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Authors: Denise Dresser

Tags: #Ensayo

El país de uno (2 page)

BOOK: El país de uno
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Y el precio es evidente: una democracia condenada a la baja calidad. A la representación ficticia. Al mal desempeño institucional. A partidos políticos alejados de las necesidades de la gente aunque logren convocarla en el Zócalo o en la sede partidista. A empresarios que exigen que el Estado cobre más impuestos mas no al sector privado. A élites políticas adeptas a tomar decisiones cuestionables, corroídas por divisiones internas, incapaces de resolver problemas perennes de desigualdad y violencia, propensas al liderazgo populista o autoritario que promueven como fuerza redentora ante un país incapaz de salvarse a sí mismo. Todos, producto de un sistema político y económico que evidencia serias fisuras.

Por todo ello, la consigna actual no debería ser la celebración de lo logrado, sino la honestidad ante los errores cometidos. El reconocimiento de lo mucho que falta por hacer. El entendimiento de que nuestra historia es esencial e inescapable, pero no puede seguir siendo un pretexto. La tarea pendiente es la de tomar al país por asalto, liberarlo de las cadenas que gobierno tras gobierno le han colocado, sacudirlo para cambiar su identidad morosa, obligarlo a parir mexicanos orgullosos de la prosperidad que han logrado inaugurar.

Un México posible al cual tenemos el derecho a aspirar. Un México capaz de triunfar gracias al vigor de su sociedad. Un México abierto al mundo; a ideas e inventos, a bienes y servicios, a personas y culturas. Un México capaz de adaptarse a las nuevas circunstancias globales y reaccionar con rapidez ante los retos que entrañan. Un México capaz de crear los hábitos mentales que promueven la participación en vez de la apatía, la crítica en lugar de la claudicación, el optimismo de la voluntad por encima del pesimismo de la fracasomanía. Un país de personas que piensan por sí mismas y no necesitan a políticos, líderes sindicales, maestros o empresarios que les digan cómo hacerlo.

A México le urge escapar de los depredadores y sólo lo logrará mediante reglas rigurosas e instituciones imparciales. Mediante auditores y ombudsmans, y comisiones con capacidad para investigar y sancionar. Mediante la presión pública y el castigo que debe acarrear. Mediante el fortalecimiento de las instancias que exigen la rendición de cuentas y la autonomía de quienes trabajan en ellas. Mediante la reelección legislativa y los vínculos entre gobernantes y gobernados.

Se trata —en esencia— de cambiar cómo funciona la política y cómo funciona la sociedad. Y ello también requerirá construir ciudadanos capaces de escribir cartas y retar a las élites y fundar organizaciones independientes y fomentar normas cívicas y pagar impuestos y escrutar a los funcionarios y cabildear en nombre del interés público.

En la novela de Tolkien,
El señor de los anillos
, el
hobbit
Frodo es un héroe renuente; Frodo no quiere asumir la tarea que le ha sido encomendada; Frodo preferiría quedarse en el Shire y vivir en paz allí. En México muchos Frodos piensan así, actúan así, quieren desentenderse así. Prefieren criticar a quienes gobiernan en vez de involucrarse para hacerlo mejor; eligen la pasividad complaciente en lugar de la participación comprometida. Pero Frodo no tiene otra opción y el ciudadano mexicano tampoco. Frodo tiene la tarea de salvar a su mundo y el ciudadano mexicano tiene la tarea de salvar a su país. Un
hobbit
insignificante destruye el anillo y un ciudadano mexicano puede hacerlo también. Como dice el mago Gandalf: “Todo lo que tenemos que decidir es qué hacer con el tiempo que nos ha sido dado.” Para México es tiempo de preguntar: ¿Y Frodo?

HACER UNA DECLARACIÓN DE FE

Ser Frodo, ser un ciudadano participativo, requerirá hacer una “declaración de fe” como la frase que acuñó Rosario Castellanos. Una filosofía personal basada en la premisa de que la acción individual y colectiva sí sirve. Una lista de reglas para ver y andar, vivir y cambiar, exigir y no sólo presenciar. Un conjunto de creencias que son tregua contra el pesimismo, antídoto contra la apatía, recordatorio del destino imaginado. Un ideario con el cual combatir el desconsuelo que deja leer los periódicos o ver los noticieros de manera cotidiana.

La única esperanza ante el diagnóstico contenido en este libro se encuentra en esos mexicanos —empeñosos, valerosos, combativos— que se niegan a participar en el colapso moral de su país. Los que insisten en la transparencia en lugar de la opacidad. Los que optan por la construcción en vez de la destrucción. Los que se niegan a ser parte del desmantelamiento. Los que quieren enfrentarse al viejo problema de cómo defender intereses particulares mientras pelean colectivamente por el bien común. Y que ante lo contemplado, rehúsan esquivar la mirada o perder la fe. Como escribiera Margaret Mead: “Nunca dudes que un pequeño grupo de ciudadanos pensantes y comprometidos puede cambiar al mundo. Es la única cosa que lo ha hecho”.

La terca esperanza de quien escribe estas reflexiones con la intención de sacudir algunas conciencias surge de esa fe. De compartir la convicción inquebrantable de mejorar a México. De contribuir a la construcción de ciudadanía. De tender puentes hacia el país que queremos. Pero “uno no puede creer en cosas imposibles” le dice Alicia a la reina en el libro de Lewis Carroll,
Alicia a través del espejo
. “Permíteme decirte que no has tenido mucha práctica”, le responde la reina. “Cuando yo tenía tu edad, siempre lo hacía durante media hora al día. Bueno, a veces he creído en por lo menos seis cosas imposibles antes del desayuno.” Y yo, lo confieso, también. Porque hay que creer para entender. Hay que creer para actuar. Hay que creer porque si se abdica a ello, los hombres se vuelven pequeños, escribió Emily Dickinson.

Y yo creo que es necesario volver a México un país de ciudadanos. Un lugar poblado por personas conscientes de sus derechos y dispuestos a contribuir para defenderlos. Dispuestos a alzar la voz para que la democracia no sea tan sólo el mal menor y una conquista sacrificable si de combatir el crimen se trata. Dispuestos a llevar a cabo pequeñas acciones que produzcan grandes cambios. Dispuestos a sacrificar su zona de seguridad personal para que otros la compartan. Dispuestos a pensar que el bien es tan contagioso como el mal y comprometidos a actuar para demostrarlo.

Yo creo que ser de clase media en un país con más de 50 millones de pobres es ser privilegiado. Y los privilegiados tienen la obligación de regresar algo al país que les ha permitido obtener esa posición. Porque, ¿para qué sirve la experiencia, el conocimiento, el talento, si no se usa para hacer de México un lugar más justo? ¿Para qué sirve el ascenso social si hay que pararse sobre las espaldas de otros para conseguirlo? ¿Para qué sirve la educación si no se ayuda a los demás a obtenerla? ¿Para qué sirve la riqueza si hay que erigir cercas electrificadas cada vez más altas para defenderla? ¿Para qué sirve ser habitante de un país si no se asume la responsabilidad compartida de asegurar vidas dignas allí?

Yo creo en el poder de llamar a las cosas por su nombre. De descubrir la verdad aunque haya tantos empeñados en esconderla. De decirle a los corruptos que lo han sido; de decirle a los rapaces que deberían dejar de serlo; de decirle a quienes han gobernado mal a México que no tienen derecho a seguir haciéndolo. Yo creo en la obligación ciudadana de vivir en la indignación permanente: criticando, denunciando, proponiendo, sacudiendo. Porque los buenos gobiernos se construyen con base en buenos ciudadanos y sólo los inconformes lo son. La insatisfacción lleva a la participación; el enojo, a la contribución; el malestar hacia el
statu quo
, a la necesidad de cambiarlo.

Yo creo que personas comunes y corrientes pueden lograr cosas extraordinarias. Ida Tarbell, confrontando al monopolio de Standard Oil y fundando un movimiento progresista para desmantelarlo. Rosa Parks, rehusándose a ceder su asiento a un hombre blanco e inaugurando la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos. Jody Williams, iniciando una campaña global contra los campos minados desde una oficina con seis personas y ganando el Premio Nobel de la Paz por ello. Todos, fundadores de comunidades proféticas donde los hombres y las mujeres se vuelven aquello que deberían ser. Personas de conciencia, con el corazón entero.

Yo creo en la necesidad de apoyar, celebrar y aplaudir a quienes se comportan de la misma manera en México. Los que hacen más que pararse en fila y en silencio. Individuos que pelean por los derechos de quienes ni siquiera saben que los tienen. Lydia Cacho, denunciando a los pederastas y acorralando a los políticos que los protegen. Javier Corral, liderando la oposición contra el poder de Televisa y educando al país sobre sus efectos. Eduardo Pérez Motta, peleando por la competencia y denunciando los costos que el país ha pagado al obstaculizarla. José Ramón Cossío y Juan Silva Meza y Arturo Zaldívar, sacudiendo a la Suprema Corte de Justicia y alertando a sus colegas sobre el papel que debería desempeñar. Emilio Álvarez Icaza, defendiendo la humanidad esencial de quienes la han perdido y ayudándolos a recuperarla. Daniel Gerhsenson y Adriana Labardini educando a los mexicanos sobre sus derechos como consumidores. Andrés Lajous y Maite Azuela y Genaro Lozano dando lecciones de activismo ciudadano todos los días a través del Twitter. Ellos y tantos más, héroes y heroínas de todos los días. Ombudsmans cotidianos.

Yo creo que mientras existan individuos así —encendidos, comprometidos, preocupados— el contagio continuará, poco a poco, y a empujones como todo lo que vale la pena. Los mexicanos aprenderán que es más importante ser demócrata que ser perredista, ser demócrata que ser panista. El monólogo de los líderes se convertirá en el coro de la población. La exasperación de los ciudadanos construirá cercos en torno a los políticos. Yo creo que un día —no tan lejano, quizá— habrá un diputado que suba a la tribuna y exija algo en nombre de la gente que lo ha elegido. En lugar de mirar con quién se codea en el poder, mirará a quienes lo llevaron allí. Y México será otro país, otro.

Yo creo en la lucha por todo lo que se tendrá que hacer para cambiarlo. Por la representación política real a través de la reelección legislativa, y otros instrumentos que permitan la rendición de cuentas. Por la remodelación de una clase política tan rapaz como los privilegiados que tanto critica. Por una política económica que enfatice el crecimiento y la movilidad por encima del corporativismo y la paz social. Por una política social que reduzca las asimetrías condenables que tantos ignoran. Todo aquello por lo cual sí vale la pena luchar, marchar, movilizar. La humanidad compartida de los mexicanos que se merecen más.

RECUPERAR EL PAÍS RENTADO

Porque frente a todos los motivos para cerrar los ojos están todos los motivos para abrirlos. Frente a las razones para perder el ánimo están todas las razones para recuperarlo. Los murales de Diego Rivera. Las enchiladas suizas de Sanborns. Las mariposas en Michoacán. El cine de Alfonso Cuarón. El valor de Sergio Aguayo. Los huevos rancheros y los chilaquiles con pollo. La sonrisa de Carmen Aristegui. El mole negro de Oaxaca. Los libros de Elena Poniatowska. La inteligencia de Lorenzo Meyer. Los tacos al pastor con salsa y cilantro. La buena huella de Carlos Monsivaís. El mar en Punta Mita. Las canciones de Julieta Venegas. La poesía de Efraín Huerta. El Espacio Escultórico al amanecer. Cualquier Zócalo cualquier domingo.

La forma en que los mexicanos se besan y se saludan y se dicen “buenas tardes” al subirse al elevador. Las fiestas ruidosas los sábados por la tarde. La casa de Luis Barragán. Los amigos que siempre tienen tiempo para tomarse un tequila. La decencia que nos dejó Germán Dehesa. Los picos coloridos de las piñatas. Las casas de Manuel Parra. Las buganvilias y los alcatraces, y los magueyes. Las caricaturas de Naranjo y los cartones de Calderón. El helado de guanabana. La talavera de Puebla. Las fotografías de Graciela Iturbide y Flor Garduño. Los mangos con chile clavados en un palo de madera. Las comidas largas y las palmeras frondosas. La pluma de Jesús Silva Herzog Márquez. Las mujeres del grupo
Semillas y
las mujeres que luchan por otras en Ciudad Juárez.

Cada persona tendrá su propia lista, su propio pedazo del país colgado del corazón. Una lista larga, rica, colorida, voluptuosa, fragante. Una lista con la cual contener el pesimismo; una vacuna contra la desilusión. Una lista de lo mejor de México. Una lista para despertarse en las mañanas. Una lista para pelear contra lo que Susan Sontag llamó “la complicidad con el desastre”.

Porque el credo de los pesimistas produce la parálisis. Engendra el cinismo. Permite que los partidos vivan del presupuesto público sin cumplir con la función pública. Permite que los legisladores no actúen como tales. Permite la persistencia de los privilegios y los cotos. El pesimismo es el juego seguro de quienes no quieren perder los privilegios que gozan, los puestos que ocupan, las posiciones que cuidan. El pesimismo es la cobija confortable de los que no mueven un dedo debajo de ella. Es el lujo de los que rentan el carro pero no se sienten dueños de él.

Y durante demasiado tiempo, México ha sido un país rentado para sus habitantes. Ha pertenecido a sus líderes religiosos y a sus tlatoanis tribales y a sus colonizadores y a sus liberales y a sus conservadores y a sus dictadores y a sus priístas y a sus presidentes imperiales y a su
intelligentsia y
a sus partidos y a sus élites. No ha pertenecido a sus ciudadanos. Por eso pocos lo cuidan. Pocos lo sacuden. Pocos lo aspiran. Pocos lo lavan. Pocos lo enceran. Pocos piensan que es suyo. Pocos lo tratan como si lo fuera. Porque nadie nunca ha lavado un carro rentado.

Pero quienes saben que el país es suyo no viven con el lujo del descuido. Quienes hemos vivido años fuera de México sabemos lo que es andar con el corazón apretado. Lo que es caminar a pasos de pequeñas nostalgias y grandes recuerdos. Lo que es extrañar el olor y el sabor y la bulla y la luz. Lo que es querer tanto a un país que uno siente la imperiosa necesidad de regresar y salvarlo de sí mismo. Lo que es vivir pensando —de manera cotidiana— que los gobernados pueden y deben vigilar a quienes gobiernan. Que los partidos políticos pueden y deben reducir la violencia social y pavimentar la ruta democrática. Que la oposición puede y debe redefinir los términos del debate público. Que la clase política entera puede y debe fomentar la conexión entre la democracia y los ciudadanos. Que no es demasiado pedir.

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