseaba decirles a los músicos que golpeaban y soplaban los toscos instrumentos que no tocaran tan alto. Había ojos que espiaban en la oscuridad, oídos que escuchaban. Finalmente había buscado a Raistlin, al encontrar la compañía del cínico y sombrío mago más acorde con sus propios pensamientos negros y pesimistas.

También lo había pagado. Cuando por fin consiguió dormirse, soñó con caballos y zanahorias, y que era una bestia de tiro que daba vueltas y más vueltas en un círculo sin fin siguiendo en vano la zanahoria que nunca podría alcanzar.

—Primero, la zanahoria es la Vara de Cristal Azul —dijo con resentimiento mientras se frotaba la dolorida frente—. Teníamos que ponerla a salvo para que no cayera en malas manos. Lo hicimos, y entonces dijeron que eso no era suficiente. Tuvimos que viajar a Xak Tsaroth para encontrar el mayor regalo de una deidad, los sagrados Discos de Mishakal, sólo para descubrir que somos incapaces de leerlos. Así que tuvimos que buscar a la persona que podía hacerlo y, mientras tanto, nos fuimos metiendo cada vez más en esta guerra... ¡Una guerra que ninguno de nosotros sabía que estaba teniendo lugar!

—Sí, claro que lo sabías —gruñó un bulto más bien grande y apenas distinguible en la penumbra del alba que empezaba a colarse entre las mantas que tapaban la boca de la cueva—. Habías viajado lo suficiente, habías visto lo suficiente, habías oído lo suficiente para saber que se avecinaba una guerra, sólo que no querías admitirlo.

—Lo siento, Flint, no era mi intención despertarte. No me di cuenta de que hablaba en voz alta.

—Eso es síntoma de locura, ¿sabes? —rezongó el enano—. Hablar consigo mismo, quiero decir, así que no lo cojas por costumbre. Y ahora, vuelve a dormirte antes de que despiertes al kender.

Tanis echó un vistazo al otro bulto tendido en el lado opuesto de la cueva, que más que cueva era un agujero excavado en la montaña. Flint, que de todos modos se había mostrado reacio a compartir su cueva con el kender, había relegado a Tas a un rincón apartado. Sin embargo, Tanis no quería perder de vista al kender y finalmente convenció al enano para que permitiera a Tas compartir su habitáculo.

—Creo que podría gritar y no lo despertaría —dijo el semielfo, sonriente.

El kender dormía el sueño plácido e inocente de los niños y de los perros. Muy a la manera de estos últimos, Tas rebullía y resoplaba en el jergón mientras los pequeños dedos se movían como si hasta en sueños estuviera examinando todo tipo de cosas curiosas y maravillosas. Los preciados saquillos de Tas, que contenían su tesoro de valiosos objetos «tomados prestados», yacían esparcidos a su alrededor. Uno de ellos lo usaba de almohada.

Tanis tomó nota de echar un vistazo a esos saquillos a lo largo del día, cuando Tas hubiera salido a una de sus excursiones. El semielfo registraba de forma regular las posesiones del kender en busca de objetos que la gente había «extraviado» o había «dejado caer». Tanis les devolvía esos objetos a sus propietarios, quienes los recibían de muy mal humor y le decían que habría que hacer algo respecto a las raterías del kender.

Puesto que los kenders habían sustraído cosas desde el día que el paso de la Gema Gris los había creado (si se daba crédito a las viejas leyendas), poco podía hacer Tanis para impedírselo, salvo llevar al kender a lo alto de la montaña y tirarlo de un empujón, que era la solución al problema preferida de Flint.

Tanis salió de debajo de su manta y, moviéndose tan en silencio como le era posible, abandonó el refugio. Tenía que tomar una decisión importante ese día y, si se quedaba en el jergón tratando de volver a dormirse, lo único que haría sería dar vueltas sin parar mientras pensaba en ello, además de arriesgarse a recibir otra reprimenda de Flint. A pesar del frío de la madrugada —y el invierno se hacía notar ya en el aire, sin la menor duda— Tanis decidió ir a quitarse de la mente la idea de las zanahorias dándose un baño en el arroyo.

Su cueva era una de las muchas que salpicaban la ladera de la montaña como un sarpullido. Los refugiados de Pax Tharkas no eran las primeras personas que habitaban esas cuevas. Las pinturas en las paredes de algunas indicaban que pueblos antiguos habían vivido allí antes. Las escenas representaban cazadores con arcos y flechas, así como animales que parecían ciervos si bien eran unos cuernos afilados los que les adornaban la testa, en lugar de las cuernas ramosas de los venados. En algunas se veían criaturas aladas. Enormes criaturas que expulsaban fuego por la boca. Dragones.

Se quedó parado un momento en la cornisa que había delante de la cueva y contempló el valle que se extendía a sus pies, allá abajo. No veía el arroyo; el valle estaba envuelto en una niebla baja que se levantaba del agua. El sol alumbraba el cielo, pero todavía no había salido por encima de las montañas, de modo que el valle permanecía arropado en su manto de bruma, en apariencia tan reacio a despertarse como el viejo enano.

Mientras bajaba de la zona rocosa al húmedo tapiz de hierba bajo la penumbra de la niebla y se encaminaba hacia el arroyo flanqueado por árboles, Tanis pensó que era un lugar bello.

Las hojas rojizas de los arces y las doradas de los castaños y los robles ofrecían un colorido contraste con el verde oscuro de los pinos, del mismo modo que el gris de las piedras de la montaña contrastaba con el puro e intenso blanco de las recientes nevadas. Vio el rastro de animales de caza en la embarrada trocha que conducía al arroyo. En el suelo había nueces caídas y las bayas colgaban, relucientes, de las ramas de los arbustos.

—Podríamos quedarnos en este valle durante los meses invernales —dijo Tanis, de nuevo hablando en voz alta. Resbaló y se deslizó por la ribera hasta llegar al borde de la corriente profunda y rápida—. ¿Qué mal puede haber en eso? —preguntó a su reflejo en el agua.

El rostro que lo contemplaba sonrió en respuesta. Por sus venas corría sangre elfa, pero nadie lo habría pensado al verlo. Laurana lo acusaba de ocultarlo. Bueno, a lo mejor era verdad; eso le hacía la vida más fácil. Se rascó la barba que a ningún elfo le crecería. El largo cabello le tapaba las orejas ligeramente puntiagudas. Su cuerpo no tenía la esbelta delicadeza de la constitución elfa, sino la corpulencia de las hechuras humanas.

Quitándose la túnica de suave cuero, los calzones y las botas, Tanis se metió en el frío arroyo y se echó agua en el pecho y en la nuca. Después, conteniendo la respiración, se dio un chapuzón. Salió resoplando y echando agua por la nariz y la boca y con una sonrisa de oreja a oreja por la cosquilleante sensación que le recorría todo el cuerpo. Ya se sentía mejor.

Después de todo ¿por qué no podían quedarse allí?

—Las montañas nos protegen de los vientos fríos. Tenemos víveres suficientes para que nos duren todo el invierno, si tenemos cuidado. —Tanis lanzó agua al aire, como un niño que jugara—. Estamos a salvo de nuestros enemigos...

—¿Durante cuánto tiempo?

Tanis, que creía encontrarse solo, casi salió del agua de un brinco cuando oyó la otra voz.

—¡Riverwind! —exclamó mientras se daba la vuelta y miraba al hombre alto plantado de pie en la orilla—. ¡Me has dado un susto que me has quitado seis años de vida!

—Puesto que eres semielfo y tu esperanza de vida se calcula en varios cientos de años, seis no parecen muchos para que te preocupes por eso —comentó Riverwind.

Tanis observó al Hombre de las Llanuras de manera escrutadora. Riverwind no había visto a nadie con sangre elfa hasta que lo había conocido a él y, aunque Tanis era sólo medio humano y medio elfo, a Riverwind le parecía extraño, totalmente fuera de lo normal. Había habido ocasiones entre ambos en las que tal comentario sobre la raza de Tanis habría significado un insulto.

Sin embargo, el semielfo reparó en la afectuosa sonrisa que se reflejaba en los ojos castaños del Hombre de las Llanuras y respondió con otra igual. Riverwind y él habían pasado juntos por demasiadas cosas para que los viejos prejuicios perduraran. El fuego de los dragones había abrasado la desconfianza y el odio, y las lágrimas de alegría y de aflicción habían arrastrado las cenizas.

Tanis salió del arroyo y usó la túnica de fina piel para secarse antes de sentarse al lado de Riverwind, tiritando por el aire frío. El sol, que brillaba por una brecha entre las montañas, evaporó la niebla y lo hizo entrar en calor en seguida.

El semielfo miró a su amigo con una preocupación que estaba a medio camino entre fingida y en serio.

—¿Qué hace el novio levantado tan temprano a la mañana siguiente de su boda? No esperaba veros ni a ti ni a Goldmoon en varios días.

Riverwind siguió contemplando el agua. El sol le daba de lleno en el rostro. Era un hombre muy reservado; sus sentimientos y pensamientos íntimos eran suyos, personales y privados, no para compartirlos con cualquiera. El rostro atezado mostraba normalmente una máscara inexpresiva, lo mismo que ese día, pero Tanis percibía un resplandor que emanaba de dentro.

—Mi gozo era demasiado grande para que cupiera dentro de unos muros de piedra —susurró el Hombre de las Llanuras—. Tenía que salir para compartirlo con la tierra y con el viento, con el agua y con el sol. Pero incluso el ancho y vasto mundo parece demasiado pequeño para contenerlo.

Tanis tuvo que mirar a otro lado. Se alegraba por Riverwind, pero también sentía envidia y no quería que se le notara. El mismo anhelaba un amor y un gozo así. Lo irónico era que podía tenerlos. Sólo tenía que borrar de su mente el recuerdo de un cabello oscuro y rizoso, unos centelleantes ojos negros y una sonrisa encantadora y equívoca.

—Deseo lo mismo para ti, amigo mío —dijo Riverwind como si le hubiese leído el pensamiento—. Quizá tú y Laurana...

Dejó la frase sin terminar. Tanis sacudió la cabeza y cambió de tema.

—Hoy tenemos esa reunión con Elistan y los Buscadores. Quiero que tú y los tuyos asistáis. Hemos de decidir qué hacer, si nos quedamos aquí o nos marchamos.

Riverwind asintió con la cabeza, pero no dijo nada.

»
Sé que esto no podría ser más inoportuno —añadió Tanis, pesaroso—. Si hay alguien capaz de agriar la alegría es Hederick el Sumo Teócrata, pero hemos de tomar una decisión en seguida, antes de que empiecen las nevadas.

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