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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro y la guarida secreta (7 page)

BOOK: El pequeño vampiro y la guarida secreta
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—¡Yo a ti jamás te haría ni el más pequeño rasguño!

Ahora el que se puso colorado fue Anton.

Dirigió una larga mirada al cuello de él.

—¡Ni el más mínimo rasguño! —añadió con una sonrisa de lamentación.

La dama de compañía

—Pero si hubiera sabido que quisiste salir corriendo detrás de mí —prosiguió ella con su voz normal, algo ronca—, ¡entonces, naturalmente, habría venido mucho antes!

Aunque… —dijo mirando hacia la ventana—, últimamente hemos tenido bastante jaleo en casa.

—¿Por qué?

—¿No te ha contado Rüdiger que vuelve su…, bah!…, Olga? —repuso Anna.

—¡Pero cómo! ¿No es ningún rumor? —murmuró sorprendido Anton.

Anna suspiró.

—Desgraciadamente no.

—Pero ese Rencoroso, Richard el Rencoroso… realmente no existe… ¿O sí? —preguntó perplejo Anton.

—¡Vaya que si existe! —contestó Anna con una voz a la que afloró el orgullo—. Él mantiene la comunicación entre los distintos vampiros esparcidos por toda Europa.

Anton se había puesto pálido.

—Y yo que creía que lo de Olga sólo era un rumor… Un rumor que Lumpi había lanzado para enfadar a Rüdiger…

Anna sacudió la cabeza.

—Pues, según parece, Olga llegará aquí dentro de cuatro o cinco semanas.

—¡Oh, no! —se le escapó a Anton.

—¡Sí, sí, dilo en alto, no te importe! —le corroboró Anna.

—Y Además —siguió diciendo sombría—, está lo del nuevo pretendiente.

Anton aguzó el oído.

—¿El de Tía Dorothee?

—Ah, ¿ya lo sabes?

—Sí, me lo ha dicho Rüdiger.

—¡Es terriblemente aburrido! —se quejó Anna—. ¡Y yo tengo que ir casi todas las noches y escuchar las cursiladas que él le dice a Tía Dorothee!

—¿

tienes que ir?

—¡Sí, de dama de compañía!

—¿De qué?

—¿No conoces la expresión? —dijo Anna con una risita—. Una dama de compañía es una vigilante que debe cuidar de la moral y la decencia.

—¿De qué debe cuidar?

—Bueno, pues de que Tía Dorothee siga siendo una viuda honrada —le explicó Anna llevándose la mano a la boca para taparse la risa.

Después, cuando volvió a ponerse seria, dijo:

—¡Si supieras lo aburrido que es ser dama de compañía! Noche tras noche se sientan los dos en el banco del parque y se arrullan y se besuquean… ¡como dos tórtolos! Y al final pasean horas y horas. Imagínate, Anton: ¡dos vampiros que están siempre paseando, a pie!

Anna se llevó la mano a la frente y lanzó un gemido.

—Afortunadamente, las dos próximas noches le toca a Lumpi. ¡Gracias a Drácula!

—¿También de dama de compañía? —preguntó Anton.

—No necesariamente de… dama —repuso Anna.

Ella se rió; tan alto que Anton miró sin querer hacia la puerta. ¡Y eso que estaban completamente solos en el piso!

El verdadero motivo

—Pero aún no hemos hablado del verdadero motivo por el que estoy aquí —dijo entonces Anna mirando tiernamente a Anton.

—¿Del verdadero motivo? —repitió Anton.

Justo en aquel momento iba a haberle preguntado el nombre del pretendiente. Pero si lo hacía ahora, seguro que Anna se lo reprocharía por no tener ningún interés en saber el motivo de que ella hubiera ido allí. Así que prefirió dejar la pregunta para después.

Anna le miró con ojos grandes y brillantes.

—¡Se trata del programa!

—¿Del programa?

—¡Sí! Rüdiger me ha hablado tanto de él —declaró ella, pero rectificó inmediatamente—: No,
tanto
tampoco… ¡Ya le conoces! Aun así, sus… sus insinuaciones suenan muy prometedoras. ¡Y ahora me estoy pensando si quizá no querría hacer el programa!

—¿De veras?

—Bueno, es que… me siguen creciendo los colmillos… —dijo Anna riéndose apocada—. ¡Y eso que me he esforzado por que no me crezcan!

—Pero es que sólo con fuerza de voluntad no basta —explicó ella después de una pausa suspirando con tristeza—. Nadie puede hacer nada contra su naturaleza, dice mi abuela, Sabine la Horrible. Y encima ella está encantada con mis dientes.

Anna sonrió avergonzada.

—¡Pero desgraciadamente lo de la naturaleza no es tan fácil como mi abuela se piensa! —dijo después—. ¡Al fin y al cabo, también es mi naturaleza la que me atrae hacia
ti
, sin que tampoco yo pueda hacer nada en contra de ello! Y como tú no quieres convertirte en vampiro…

—¡No, no! —repuso apresuradamente Anton.

—¡Bueno, pues por eso he pensado que si tú no quieres volverte como yo, quizá debería intentar yo volverme como tú!

—Tú… ¿cómo yo? —preguntó sorprendido Anton.

—¡Sí, con el programa! En caso de que resulte podríamos estar juntos mucho más a menudo; iríamos juntos al colegio… ¡Podríamos hacer mil cosas! Y Rüdiger dice que el programa obra verdaderos milagros.

—El que lo dice es el señor Schwartenfeger, el psicólogo —repuso Anton, a quien le habían conmovido especialmente las sentidas palabras de Anna.

—Tanto mejor —dijo Anna—. Entonces sí que merece la pena intentarlo. ¿No te parece?

Le miró implorante.

Anton asintió.

—¡Sí!

—Y me atreveré a intentarlo… si tú me ayudas —declaró Anna.

—¿Yo?

—¡Sí! ¡Contándomelo todo sobre el programa!

—Pero es que sólo puedo decirte lo que
yo
sé —repuso Anton.

Anna sonrió.

—¡Sí, todo lo que

sabes!

Anton tosió un par de veces.

Se sentó apocado en la cama al lado de Anna y con voz ronca empezó a contar: el aceite bronceador, la crema solar, las prendas amarillas, las gafas de sol, el aparato luminoso, la silla de relajación… Y le repitió a Anna —lo mejor que pudo— un par de ejercicios de relajación del señor Schwartenfeger.

Cuando más contaba, más se iba animando Anna.

—¡Pero si parece maravilloso!… —exclamó cuando Anton terminó de contárselo—. ¿Tú crees que yo también podría hacer una sesión de prueba?

—¡Seguro que sí! —dijo Anton.

—Pero al principio preferiría sólo mirar —dijo Anna después de pensárselo un poco—. ¿Tú crees que sería posible?

—Humm… —dijo Anton dudando—. Tendría que preguntárselo al señor Schwartenfeger.

De repente se le ocurrió una idea:

—El sábado que viene, cuando Rüdiger tenga su sesión de terapia, nosotros, tú y yo, podríamos volar hasta la casa del señor Schwartenfeger y mirar primero desde fuera.

—¿Cómo… desde fuera?

—¡Podríamos mirar por la ventana!

—Por la ventana… —dijo Anna con una sonrisita—. ¡Sí, eso es lo que haremos!

Y de alegría abrazó a Anton y le dio un beso; un beso como un suspiro.

Sin abandonar su sonrisa, se puso de pie.

—¡Tengo que irme volando!

—¿Ya?

—Sí, tengo que comprobar si Lumpi está cumpliendo realmente con su deber.

Antes de irse dirigió aún una tierna mirada a Anton y dijo:

—¡Hasta el sábado!

Anton se tocó con cuidado la mejilla, pero los labios de Anna no habían dejado rastro: ¡ni el más mínimo rasguño!

Sin vampiros la vida sería aburrida

El sábado siguiente Anna aterrizó poco después de las nueve en el alféizar de la ventana de Anton.

—¡Buenas noches, Anton! —dijo con una tierna sonrisa.

Llevaba puesta también aquella vez su cinta de color rojo oscuro en el pelo y ofrecía un aspecto sorprendentemente cuidado… para tratarse de un vampiro.

—Hola, Anna —contestó él con voz ronca.

—¿Estás preparado? —preguntó ella.

Anton asintió con la cabeza. Se puso la capa de vampiro, que ya tenía lista, y se subió al alféizar de la ventana.

Fuera, estando ya por los aires, Anna le preguntó:

—¿Sabes qué camino tenemos que seguir?

—Sí —contestó él.

La clara luz de la luna caía sobre el rostro de ella y hacía brillar sus grandes ojos. Tenía un aspecto realmente adorable…

Anton retiró con rapidez la mirada. Temía olvidarse de mover los brazos arriba y abajo si seguía mirando a Anna.

—¿No hace una noche maravillosa? —oyó que preguntaba ella— ¡Que ni pintada para un baño de luna!

—¿Un ba… baño? —dijo Anton—. ¿No íbamos a casa del señor Schwartenfeger?

—Sí —dijo suavemente Anna—. Lo del baño de luna era sólo una idea. Y la vida sin ideas sería aburrida. ¿No te parece?

—Sí —confirmó Anton.

«¡Pero sería más aburrida aún sin vampiros!», añadió para sí.

Aunque refiriéndose a Anna y a Rüdiger, «vida»… no era precisamente la palabra más adecuada por mucho que Anna hiciera todo lo posible por volverse igual que Anton.

Después de un rato, Anton redujo la velocidad de su vuelo.

—¡Ya hemos llegado! —dijo, e involuntariamente susurró—: ¿Ves aquella casa grande con los matorrales delante? En la planta baja tiene el señor Schwartenfeger su consulta.

—¿En la planta baja? —repitió Anna—. ¡Qué pena!

—Qué pena, ¿por qué? —preguntó Anton.

—¡Porque no nos harán falta las capas! —dijo ella poniendo cara de decepción.

—Pero sí las necesitaremos para volver volando —repuso Anton—. Si no, tendríamos que tirarnos horas sentados en el autobús.

—A mí me gustaría tirarme horas sentada a tu lado en el autobús… ¡Horas no: una eternidad! —dijo Anna.

Anton no respondió. Se dirigió hacia el jardín delantero de la casa y aterrizó detrás de los rosales. Anna le siguió.

—¿Y dónde está Rüdiger? —preguntó ella en voz baja.

Anton señaló la fachada de las ventanas.

A la derecha de la entrada se distinguían seis ventanas que, suponía él, pertenecían a la consulta del señor Schwartenfeger. Las cuatro primeras estaban a oscuras; Anton sólo vio luz en las dos últimas.

Intentó acordarse de cuántas ventanas tenía la sala de consulta del psicólogo. Creía recordar que eran dos…

—Las dos últimas —dijo susurrando—. Tienen que ser las de la sala de consulta.

—Afortunadamente, el psicólogo no tiene persianas. Sólo esos gruesos visillos de tul… ¡Brrr!

—¿No te gusta el tul? —preguntó asombrado Anton.

Se acordó de lo entusiasmada que estaba Anna con el ya bastante ajado vestido de encaje que había encontrado en el castillo en ruinas del Valle de la Amargura.

—Sí —dijo Anna—. Pero para unas cortinas son un auténtico derroche… Mejor dicho: ¡ya de por sí las cortinas son un derroche! —se corrigió inmediatamente después—. ¡Para nosotros, por lo menos, sería un gran alivio si los seres humanos no pusieran ni cortinas, ni persianas, ni visillos de tul!

Ella entonces soltó una sonrisita.

—Pero si los visillos de tul son transparentes… —dijo Anton, y luego añadió—: ¡Por cierto, si realmente es ésa la sala de consulta, hemos tenido una suerte enorme!

—¿Por qué?

—Pues porque debajo de las ventanas hay unos muretes que sobresalen. Nos podemos sentar encima y espiar desde allí la habitación con toda comodidad.

—Sí, es verdad.

Anna extendió su capa, hizo un par de movimientos con los brazos y aterrizó delante de la ventana de la izquierda, de las dos que estaban iluminadas.

Anton la siguió y se posó en el alféizar de la ventana de la derecha.

—Como cortados…, no: ¡como construidos a nuestra medida! —dijo Anna.

Anton lanzó una mirada rápida hacia la calle, pero las ventanas estaban bajo la sombra de un alto abeto, así que sólo alguien que se fijara muy bien en ellos podría descubrirles.

Ruidos y olores

—Estoy viendo a Rüdiger —suspiró excitada Anna—. Pero está tumbado y tiene los ojos cerrados. ¿Crees que se habrá desmayado?

—¿Desmayado? —repitió Anton—. Me imagino que será uno de esos ejercicios de relajación.

—¿Cómo que te lo imaginas? ¡Yo creía que tú
sabías
lo que está haciendo ahí Rüdiger!

—No —dijo Anton riéndose irónicamente—. El señor Schwartenfeger me tapa la vista con sus anchas espaldas.

—¡Entonces vente aquí conmigo!

—¿No es demasiado estrecho para los dos?

—¿Demasiado estrecho? —dijo Anna sonriendo—. ¡Contigo para mí nunca será nada lo suficientemente estrecho!

—Si tú lo dices… —dijo tímidamente Anton pasándose a donde ella estaba.

Anton pudo advertir entonces, debajo del perfume de rosas de Anna —«Muftí Amor Eterno»—, el ligero olor a moho que ella despedía.

Nunca lo suficientemente estrecho… Aunque Anna fuera la chica más simpática que él había conocido jamás, seguía siendo un vampiro, y su deseo de mayor cercanía y proximidad seguramente nunca se vería satisfecho.

Como si Anna le hubiera adivinado el pensamiento, le miró y le sonrió tiernamente. Anton desvió enseguida la mirada.

Vio la silla de relajación, en la que, al parecer, el vampiro estaba completamente relajado y muy estirado.

—¿No es inquietante? —dijo en voz baja Anna—. ¡Hay que ver cuántas cosas podía hacerle el psicólogo ése! Y Rüdiger está indefenso…

—Pero el señor Schwartenfeger sólo quiere poner en práctica su programa con Rüdiger —intentó tranquilizarla Anton—. En principio a él no le interesan para nada los vampiros. Sólo quería conoceros porque vosotros tenéis ese miedo tan fuerte a los rayos de sol, esa fobia al sol. El señor Schwartenfeger nunca le haría nada a Rüdiger… Y a ti, naturalmente, tampoco.

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