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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El secreto de Chimneys (3 page)

BOOK: El secreto de Chimneys
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—Y se aceleraron los latidos de tu corazón al pensar en las pepitas —interrumpió Anthony.

—Recibí un disgusto mayúsculo. ¡Bonita mina! Lo fue sin duda para aquel cerdo... ¿Sabes qué ocultaba el hule? Cartas de una mujer, cartas de una inglesa, a la que aquella rata había explotado... ¡Y tuvo el descaro de legarme su inmundicia...!

—Comprendo tu ira, Jimmy. No obstante, piensa que el herzoslovaco quiso beneficiarte. Le habías salvado la vida y te nombró heredero universal de su única fuente de ingresos, pero ignorando tus miras idealistas.

—¿Qué debía hacer? Mi primer impulso fue quemar el fajo de correspondencia... Luego cavilé que la desdichada no sabría que había sido destruida y que, por consiguiente, viviría con el alma en un hilo, atemorizada por la posibilidad de que aquel maldito reapareciera.

—Tienes más imaginación de la que te concedía, Jimmy —observó Anthony, encendiendo un cigarrillo—. La situación es, en efecto, más complicada de lo que aparenta. ¿Por qué no se las remites por correo?

—Porque, como todas las mujeres, no había puesto ni fecha ni dirección en la mayoría de las cartas. Sólo una contenía algo que, hasta cierto punto, puede considerarse como señas, un nombre: Chimneys.

Anthony soltó de golpe la cerilla que le chamuscaba los dedos y profirió:

—¿Chimneys? Es extraordinario...

—¿Por qué? ¿Te dice algo?

—Mi querido amigo, se trata de una de las mansiones más importantes de Inglaterra, centro de esparcimiento de soberanos y mentidero de diplomáticos.

—He ahí por qué me alegro de que me sustituyas. Dominas todas esas cosas —declaró con sencillez Jimmy—. Un pelagatos como yo, nacido en los bosques canadienses, incurriría en toda suerte de errores; tú, en cambio, educado en Eton y Harrow...

—Únicamente en uno de ellos —atajó modestamente Anthony.

—Lo llevarás a buen término. Me pareció arriesgado mandárselas, porque deduje que su marido estaba celoso... ¿En qué lío la metería, si él la abría por error? ¿Y si había muerto? Las cartas tenían bastante tiempo. Por tanto, lo único factible era que alguien las llevase a Inglaterra y se las entregara en persona.

Anthony arrojó el cigarrillo y palmoteo con afecto la espalda de su amigo.

—Eres un caballero andante, Jimmy; los bosques del Canadá se enorgullecerán de ti. No conseguiré ponerme a tu altura.

—¿Aceptas las comisión?

—Claro.

McGrath sacó de la cómoda un fajo de cartas, que depositó en la mesa.

—Aquí están. Léelas.

—¿Lo crees oportuno? Preferiría abstenerme.

—Por lo que cuentas de Chimneys, ella debió estar de paso en la casa. La lectura quizá nos proporcione una pista sobre su domicilio.

—Tienes razón.

Repasaron las cartas sin encontrar lo que esperaban. Anthony las agrupó muy pensativo.

—¡Pobrecilla! —exclamó—. Tenía un miedo cerval.

Jimmy hizo un gesto afirmativo y preguntó ansioso:

—¿Crees que te será posible encontrarla?

—No me iré de Inglaterra antes de conseguirlo. ¿Tanto te interesa esa desconocida, muchacho?

Jimmy recorrió meditabundo la firma con el índice.

—Es un nombre muy lindo —se excusó—. Virginia Revel.

Capítulo III
-
Inquietud en las altas esferas

—Claro, claro —dijo lord Caterham.

Había empleado las mismas palabras tres veces, y en cada una de ellas alimentó la esperanza de concluir la entrevista y poner los pies en polvorosa. Le horrorizaba detenerse en la escalinata de su selecto club londinense, sobre todo para escuchar los inagotables torrentes oratorios del honorable George Lomax.

Clement Edward Alistair Brent, noveno marqués de Caterham, era un diminuto caballero de descuidada indumentaria, y en todos los aspectos diferente del concepto popular de cómo es un aristócrata. Sus desvaídos ojos azules, su delgada nariz melancólica sentaban bien a sus modales vagos y corteses.

La principal desdicha de la existencia de Caterham había sido la de suceder a su hermano, el octavo marqués, cuatro años antes. Ese hombre notable había merecido la celebridad en todos los hogares británicos. Dirigió el Ministerio de Asuntos Exteriores, destacó en el gobierno del Imperio y su mansión campestre, Chimneys, cobró fama por su regia hospitalidad. Secundado por su esposa, hija del duque de Perth, los fines de semana de Chimneys sirvieron de telar donde se urdió la Historia, y apenas había personaje inglés o europeo que no hubiese descansado la cabeza en las almohadas de sus alcobas.

Nada tenía que objetar a ello el noveno marqués, quien respetaba y estimaba en grado sumo la memoria de su hermano. Henry había desempeñado su papel de forma magnífica. Lo que le dolía era la creencia general de que él debía marchar por la misma senda y que Chimneys pertenecía a la nación y no a un simple particular. Nada hastiaba más a Caterham que la política, como no fuesen los políticos; de ahí que le impacientara la avasalladora retórica de George Lomax, hombre robusto, de faz rubicunda, ojos protuberantes y, además, muy pagado de sí mismo.

—¿Lo entiende, Caterham? Un escándalo de esa índole sería desastroso. La situación es muy delicada.

—Como siempre —dijo el aristócrata con una chispa de ironía.

—¿Y quién lo sabe mejor que yo?

—Claro, claro —exclamó Caterham, retrocediendo por cuarta vez a aquella línea defensiva.

—Nos perderá el menor desliz en la cuestión de Herzoslovaquia. Lo esencial es que las concesiones petrolíferas se otorguen a una compañía inglesa. ¿Lo comprende?

—Naturalmente.

—El príncipe Miguel Obolovitch llegará este fin de semana. Lo más indicado sería que el asunto se discutiera en Chimneys, so pretexto de una partida de caza.

—Yo me proponía ir al extranjero esta semana —murmuró Caterham.

—¡Bah! Nadie viaja a principios de octubre.

—Mi médico asegura que estoy enfermo —objetó Caterham y miró anhelante a un taxi que pasaba.

La libertad le estaba vedada, porque Lomax tenía el desagradable hábito, fruto de una larga experiencia, de acorralar a sus interlocutores de cualquier modo. En aquel caso asía vigorosamente por la solapa el gabán del marqués de Caterham.

—Querido amigo, lo expresaré más enérgicamente. En un instante de crisis nacional como el que se avecina...

Caterham se movió intranquilo. Estaba dispuesto a celebrar incontables fiestas, antes que escuchar uno de los famosos discursos de Lomax que, según sabía de buena tinta, duraban más de veinte minutos.

—De acuerdo, accedo —interrumpió—. Usted se encargará de todo, ¿verdad?

—No será necesario. Chimneys, aparte de su gloriosa historia, goza de una situación ideal. Yo estaré en Abbey, a menos de diez kilómetros de distancia... porque, desde luego, no sería correcto que me incorporase al grueso de los invitados.

—Claro, claro —convino Caterham sin la más mínima noción del por qué y sin deseo de averiguarlo.

—¿Le molestaría albergar a Bill Eversleigh? Será útil como mensajero.

—Me complacerá —afirmó Caterham, algo más animado—. Bill es un buen tirador y Bundle simpatiza con él.

—La cacería no tiene importancia. Sólo es un pretexto, por decirlo así.

El marqués tornó a ensombrecerse.

—El grupo lo compondrán el príncipe, sus asistentes, Bill Eversleigh, Herman Isaacstein...

—¿Quién?

—Herman Isaacstein, representante del trust de que le he hablado.

—¿Es británico cien por cien?

—Sí. ¿Por qué?

—¡Oh, por nada! Me ha sorprendido. Hay nombres ingleses muy extraños.

—Y en fin, dos o tres personas al margen del asunto, que proporcionen a la reunión una apariencia inocente. Lady Eileen podría invitar a algunos jóvenes ingenuos sin criterio político.

—Bundle lo hará de mil amores.

—¡Oh! —profirió Lomax, como herido por un rayo—. ¿Recuerda lo que acabo de decir?

—Ha hablado usted de tantas cosas...

—Me refiero a ese desdichado contratiempo... —Lomax convirtió su voz en un misterioso susurro—, a las Memorias... las del conde Stylpitch.

—Creo que anda descaminado —repuso Caterham y dominó un bostezo—. A la gente le gustan los escándalos. Yo mismo leo los de mis semejantes y me divierto.

—No se trata de que el vulgo las lea o no. Indudablemente las devorará. Pero su publicación en esta coyuntura tal vez arruinaría nuestros proyectos. El pueblo de Herzoslovaquia desea restaurar la monarquía, y se dispone a ofrecer la corona al príncipe Miguel, que tiene el apoyo y el aliento del gobierno de Su Majestad...

—Y que ha decidido conferir unas concesiones petrolíferas a mister Ikey Hermanstein & Company en compensación del millón y pico que le prestan para sentarle en el trono...

—¡Caterham! ¡Caterham! —imploró angustiado Lomax—. Discreción, se lo suplico; discreción sobre todo.

—Y la verdad es que —prosiguió complacido el marqués, aunque bajó la voz—, una parte de esas memorias de Stylpitch tal vez den al traste con sus bien anudados propósitos. Quizá delaten la tiranía y la caprichosa conducta de los Obolovitch, ¿verdad? Habrá interpelaciones en los Comunes: ¿Por qué se sustituye la actual forma de gobierno, comprensiva y democrática, por una tiranía obsoleta? ¿Dictan la política los implacables capitalistas? ¿Tendremos que gritar abajo el gobierno...? ¿Me equivoco?

—No —confesó Lomax—. ¡Si sólo fuera eso! Imagine, no más que por un momento, que se aluda a esa infortunada desaparición... ya sabe cuál.

Lord Caterham le contempló con los ojos muy abiertos.

—No, no lo sé. ¿Cuál?

—¿Lo ignora? Pero, hombre, si sucedió mientras estaban en Chimneys. Henry se vio en tal aprieto, que casi arruinó su carrera.

—Aviva usted mi interés —dijo Caterham—. ¿Quién o qué desapareció?

Lomax se inclinó hasta que sus labios quedaron a un centímetro de la oreja del marqués. Éste retrocedió velozmente.

—¡Por Dios! No me silbe en el oído.

—¿Me ha entendido?

—Sí —admitió Caterham de mala gana—. Ahora me acuerdo de ello. Fue un asunto en extremo curioso. ¿Quién sería? ¿No lo recobraron?

—Jamás. Hubimos de proceder con suma cautela para que nada trascendiera. Pero Stylpitch era de los presentes, y barruntó algo, ya que no todo, cuando negociamos con él un par de veces a causa de una cuestión turca. Cabe que se haya tomado malicioso desquite, incluyendo el caso en sus Memorias. Ofrecidas éstas al mundo, comprenderá usted las dimensiones del escándalo y sus dolorosos resultados. Todos se preguntarán por qué se silenció...

—Sería lo lógico —dijo Caterham, con evidente fruición. Lomax, que casi habría gritado, se contuvo.

—¡Calma, calma! No debe perder la cabeza. Pero respóndame, mi apreciado amigo: si no se proponía turbarnos, ¿por qué envió el manuscrito a Londres dando un rodeo tan grande?

—Es raro, ciertamente. ¿Está seguro de ello?

—Por completo. Tenemos un agente en París. Las Memorias fueron despachadas en secreto semanas antes de su defunción.

—Sí, sí; ha de haber algo podrido —dijo Caterham, muy complacido.

—Averiguamos que se enviaron a un individuo llamado Jimmy, o James McGrath, canadiense, que reside en África.

—Todo el Imperio está complicado, ¿verdad? —comentó alegremente el marqués.

—James McGrath arribará mañana, jueves, en el
Granarth Castle
.

—¿Qué piensa hacer?

—Abordarle al instante, revelándole las peligrosas consecuencias de su publicación, y rogarle que retrase, por lo menos un mes, la entrega del manuscrito o, en el peor de los casos, que consienta una edición... «juiciosa».

—¿Y si contesta «No, señor» o «Váyase al infierno» o algo por el estilo? —inquirió lord Caterham.

—Tal posibilidad es la que me asusta —admitió Lomax—. Por eso me parece plausible que le invite a hospedarse en Chimneys. Le halagará conocer al príncipe Miguel y será más fácil manejarle.

—Me niego —replicó el marqués—. Nunca me gustaron los canadienses, especialmente los que residen en África.

—Seguramente será un hombre espléndido, un diamante en bruto.

—No, Lomax; me niego rotundamente. No hay que exagerar. Otra persona habrá de amansarle, yo no.

—Una mujer nos sería muy provechosa. La aleccionaríamos convenientemente, ni mucho ni poco, y haría gala de tacto... Le expondría la situación sin irritarle. Desde luego, no apruebo la intervención femenina en la política; pero las mujeres obran maravillas en su propia esfera. Acuérdese de la esposa de Henry y cuánto le ayudó. Marcia fue una anfitriona soberbia, única...

—¿Desea que la invite a la cacería? —preguntó Caterham, que había palidecido ante la mención de su temible cuñada.

—No, no me interprete mal. Hablaba de la influencia del bello sexo en general. No, pensaba en una joven encantadora, bella e inteligente.

—¿En Bundle? Mi hija le decepcionaría. Si simpatiza con algún partido es con los socialistas. Se moriría de risa al oír tamaña proposición.

—Lady Eileen no entra en mis cálculos. Su hija, Caterham, es deliciosa, pero muy joven. Necesitamos una mujer con sumo tacto, algo mundana... ¡Ya la tengo! Mi prima Virginia.

—¿Mistress Revel? —exclamó el marqués, lleno de ánimo, presintiendo que concluiría por divertirse—. Magnífica idea, Lomax. Es la mujer más atractiva de Londres.

—Y conoce al dedillo los asuntos herzoslovacos, porque su marido perteneció a la embajada británica en aquel país, como usted sabe. Y nadie discute su encanto.

—¡Una criatura como pocas! —dijo para sí lord Caterham.

—Asunto concluido, entonces.

Mister Lomax soltó su presa.

—Adiós, Lomax. Haga los arreglos que quiera.

El marqués se abalanzó a un taxi. En cuanto es posible que un digno caballero cristiano aborrezca a otro digno caballero cristiano, lord Caterham detestaba al honorable George Lomax. Desdeñaba su gruesa faz rubicunda, su ruidosa respiración y sus prominentes y serios ojos azules. Suspiró al pensar en el fin de semana. ¡Qué tormento, Dios mío! ¡Qué tormento! Cruzó por su mente la imagen de Virginia Revel.

—Una joven deliciosa —murmuró para sí—. La más hechicera que conozco.

Capítulo IV
-
Una dama encantadora

George regresó a Whitehall.

Percibió un roce precipitado al penetrar en la suntuosa serie de despachos en que administraba los asuntos de Estado. Mister Bill Eversleigh archivaba cartas, pero la amplia butaca, puesta al pie de la ventana, conservaba aún el calor de un cuerpo humano.

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