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Authors: Arthur Conan Doyle

El mundo perdido (5 page)

BOOK: El mundo perdido
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»La mochila del hombre estaba junto a su camastro y examiné su contenido. Su nombre estaba escrito en una tablilla que había dentro: "Maple White, Lake Avenue, Detroit, Michigan". He aquí un nombre ante el cual siempre estaré dispuesto a quitarme el sombrero. Creo que no exagero si digo que su nombre figurará al mismo nivel que el mío cuando llegue el momento de repartir el crédito de este asunto.

»El contenido de la mochila mostraba de manera evidente que ese hombre había sido un artista y un poeta en busca de impresiones. Encontré algunos versos garrapateados. No me juzgo árbitro en estas materias, pero me parecieron bastante faltos de mérito. También hallé algunas pinturas más bien vulgares de paisajes ribereños, una caja de pinturas, otra de tizas de colores, algunos pinceles, ese hueso curvo que ahora descansa sobre mi tintero, un tomo del libro de Baxter, Polillas y mariposas, un revólver barato y unos pocos cartuchos. En cuanto a objetos de equipaje personal, o nunca los tuvo o los había perdido durante su viaje. Éstos eran todos los bienes que había dejado aquel extraño bohemio americano.

»Iba ya a alejarme del muerto cuando observé que algo sobresalía de la parte delantera de su harapienta chaqueta. Era este álbum de dibujos, que ya entonces estaba tan deteriorado como lo ve usted ahora. Porque de veras puedo asegurarle que jamás una primera edición de las obras de Shakespeare fue tratada con tanta reverencia como la que he reservado a esta reliquia desde el momento en que llegó a mi poder. Aquí se la entrego a usted, y le pido que la examine página por página y estudie su contenido.

Se sirvió uno de sus cigarros y se recostó en su sillón mientras me observaba con sus ojos agresivamente críticos, para tomar nota del efecto que este documento iba a producirme.

Yo había abierto el volumen con la expectativa de quien va a hallar alguna revelación, pero cuya naturaleza no puede imaginar. No obstante, la primera página era decepcionante, pues sólo contenía el retrato de un hombre muy gordo con una chaqueta verde claro y el epígrafe «Jimmy Colver en el vapor correo». Seguían algunas páginas llenas de pequeños esbozos de indios y sus costumbres. Luego apareció el dibujo de un eclesiástico simpático y corpulento, con sombrero de teja, sentado frente a un europeo muy delgado; la inscripción rezaba: «Almuerzo con Fra Cristofero en Rosario». Estudios de mujeres y niños ocupaban varias páginas más, hasta que de pronto comenzaba una serie ininterrumpida de dibujos de animales con explicaciones como éstas: «Manatí en un banco de arena», «Tortugas y sus huevos», «Agutí negro bajo una palmera mirití» (este último exhibía un animal parecido a un cerdo). Venía por último una doble página con estudios de saurios muy desagradables, de largos hocicos. No saqué nada en limpio de todo aquello y así se lo dije al profesor.

—Seguramente son cocodrilos, ¿no?

—¡Caimanes, caimanes! En América del Sur no hay nada parecido a un auténtico cocodrilo. La diferencia que hay entre unos y otros...

—Quise decir que no veo aquí nada fuera de lo común... Nada que justifique lo que usted ha dicho.

Él se sonrió serenamente.

—Pruebe con la página siguiente —dijo.

Seguí sin poder satisfacerlo. Era un paisaje a toda página, coloreado toscamente, el tipo de bocetos que los pintores de paisajes naturales suelen hacer como guía para una futura obra más elaborada. En primer plano se veía una suave vegetación de color verde pálido, que ascendía en pendiente y terminaba en una línea de riscos de un color rojo oscuro, curiosamente plegados con rebordes en forma de costillas que me hicieron recordar algunas formaciones basálticas que había visto. Se extendían como un muro ininterrumpido por todo el fondo del paisaje. En un punto se elevaba una roca piramidal aislada, coronada por un árbol corpulento, y que parecía estar separada del risco principal por una hendidura. Detrás de todo, un cielo azul tropical. Una delgada línea verde de vegetación ornaba la cumbre del rojizo risco. En la página siguiente había otra acuarela del mismo lugar, pero tomada desde una posición mucho más cercana, lo cual permitía ver los detalles con toda claridad.

—¿Y bien? —me preguntó.

—Sin duda es una curiosa formación —dije—. Pero no sé lo suficiente de geología como para decir que es algo extraordinario.

—¿Extraordinario? —repitió—. Es única. Es increíble. Nadie en el mundo soñó jamás con semejante posibilidad. Pase ahora a la página siguiente.

Volví la página y lancé una exclamación de sorpresa. Era el retrato a toda página de la más extraordinaria criatura que había visto en mi vida. Era el sueño descabellado de un fumador de opio o bien la visión de un delirio. La cabeza se asemejaba a la de un ave; el cuerpo correspondía a un lagarto hinchado; la cola, que arrastraba tras él, estaba provista de pinchos vueltos hacia arriba, y la curvada espalda estaba coronada por una alta franja parecida a una sierra, que lucía como una docena de barbas de gallo puestas una tras otra. Frente a este animal estaba un absurdo maniquí, o un enano de forma humana, que lo miraba fijamente.

—Bien, ¿qué opina usted de eso? —exclamó el profesor, restregándose las manos con aire de triunfo.

—Es monstruoso, grotesco.

—Pero, ¿por qué dibujó un animal semejante?

—La ginebra de mala ley, me imagino.

—Oh, ¿ésa es la mejor explicación que se le ocurre?

—¿Bien, y cuál es la suya, señor?

—La más evidente, o sea que ese animal existe. Es un dibujo copiado del natural.

Estuve a punto de reírme, pero me hizo desistir la visión de nosotros dos rodando por el pasillo convertidos en otra rueda catalina. Por eso dije, como cuando uno alienta a un imbécil:

—Sin duda, sin duda... Confieso, sin embargo —añadí—, que me deja perplejo esta menuda figura humana. Si fuese el retrato de un indio podríamos sentar la evidencia de que existe en América alguna raza de pigmeos, pero aparenta ser un europeo con un sombrero para el sol.

El profesor resopló como un búfalo irritado:

—De verdad que usted supera todos los límites —dijo—. Amplía mi perspectiva de lo posible. ¡Paresia cerebral! ¡Inercia mental! ¡Maravilloso!

Este hombre era demasiado absurdo para que yo me enojase. En realidad era un despilfarro de energía, pues si uno se enojaba con él, tendría que estarlo todo el tiempo. Me contenté con una sonrisa de hastío, mientras decía:

—Es que me pareció que el hombre era muy pequeño.

—¡Mire aquí! —exclamó inclinándose hacia adelante y apuntando hacia el dibujo con uno de sus dedos, que parecía una gran salchicha peluda—. Fíjese en esta planta que está detrás del animal; supongo que usted creyó que era diente de león o una col de Bruselas, ¿eh ...? Pues bien: es una palmera de las llamadas taguas, que crecen hasta los cincuenta o sesenta pies de altura. ¿No se da cuenta de que el hombre ha sido colocado allí con un propósito determinado? En la realidad no hubiese podido estar frente a una bestia semejante y vivir para dibujarlo. Se dibujó a sí mismo para dar una escala de alturas. Supongamos que él medía más de cinco pies. El árbol es diez veces mayor, o sea, lo que cabía esperar.

—¡Santo Cielo! —exclamé—. Entonces usted opina que la bestia era... ¡Vaya! ¡Una bestia semejante apenas podría cobijarse en la estación de Charing Cross!

—Exageraciones aparte, es cierto que se trata de un ejemplar bien desarrollado —dijo el profesor, complacido.

—Pero —exclamé— supongo que toda la experiencia acumulada por la raza humana no puede dejarse de lado por un solo dibujo.

Había seguido dando vuelta a las hojas, comprobando que el libro no contenía nada más.

—Un solo dibujo, hecho por un artista americano vagabundo, que quizá lo trazó bajo los efectos del hachís o en el delirio de la fiebre, o simplemente para gratificar su imaginación inclinada a lo monstruoso. Usted, como hombre de ciencia, no puede defender semejante posición.

Por toda respuesta, el profesor escogió un libro de un anaquel.

—¡Ésta es una excelente monografía escrita por mi docto amigo Ray Lankester! —dijo—. Aquí tiene una ilustración que va a interesarle. i Ah, sí, aquí está! El epígrafe dice: «Probable aspecto que tendría en vida el estegosaurio, dinosaurio del Jurásico. Una pata posterior, sola, es el doble de alta que un hombre de buena estatura». Y bien, ¿qué deduce usted de esto?

Me alcanzó el libro abierto. Me sobresalté al ver el grabado. En aquella reconstrucción de un animal que perteneció a un mundo ya muerto había sin duda un grandísimo parecido con el dibujo del desconocido artista.

—Es notable, por cierto —observé.

—Pero no quiere admitirlo como algo concluyente, ¿verdad?

—Puede ser, desde luego, una coincidencia; o quizá este norteamericano había visto un dibujo de esta clase, quedándosele grabado en la memoria. Es posible que un hombre atacado de delirio tuviese esas visiones.

—Muy bien —contestó el profesor indulgentemente—. Dejémoslo así. Ahora le ruego que observe este hueso.

Me alargó el hueso que ya había descrito al enumerar las posesiones del muerto. Tenía alrededor de seis pulgadas de largo, era más grueso que mi pulgar y mostraba algunos restos de cartílago seco en uno de sus extremos.

—¿A cuál de los animales conocidos pertenece este hueso? —preguntó el profesor.

Lo examiné con cuidado, tratando de evocar algunos conocimientos que tenía semiolvidados.

—Podría ser una clavícula humana muy gruesa —dije.

Mi compañero movió su mano en un gesto de desdeñosa desaprobación.

—La clavícula es un hueso curvo. Éste es recto. Hay unas estrías en su superficie que demuestran que ahí hacía juego un poderoso tendón, lo cual no podría ser si se tratase de una clavícula.

—Pues entonces debo confesar que no sé de qué se trata.

—No tiene usted por qué avergonzarse de exhibir su ignorancia, pues ni todo el personal de South Kensington, presumo, sería capaz de darle nombre.

Sacó entonces del interior de una cajita de píldoras un huesecillo del tamaño de un guisante.

—Por lo que soy capaz de juzgar, este hueso humano es análogo al que usted tiene ahora en su mano. Esto le dará una idea aproximada del volumen del animal. Por los restos de cartílago que tiene, observará que éste no es un ejemplar fósil, sino reciente. ¿Qué me dice de esto?

—Que seguramente en un elefante...

Dio un respingo, como si sufriese un dolor repentino.

—¡No! ¡No hable de elefantes en Sudamérica! Aún en estos días de escuelas de internos
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...

—Bueno —le interrumpí—, o de cualquier otro animal grande que haya en Sudamérica, un tapir por ejemplo.

—Puede usted dar por seguro, joven, que conozco los rudimentos de mi oficio. Este hueso no puede pertenecer ni a un tapir ni a ningún otro animal conocido por la zoología. Pertenece a un animal muy grande, muy fuerte y, según toda analogía, muy feroz, que existe ahora sobre la faz de la tierra, pero aún no ha llegado a conocimiento de la ciencia. ¿Sigue aún sin convencerse?

—Por lo menos estoy profundamente interesado.

—Entonces su caso no es desesperado. Tengo la sensación de que algo de razón acecha en alguna parte dentro de usted; la rastrearemos pacientemente hasta que aparezca. Dejemos ahora al americano muerto y prosigamos con el relato. Como usted puede imaginar, yo no podía irme del Amazonas sin explorar más a fondo el asunto. Existían referencias acerca de la dirección desde donde había llegado el viajero muerto. Las leyendas indias podrían haberme bastado como guía, porque descubrí que los rumores sobre la existencia de una tierra extraña eran comunes entre todas las tribus ribereñas. Habrá oído hablar, sin duda, de Curupuri.

—Jamás.

—Curupuri es el espíritu de los bosques: algo terrible, malévolo, que hay que evitar. Nadie puede describir su figura o su naturaleza, pero a lo largo de todo el Amazonas su nombre es sinónimo de terror. Y bien: todas las tribus concuerdan en la dirección en que vive Curupuri. Esa dirección era la misma que traía el norteamericano. Algo terrible se escondía por aquel lado y era de mi incumbencia averiguar qué era.

—¿Y qué hizo usted? —pregunté.

Toda mi impertinencia había desaparecido. Aquel hombre macizo imponía atención y respeto.

—Tuve que dominar la intensa renuencia de los indígenas; una renuencia que se extendía incluso a mencionar el tema. Utilizando prudentemente la persuasión y los regalos (ayudado, debo admitirlo, por algunas amenazas coercitivas), logré que dos de ellos me sirviesen de guías. Después de muchas aventuras que no hace falta que describa y de recorrer una distancia que no mencionaré, en una dirección que me reservo, llegamos al fin a una región del país que nadie ha descrito nunca y ni siquiera ha visitado, fuera de mi infortunado predecesor. ¿Quiere tener la amabilidad de mirar esto?

Me alcanzó una fotografía del tamaño de media placa.

—El aspecto poco satisfactorio que ofrece —dijo— se debe al hecho de que durante nuestra travesía río abajo volcó la lancha y la caja que contenía las películas sin revelar se rompió, con desastrosos resultados. Casi todas se arruinaron por completo: una pérdida irreparable. Ésta es una de las pocas que se salvó parcialmente. Tendrá usted la amabilidad de aceptar esta explicación de las deficiencias y anormalidades que registran. Se ha hablado de que están falseadas. No estoy de humor para discutir ese punto.

Ciertamente, la fotografía estaba muy descolorida. Un crítico malintencionado hubiese podido malinterpretar fácilmente aquella borrosa superficie. Era un paisaje de un gris apagado y a medida que fui descifrando los detalles comprendí que representaban una larga y enormemente elevada hilera de riscos, que vista a la distancia parecía exactamente igual a una inmensa catarata. En primer plano se divisaba una llanura en pendiente cubierta de árboles.

—Creo que es el mismo sitio que se veía en la pintura del álbum —dije.

—Es el mismo sitio —contestó el profesor—. Hallé rastros del campamento del americano. Y ahora mire ésta.

Era una vista del mismo escenario, pero tomada desde más cerca. Aunque la fotografía era sumamente defectuosa, pude distinguir claramente el aislado pináculo rocoso coronado por un árbol, y que se destacaba del risco.

—No me queda la menor duda —dije.

—Vaya, algo hemos ganado —comentó el profesor—. ¿Progresamos, verdad? Y ahora, haga el favor de mirar en la cima de ese pináculo rocoso. ¿No observa algo allí?

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