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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

El sol sangriento (3 page)

BOOK: El sol sangriento
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Pero los sueños se fueron esfumando; primero se convirtieron en recuerdos de sueños y después en recuerdos de recuerdos. Sólo sabías que
alguna vez
habías recordado algo diferente.

Aprendiste a no preguntar por tus padres, pero suponías cosas. Oh, sí, suponías cosas. Y en cuanto tuviste edad suficiente para soportar el envión de una nave espacial que se desprendía de la superficie de un planeta merced a los impulsos interestelares, te llenaron de pinchazos en el brazo y te llevaron, como un bulto de equipaje, a bordo de una de las Grandes Naves.

Vas a casa
, dijeron los otros muchachos, a medias envidiosos y a medias temerosos. Sólo que tú lo sabías mejor: ibas al exilio. Y cuando despertaste, con un dolor de cabeza que nublaba tus ideas y la sensación de que alguien te había quitado un buen pedazo de tu vida, la nave planetizaba en un mundo llamado Terra, donde había una pareja mayor que esperaba al nieto que nunca habían visto.

Dijeron que tenías más o menos doce años. Te llamaron Jefferson Andrew Kerwin, Junior. Como así te habían llamado en el Orfanato de los Hombres del Espacio, no discutiste. Tenían la piel más oscura que tú y los ojos oscuros; los ojos que habías aprendido a llamar ojos de animal con tus niñeras darkovanas; pero habían crecido bajo un sol diferente y tú ya sabías acerca de la calidad de la luz; habías visto las luces brillantes dentro de la Zona terrana y recordabas que te habían herido los ojos. De modo que estuviste dispuesto a creerlo, a creer que estas personas extrañas, viejas y morenas podían haber sido los padres de tu padre. Te mostraron un retrato de un Jefferson Andrew Kerwin de cuando tenía más o menos tu edad, trece años, pocos años antes de que se escapara como grumete de una de las Grandes Naves, muchos años atrás. Te dieron su cuarto para dormir y te enviaron a su escuela. Fueron amables contigo, y no más de dos veces por semana te recordaban, con palabras o en silencio, que no eras el hijo que ellos habían perdido, el hijo que los había abandonado por las estrellas.

Tampoco respondieron nunca a tus preguntas acerca de tu madre. No podían hacerlo; no la conocían, no querían saberlo y, más aún, no les importaba. Tú eras Jefferson Andrew Kerwin, de la Tierra, y eso era todo lo que ellos querían de ti.

Si hubiera ocurrido cuando eras más pequeño, tal vez habría bastado. Estabas ansioso de pertenecer a algún lado, y el anhelante amor de esas personas mayores, que necesitaban que fueras el hijo que habían perdido, podría haberte recuperado para la Tierra.

Pero el cielo de la Tierra era de un azul frío y ardiente, y las montañas de un verde frío y hostil; el pálido sol centelleante te hería los ojos, incluso con gafas oscuras, y los anteojos ahumados hacían creer a los demás que intentabas ocultarte de ellos. Hablabas perfectamente el idioma; en el orfanato se habían ocupado de
eso
, por supuesto. Podías pasar. Extrañabas el frío y los vientos que bajaban desde el paso, detrás de la ciudad, y el distante contorno de los dientes altos y quebrados de las montañas; extrañabas la polvorienta penumbra del cielo y el bajo ojo carmesí del sol que ardía. Tus abuelos no querían que pensaras en Darkover ni que hablaras de Darkover. Una vez, cuando ahorraste de tu asignación y compraste un par de fotos de los planetas del Borde, uno de ellos con un sol como el de Darkover, te quitaron las postales. Tú pertenecías allí, a la Tierra, o eso te dijeron.

Pero tú lo sabías mejor. Y, en cuanto tuviste edad suficiente, te marchaste. Sabías que otra vez les estabas destrozando el corazón y que, de algún modo, no era justo, porque ellos habían sido buenos contigo, tan buenos como podían serlo. Pero te marchaste; tenías que hacerlo. Porque tú sabías, aunque ellos no lo supieran, que Jeff Kerwin, Junior, no era el muchacho que amaban. Probablemente, si se trataba de eso, el
primer
Jeff Kerwin, tu padre, tampoco había sido ese muchacho; por eso
él
se había ido. Amaban algo que ellos mismos habían construido y que llamaban su hijo y tal vez, pensabas, incluso llegarían a ser felices con sus recuerdos, sin ningún muchacho verdadero que destruyera la imagen de su hijo perfecto.

Primero tuviste un empleo civil en el Servicio Espacial en la Tierra, donde trabajaste duro y te mordiste la lengua cuando el terrano arrogante te observó con fijeza evaluando tu estatura, o cuando hizo bromas sutiles acerca del acento que nunca habías perdido del todo. Después llegó el día en que abordaste una de las Grandes Naves, esta vez despierto y voluntariamente, destacado en el Servicio Civil del Imperio, con destino a estrellas que eran sólo nombres en las listas de tus sueños. Y viste cómo el odiado sol de la Tierra se empequeñecía hasta convertirse en una estrella lejana, perdiéndose en la inmensidad de la enorme oscuridad, y ya estabas en camino hacia afuera en el primer plazo de tu sueño.

No a Darkover. Todavía no. Pero a un mundo con un sol rojo que no te hería los ojos, con un cargo subordinado en un mundo lleno de hedores y de tormentas eléctricas, en el que había mujeres albinas enclaustradas detrás de altos muros y donde nunca viste a un niño. Y, después de un año allí, hubo un buen trabajo en un mundo en el que los hombres llevaban cuchillos y las mujeres campanillas en las orejas, campanillas que repicaban una melodía de perversa seducción cuando ellas caminaban. Te había gustado ese lugar. Habías tenido muchas peleas y muchas mujeres. Detrás del tranquilo empleado civil estaba escondido un patán; y en ese mundo se desató de tanto en tanto. Habías pasado buenos ratos. Fue en ese mundo donde empezaste a llevar cuchillo. De alguna manera te pareció bien; sentías una sensación de plenitud al ponértelo, como si hasta ahora, de alguna manera, hubieras andado por allí a medio vestir. Hablaste de esto con el Psic de la compañía y escuchaste sus conjeturas con respecto a ocultos temores de desarreglos sexuales y compensación con símbolos fálicos y compulsiones al poder; lo escuchaste silenciosamente y sin comentarios y descartaste lo que te decía, porque tú sabías más. Te hizo una sola pregunta delatora.

—Creciste en Cottman Cuatro, ¿verdad, Kerwin?

—Sí, en el Orfanato de Hombres del Espacio.

—¿No es ése uno de los mundos en los que los hombres adultos llevan espada todo el tiempo? Es cierto que no soy especialista en antropología comparada, pero si viste hombres que llevaban siempre una espada…

Aceptaste que probablemente se tratara de eso y no dijiste nada más, pero seguiste llevando el cuchillo, al menos cuando estabas fuera de servicio, y una o dos veces tuviste oportunidad de usarlo y probaste secretamente, para tu propia satisfacción, que podías arreglarte en una pelea si te veías obligado a hacerlo.

Pasaste buenos momentos allí. Podrías haberte quedado y ser feliz. Pero todavía sentías una compulsión, un desasosiego que te impulsaba, y, cuando el Legado murió y el nuevo quiso nombrar a sus propios hombres, estuviste dispuesto a marcharte.

Para entonces ya habían concluido tus años de aprendiz. Hasta ese momento habías ido adonde te enviaban. Ahora te preguntaron, dentro de ciertos límites, adónde querías ir. Y tú ni siquiera vacilaste.

—A Darkover. —Y después te corregiste—: A Cottman Cuatro.

El hombre de Personal se había quedado mirándote durante un rato.

—Dios del cielo, ¿por qué alguien querría ir
allí
?

—¿No hay vacantes?

Ya estabas casi resignado a dejar morir tu sueño.

—Oh, infiernos, sí. Nunca conseguimos voluntarios para ir allí. ¿Sabes cómo
es
ese sitio? Frío como el pecado, entre otras cosas, y bárbaro… Con grandes zonas cerradas para los de la Tierra; no estás a salvo un paso más allá de la Ciudad Comercial. Yo nunca he estado allí, pero por lo que me han dicho el lugar está siempre en conflicto. Además, no hay prácticamente ningún intercambio con los darkovanos.

—¿No? El espaciopuerto de Thendara, por lo que he oído decir, es uno de los más grandes de todo el Servicio.

—Es cierto —asintió el hombre y explicó, con tono sombrío—: Está situado entre el brazo inferior y el superior de la espiral galáctica, de modo que tenemos que reclutar personal suficiente como para abastecer una estación importante de cambio de rutas. Thendara es una de las paradas y puntos de transferencia más importante para pasajeros y carga. Pero es un infierno de lugar. Si vas allí, tal vez te quedes varado durante años antes de que puedan localizar algún reemplazo para ti, si te cansas del asunto. Mira —agregó con tono persuasivo—, lo estás haciendo demasiado bien como para ir a enterrarte allí. Rigel 9 está desesperado por conseguir buenos hombres. Allá sí que podrías progresar… Tal vez llegar a Cónsul o incluso a Legado, si es que te interesa entrar en la rama diplomática. ¿Por qué desperdiciarte en un pedazo de roca semicongelada al borde de la nada?

Tendrías que haber sido más cauto, pero pensaste, por una vez, que tal vez él verdaderamente quería saberlo. De modo que se lo dijiste.

—Nací en Darkover.

—Oh. Uno de
ésos
. Ya veo.

Viste que su rostro cambiaba y deseaste aplastar esa mueca despectiva en su rostro rosado. Pero no lo hiciste. Simplemente te quedaste allí y observaste cómo sellaba tu solicitud de transferencia. Supiste que si alguna vez habías tenido intenciones de transferirte a la rama diplomática, o alguna esperanza de llegar a Legado, el sello que él había puesto en tu tarjeta había acabado con todo, pero no te importó. Después apareció otra de las Grandes Naves. Una creciente excitación te consumía hasta el punto de obligarte a acudir a la cúpula de observación, para escrutar el cielo en busca de una roja brasa que finalmente creció hasta convertirse en el centelleo que acosaba tus sueños. Luego, al cabo de un tiempo que pareció interminable, la nave descendió perezosamente hacia un gran planeta carmesí que tenía un collar formado por cuatro lunas diminutas, joyas engarzadas en el cielo bermellón.

Y otra vez llegaste a casa.

2. LA MATRIZ

El
Southern Crown
planetizó al mediodía, del lado de día. Jeff Kerwin, deslizándose ágilmente por los estrechos peldaños de acero de la escala de la ventilación, llegó al suelo y respiró hondo. Le había parecido que ese aire le daría algo rico y diferente, familiar y extraño.

Era simplemente aire. Olía bien, pero, después de las semanas de aire envasado dentro de la nave espacial, cualquier aire olería bien. Volvió a inhalar, buscando en su fragancia algún indicio de sus desvaídos recuerdos. Era frío y enardecedor, con un atisbo de polen y polvo, pero en general revelaba los impersonales hedores químicos de cualquier espaciopuerto. Brea caliente. Polvo de cemento. El penetrante ozono del oxígeno líquido que se evaporaba de las válvulas de desagüe.

¡Podría estar otra vez en la Tierra! ¡Tan sólo otro espaciopuerto!

¡Bien, qué demonios! Con brusquedad, se dijo que ya era suficiente.

Le diste tantas vueltas al hecho de regresar a Darkover, hiciste de eso algo tan importante que aunque toda la ciudad hubiera salido a recibirte con desfiles y fanfarrias… ¡también te hubiera parecido poco!

Dio un paso atrás, para salirse del camino de un grupo de hombres de la Fuerza Espacial —altos, vestidos de cuero negro, con botas y desintegradores que ocultaban su amenaza detrás de fundas acolchadas—, con mangas adornadas por estrellas relucientes. El sol apenas había pasado el meridiano; un sol enorme, rojo anaranjado, con unas feroces nubecitas dentadas muy altas en el cielo pálido. Las montañas dentadas como una sierra, detrás del espaciopuerto, arrojaban sus sombras sobre la Ciudad Comercial, pero las cumbres estaban bañadas en penumbrosa luz. Su memoria buscó hitos en las cumbres. Mientras los ojos de Kerwin estaban fijos en el horizonte, tropezó con un bulto de carga. Una voz amable le dijo:

—¿Mirando las estrellas, pelirrojo?

Kerwin, con un esfuerzo casi físico, volvió a concentrar su atención en el espaciopuerto.

—He visto suficientes estrellas como para que me baste por un tiempo —respondió—. Estaba pensando que el aire huele bien.

El hombre que estaba a su lado esbozó una sonrisa.

—Eso es un consuelo. Me pasé todo un turno de servicio en un mundo en el que el aire tenía un alto contenido de azufre. Perfectamente saludable, o por lo menos eso dijeron los de Médica, pero yo andaba por ahí sintiéndome como si alguien me hubiera arrojado encima toda una caja de huevos podridos.

Se unió a Kerwin en la plataforma de cemento.

—¿Cómo es… estar en casa otra vez?

—Todavía no lo sé —dijo Kerwin, mirando al recién llegado con algo parecido al afecto.

Johnny Ellers era pequeño y robusto y se estaba quedando calvo; un duro hombrecito vestido con la ropa de cuero negro de los profesionales del espacio. En su manga centelleaban en un tumulto de colores dos docenas de estrellas; una por cada mundo en el que había prestado servicio. Kerwin, que hasta el momento era un hombre con sólo dos estrellas, había descubierto que Ellers era una mina de información acerca de casi todos los planetas y de casi todos los temas que había bajo el sol, bajo cualquier sol.

—Será mejor que nos movamos —aconsejó Ellers.

El equipo de control ya revoloteaba por la nave, preparándola para un nuevo despegue al cabo de pocas horas. Las órbitas favorables no esperaban a ningún hombre. El espaciopuerto ya estaba atestado de camiones de carga, cargadores, máquinas que zumbaban, camiones de gasolina y se gritaban instrucciones en cincuenta idiomas y dialectos. Kerwin miró a su alrededor, recobrándose. Más allá de los portales del espaciopuerto se extendía la Ciudad Comercial, el Cuartel General terrano… y Darkover. Deseaba correr hacia allí, pero se controló, desplazándose con Ellers a la fila que se estaba formando, donde verificarían sus identidades y sus asignaciones. Le tomaron las huellas dactilares, firmó una tarjeta que aseguraba que era quien decía ser, recibió un certificado de identidad y siguió adelante.

—¿Adónde? —preguntó Ellers, uniéndose otra vez a él.

—No lo sé —dijo Kerwin lentamente—. Supongo que será mejor que me presente al Cuartel General para que me asignen algo.

No tenía ningún plan formal a partir de ahora y no estaba seguro de querer que Ellers se entrometiera y le dijera qué hacer. A pesar de lo mucho que le gustaba Ellers, hubiera preferido reencontrarse con Darkover por su cuenta.

Ellers soltó una risita.

—¿Presentarte? ¡Infiernos, tú ya sabes un poco más! ¡No eres ningún mocoso, atónito por su primera asignación en otro planeta! Mañana a la mañana es el momento para las asignaciones. Esta noche… —Agitó una mano expansivamente en dirección a las puertas del espaciopuerto—. Vino, mujeres y música… no necesariamente en ese orden.

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