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Authors: Jeff Lindsay

Tags: #Intriga, #Policíaco

El oscuro pasajero (16 page)

BOOK: El oscuro pasajero
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Un ligero escalofrío me recorrió la columna. ¿Por qué hacía esto?

La respuesta rápida, claro, fue que no era yo quien lo hacía, sino mi querido amigo del asiento de atrás. Yo estaba allí sólo porque tenía carné de conducir. Pero él y yo habíamos llegado a un acuerdo. Habíamos alcanzado una coexistencia atenta y equilibrada, un modo de convivir, a través de la solución aportada por Harry. Y ahora él estaba rebasando las firmes y hermosas líneas de tiza dibujadas por Harry. ¿Por qué? ¿Ira? ¿La invasión de mi casa constituía un ultraje tal que lo movía a atacar como venganza?

No estaba enfadado conmigo: como de costumbre, parecía frío, tranquilamente divertido, ávido ante su presa. Y yo tampoco estaba enojado. Me sentía… medio borracho, alto como una cometa, bordeando el filo de la euforia, tambaleándome a través de una serie de ondas internas que se parecían sospechosamente a lo que yo siempre había pensado que debían de ser las emociones. Y la ansiedad me había llevado hasta este lugar peligroso, sucio e imprevisto, para hacer algo en el frenesí del momento que hasta ahora siempre había planeado con sumo cuidado. Y, pese a saber todo esto, seguía deseando hacerlo. Tenía que hacerlo.

Muy bien. Pero no había necesidad de hacerlo sin ropa. Miré a mí alrededor. Un gran montón de planchas de yeso se apilaba en un rincón de la sala, envueltas en film plástico. En un momento me había hecho un delantal y una extraña máscara transparente con el plástico; nariz, boca y ojos rasgaron sendos orificios que me permitían respirar, hablar y ver. La tensé con fuerza, sintiendo cómo transformaba mis rasgos en algo irreconocible. Retorcí los extremos detrás de la cabeza e hice un torpe nudo al plástico. Anonimato perfecto. Podía parecer una bobada, pero me había acostumbrado a cazar llevando una máscara. Y dejando a un lado la compulsión neurótica de hacer las cosas bien, se trataba simplemente de algo menos de lo que preocuparse. Me provocaba una cierta tranquilidad, así que sólo por eso ya era una buena idea. Saqué los guantes de la bolsa y me los puse. Ya estaba listo.

Encontré a Jaworski en el tercer piso, con una montaña de cable eléctrico enrollado a sus pies. Me mantuve en la penumbra de la escalera y le observé mientras tiraba del cable. Retrocedí en el rellano y abrí la bolsa. Con ayuda de la cinta adhesiva colgué las fotos de las niñas que había traído conmigo. Dulces fotos de niñas desaparecidas, en una variedad de posturas encantadoras y sumamente explícitas. Las pegué a los muros de hormigón donde Jaworski tendría que verlas al ir de la puerta a las escaleras.

Volví a mirar a Jaworski. Tiró de otros veinte metros de cable, pero de repente éste se quedó encallado y ya no salió más. Jaworski tiró dos veces, después sacó unas gruesas tijeras del bolsillo trasero y cortó el cable. Recogió el que había a sus pies y se lo enrolló alrededor del antebrazo, hasta formar un anillo tenso. Después se dirigió hacia las escaleras, hacia mí…

Di un paso atrás y aguardé.

Jaworski no pretendía ir con cuidado. No esperaba interrupción alguna, y desde luego no me esperaba a mí. Oí sus pasos y el pequeño zumbido del cable que colgaba tras él. Más cerca…

Cruzó la puerta y pasó ante mí sin advertir mi presencia. Y entonces vio las fotos.

—¡Mierda! —exclamó, como si alguien le hubiera propinado un puñetazo en el estómago. Se quedó mirándolas, boquiabierto, incapaz de moverse, y entonces aparecí por su espalda y le apoyé el cuchillo en la garganta.

—No te muevas ni hagas el menor ruido —dijimos.

—¿Hey, qué es…? —dijo él.

Giré levemente la muñeca y le clavé el cuchillo en el cuello, justo bajo la barbilla. Emitió un gemido al mismo tiempo que un desagradable y pequeño chorro de sangre manaba de la herida. Completamente innecesario. ¿Por qué la gente se empeña en no escuchar?

—Te he dicho que no hagas el menor ruido —le dijimos, y entonces sí que se calló.

Y a partir de ese momento los únicos sonidos fueron el rasgado de la cinta adhesiva, la respiración de Jaworski, y el cloqueo tranquilo del Oscuro Pasajero. Le sellé la boca, utilicé parte del preciado cable de cobre para atarle las muñecas y lo empujé sobre otra pila de planchas de yeso envueltas en plástico. En sólo unos minutos le tenía tumbado sobre la mesa del taller, convenientemente sujeto.

—Charlemos un rato —dijimos, con la voz fría y amable del Oscuro Pasajero. No sabía si le estaba permitido hablar, y de todos modos la cinta aislante se lo habría puesto difícil, de modo que optó por seguir en silencio.

—Charlemos un rato sobre chicas que se escapan —dijimos, arrancándole la cinta aislante de la boca.

—¡Ayyy! ¿Qué…? ¿A qué te refieres? —dijo, aunque no en un tono demasiado convincente.

—Creo que ya sabes a qué me refiero —le replicamos.

—Pues no…

—Pues sí.

Iba de listo. Se me acababa el tiempo, la noche estaba a punto de terminar. Pero se puso chulo. Me miró a la cara.

—¿De qué vas? ¿Acaso eres poli o algo así? —preguntó.

—No —dijimos, mientras le cortábamos la oreja izquierda. Fue fácil. El cuchillo estaba afilado y por un instante no pudo creer que le estuviera sucediendo: se había quedado sin oreja izquierda de forma permanente, para siempre. Arrojé la oreja sobre su pecho para que lo creyera. Abrió mucho los ojos y llenó los pulmones de aire para soltar un grito, pero le metí una bola de plástico en la boca justo cuando iba a hacerlo.

—De eso nada —dijimos—. Pueden pasar cosas peores.

E iban a pasar, oh, por supuesto que sí, pero no hacía falta que lo supiera todavía.

—¿Las niñas desaparecidas? —preguntamos, con amabilidad, frialdad, y aguardamos sólo un momento, sin dejar de mirarle a los ojos, para asegurarnos de que no iba a chillar. Entonces le quitamos el plástico.

—Por Dios —dijo entre jadeos—. Mi oreja…

—Aún te queda otra —dijimos—. Háblanos de las chicas de esas fotos.

—¿Háblanos? ¿Qué dices, tío? Joder, ¡cómo duele! —gritó.

Hay gente que no lo pilla. Volví a meterle la bola de plástico en la boca y puse manos a la obra.

Casi me dejo llevar; comprensible, dadas las circunstancias. El corazón me latía a cien por hora y tenía que hacer un gran esfuerzo para evitar que me temblara la mano. Pero puse manos a la obra: explorando, buscando algo que siempre estaba más allá de las yemas de mis dedos. Excitante, y tremendamente frustrante. Dentro de mí ascendía el nivel de presión, subiendo por las orejas y pidiendo a gritos que le diera rienda suelta… pero me contuve. Sólo esa creciente presión, y la sensación de que había algo maravilloso más allá de mis sentidos, esperando a que lo encontrara y me sumergiera en ello. Pero no lo encontré, y ninguna de mis antiguas costumbres me proporcionó la menor alegría. ¿Qué podía hacer? Llevado por la confusión abrí una vena y un horrible charco de sangre empapó el plástico que envolvía al bedel. Me detuve durante un instante, buscando una respuesta y sin hallar nada. Aparté la mirada, la posé en la ventana. Me quedé con la vista fija, olvidándome hasta de respirar.

La luna descansaba sobre el agua. Por alguna razón que no alcanzaba a explicar eso me pareció tan adecuado, tan necesario, que por un momento me quedé mirando el agua, contemplando aquel brillo perfecto. Me tambaleé y tropecé con la mesa, y eso me hizo recobrar la conciencia. Pero la luna… ¿o había sido el agua?

Estaba tan cerca… Tan cerca de algo que casi podía olerlo, pero ¿qué era? Me recorrió un escalofrío… y eso también me pareció adecuado, tan adecuado… que se iniciara toda una serie de escalofríos hasta que los dientes castañetearan. ¿Pero por qué? ¿Qué significaba? Había algo allí, algo importante, una pureza y claridad abrumadoras cabalgando sobre la luna y el agua, más allá de la hoja del cuchillo de carnicero, y no podía captarlo.

Devolví la atención al bedel. Me ponía de tan mal humor: el modo en que estaba tumbado, cubierto con señales improvisadas y sangre innecesaria. Pero resultaba difícil mantenerse enojado con aquella hermosa luna de Florida derramándose ante mí, con aquella brisa tropical que avanzaba en el aire, la bella sinfonía nocturna compuesta por la flexible cinta aislante y los jadeos de pánico. Casi me eché a reír. Hay personas que mueren por razones bien extrañas, pero esta horrible cucaracha estaba muriendo por un cable de cobre. Y la expresión de su cara: tan dolida, perpleja y desesperada. De no haberme sentido tan frustrado habría sido hasta divertido.

Y lo cierto es que se merecía que le pusiera más empeño; al fin y al cabo no era culpa suya que yo no me hallara en plena forma. Ni siquiera era lo bastante malvado como para ocupar un lugar prominente en mi lista de OBLIGACIONES. Era sólo un bichejo repugnante que mataba niñas por dinero para drogas, y, por lo que sabía, sólo había acabado con cuatro o cinco. Casi sentí lástima por él. El pobre no estaba preparado para jugar en la liga profesional.

Bueno. De vuelta al trabajo. Me coloqué a un lado de Jaworski. Ahora ya no se debatía tanto, pero seguía manteniendo demasiada vitalidad para mis métodos habituales. Además, esa noche tampoco llevaba conmigo todos mis juguetes, y el principio había sido un poco duro para Jaworski. Pero, cual actor veterano, no se había quejado. Sentí hacia él una corriente de afecto y contuve la ferocidad del enfoque, dedicándole un poco de tiempo a sus manos. Su reacción fue de verdadero entusiasmo y me dejé llevar, entregado a esa búsqueda feliz.

Finalmente fueron sus gritos sofocados y sus salvajes movimientos los que me hicieron recapacitar. Y recordé que ni siquiera me había asegurado de que fuera el culpable. Esperé a que se calmara y después le quité el plástico de la boca.

—¿Las niñas desaparecidas? —preguntamos.

—Oh, Dios. Por Dios —dijo débilmente.

—No, no —dijimos—. Creo que las hemos olvidado.

—Por favor —rogó—. Oh, por favor…

—Háblame sobre las niñas que se escaparon —dijimos.

—De acuerdo —musitó.

—Te llevaste a esas niñas.

—Sí…

—¿Cuántas?

Dedicó un momento a respirar. Tenía los ojos cerrados y creí que le había perdido demasiado pronto. Por fin abrió los ojos y me miró.

—Cinco —dijo por fin—. Cinco pequeñas monadas. Y no lo lamento.

—Claro que no —dijimos. Coloqué una mano sobre su brazo. Fue un momento hermoso—. Y ahora, yo tampoco lo lamento.

Le metí la bola de plástico en la boca y volví al trabajo. Pero tan sólo empezaba a pillar de nuevo el ritmo cuando oí al guardia que llegaba al pie de la escalera.

15

Fue la estática de su radio lo que le delató. Yo estaba profundamente absorto en algo que nunca había hecho antes cuando la oí. Estaba trabajando en el torso con el filo del cuchillo y sentía el primer hormigueo real subiéndome por las piernas y la columna; lo último que deseaba era parar. Pero una radio… Era peor noticia que la llegada de un simple guardia. Si llamaba pidiendo refuerzos o para bloquear la calle, era posible que algunos de mis actos de esa noche resultaran algo difíciles de explicar.

Miré a Jaworski. Ya casi estaba acabado, y sin embargo no me gustaba cómo habían ido las cosas. Demasiado lío, y ni siquiera había llegado a encontrar lo que buscaba. En algún instante había sentido el atisbo de algo maravilloso, una revelación alucinante que tenía que ver con… ¿qué? ¿Con el agua que fluía al otro lado de la ventana? Fuera lo que fuera no había sucedido. Y ahora estaba con el cuerpo de un violador de niñas —inconcluso, sucio, indeseable e insatisfactorio—, y para colmo con un guardia de seguridad que se unía a la fiesta.

Detesto acelerar el final. Es un momento tan importante, y un alivio real para los dos, para el Oscuro Pasajero y para mí. ¿Pero qué otra elección tenía? Durante un prolongado momento —demasiado largo, la verdad, y me avergüenza reconocerlo— pensé en matar al guardia y proseguir. Sería fácil, y podría continuar con la exploración con renovados bríos.

Pero no. Claro que no. No funcionaría. El vigilante era inocente, tan inocente como cualquiera que viva en Miami. Seguro que lo peor que había hecho en su vida había sido echar unas cuantas fotos a sendos conductores en la autovía de Palmetto. Casi Blancanieves. No, tenía que realizar una retirada rápida, no había otra opción. Y si eso implicaba no acabar del todo con el bedel y no quedarme del todo satisfecho… bueno, la próxima vez habría más suerte.

Contemplé a aquel insecto mugriento y me sentí lleno de odio. Esa cosa rezumaba sangre y mocos, una masa fea y húmeda que le goteaba por la cara. Un desagradable hilillo rojo le manaba de la boca. En un rápido ataque de resentimiento le rajé la garganta. Lamenté la crudeza al instante: de la herida salió un horrible manantial de sangre que hizo que todo pareciera aún más lamentable, un error asqueroso. Sintiéndome sucio e insatisfecho, corrí hacia la escalera. Un gruñido frío y petulante de mi Oscuro Pasajero acompañó mis pasos.

Bajé hasta el segundo piso y me escabullí por una ventana sin cristal. A mis pies vi aparcado el carrito de golf del guardia, apuntando hacia Old Cutler, lo que significaba, esperé, que había llegado desde la dirección opuesta y, por tanto, no había visto mi coche. De pie junto al carrito, un joven gordo y de piel olivácea, cabello negro y fino bigote, miraba hacia el edificio. Por suerte, hacia el otro lado.

¿Habría oído algo? ¿O estaba haciendo el recorrido habitual? Tenía que esperar esto último. Si había oído algo, si se quedaba fuera y pedía ayuda, lo más probable sería que me capturaran. Y por listo y locuaz que fuera, no creía que pudiera llegar a librarme de ésta.

El joven vigilante se tocó un extremo del bigote y tiró de él, como para fomentar su crecimiento. Frunció el ceño y llevó la mirada por toda la fachada. Me escondí. Cuando saqué la cabeza, segundos después, ya sólo alcancé a verle la cabeza. Se dirigía hacia el interior.

Esperé hasta oír sus pasos en la escalera. Entonces salí por la ventana, entre el primer y el segundo piso, colgando de los dedos desde el basto hormigón del alféizar para luego saltar. Me hice daño, un tobillo se me torció al dar contra una roca y me despellejé una rodilla. Pero con la extremidad sana me las arreglé para refugiarme en las sombras y correr hacia el coche.

Cuando por fin entré en el vehículo, el corazón me latía a toda prisa. Miré hacia atrás y no vi ni rastro del guardia. Arranqué el motor y, con las luces todavía apagadas, conduje con tanto silencio y rapidez como pude hasta tomar la carretera de Old Cutler, dirigiéndome hacia el sur de Miami y enfilando hacia casa por la autovía Dixie, el camino más largo. El pulso seguía golpeándome en las sienes. Había corrido un riesgo estúpido. Nunca antes había cometido un acto tan impulsivo, nunca había hecho nada sin haber trazado de antemano un detallado plan. Ése era el modo de Harry: atención, seguridad, preparación. Los Scouts Oscuros.

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