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Authors: David Zurdo y Ángel Gutiérrez Tápia

Tags: #Intriga, Terror

El Sótano (8 page)

BOOK: El Sótano
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—Sí, soy yo. Necesito que me ayudes en algo.

—De acuerdo. ¿Qué se te ofrece?

—¿Te suena algo llamado maestro del espejo, relacionado con violines?

—Por supuesto que me suena, hombre. Más que eso.

«¡Bingo!», pensó Eduardo, que en realidad no había albergado demasiadas esperanzas de oír una respuesta positiva.

—Lázaro Steiner es un viejo zorro del mundillo de la compraventa de instrumentos de cuerda —continuó Friedhoff—. Tiene una tienda muy cerca del Real, en la calle del Espejo. Por eso se le conoce como Maestro del Espejo. Debe de rondar los ochenta años, pero aún lleva él personalmente el negocio. Nació en Alemania y de joven estuvo en un campo de concentración, ¿sabes? Pero logró salvarse porque era un virtuoso del violín. Luego consiguió huir de la zona nazi, se instaló en España y aquí se quedó.

—Así que es el dueño de una tienda de violines —dijo Eduardo para sí, empezando a ver cierta lógica en todo aquello.

—Hace cosa de un año le vendió a un amigo mío, de la orquesta, un magnífico
Vatelot
que sonaba como el
Cannone
de Paganini. Aunque no le salió barato precisamente, y necesitó un buen repaso. ¿Quieres su dirección exacta?

—Sí, Paul, por favor.

—Déjame ver… Estoy consultando la agenda… Sí, aquí está. Toma nota: calle del Espejo número 7. Está muy cerca de la plaza de Isabel II, al lado del Real.

—Lo tengo. Gracias, Paul. Te debo una.

—Más de una,
chico
. Pero, entre amigos, eso qué importa.

Eduardo había entrado en Madrid por la carretera de La Coruña. No tenía más que llegar a la plaza de España, y desde allí seguir por Bailén hasta el Teatro Real. Le llevaría unos quince minutos. Eran las siete y media de la tarde. La tienda de Lázaro Steiner quizá estuviera ya cerrada cuando él llegara a la calle Espejo, aunque optó por probar suerte. Su emoción por la búsqueda no podía atender a razones ni esperas. Todo esto lo hacía por su amigo Miguel, pero también por él mismo. Ésa era la verdad.

9

Pasaban las tres de la tarde. Germán aparcó la furgoneta en el mismo lugar discreto de la parte posterior del edificio, y todos descendieron de ella dispuestos a cargar con un buen número de bolsas. Todos salvo Víctor, que se había separado del grupo un par de horas antes. Dijo que regresaría por su cuenta. Quería visitar a un viejo conocido que trabajaba en una tienda de artículos esotéricos cerca de la calle Montera. No explicó más, aunque dijo que volvería con algunas velas aromáticas, incienso, aceites esenciales y otras cosas por el estilo.

Las maderas que tapaban la entrada estaban en su sitio. No porque Pau las hubiera dejado así, sino porque Víctor acababa de colocarlas de nuevo hacía escasos minutos. Había llegado un poco antes que los demás. Dejó una bolsa con los objetos prometidos en la estancia donde se habían instalado provisionalmente y luego recorrió la planta baja. Se detuvo unos instantes frente a la puerta metálica donde Pau había muerto. El rostro de Víctor no mostró ninguna extrañeza. Se limitó a comprobar que estaba cerrada y luego se giró a un lado. Al hacerlo, distinguió un objeto en el suelo. Se agachó para recogerlo. Era alargado y cilíndrico. La luz era tan escasa que sólo cuando lo tuvo en su mano se dio cuenta de qué era: una linterna.

Víctor la sostuvo y le dio varias vueltas, observándola como si nunca hubiera visto una igual. Luego la guardó en uno de los bolsillos de su abrigo. Extrajo su propia linterna de otro bolsillo y la encendió, apuntando al suelo. Escrutó toda la zona, pero no encontró nada más. En ese momento oyó un ruido cerca. Aguzó el oído, inmóvil como una estatua.

La voz de Bárbara relajó su tensión. Eran sus compañeros, que volvían al edificio. Se apresuró a ir a su encuentro. Una amplia sonrisa había sustituido ahora a su gesto grave.

—Ah, ¿ya estás aquí? —preguntó Germán, devolviéndole la sonrisa.

—Acabo de llegar.

Mar dejó dos grandes bolsas al lado de la de Víctor. Los demás la imitaron, formando con todas ellas una pequeña montaña.

—¿Qué has traído? —le preguntó la joven.

—Lo que os dije. Un poco de todo. El incienso y las velas aromáticas harán que esto no huela tanto a humedad.

—Sí, eso está muy bien —dijo Mar—, pero yo tengo algo mucho mejor.

Víctor no había sido el único en hacer compras por su cuenta. Mientras los demás estaban en la calle Preciados, tratando de sacar un poco de dinero a los transeúntes, ella se había escabullido. Volvió media hora más tarde y, cuando le preguntaron dónde había estado, respondió sólo con una sonrisa pícara. Ahora abrió su bolsa estampada de flores, que llevaba en bandolera, y extrajo una más pequeña del interior, de plástico transparente.

—¡Hongos alucinógenos de la mejor calidad! —exclamó Mar, exultante—. Son jodidos de encontrar, no os creáis.

Germán torció el gesto. No le gustaban las drogas, salvo algún que otro cigarrillo de marihuana.

—Hay mucho que hacer para meternos eso ahora.

—Sí, es verdad —admitió Bárbara, pero no consiguió apartar la mirada de los extraños hongos.

Ella nunca los había probado y, dijera lo que dijese, sentía curiosidad. Igual que Alejandro, que no tuvo reparos en afirmar:

—Yo, desde luego, me apunto.

Víctor no estaba seguro de que aquello fuera una buena idea. A él le gustaba tenerlo todo controlado. Era casi una obsesión para él. Y estaba claro que nada descontrolaría más a sus compañeros que colocarse con aquellos hongos.

—Germán tiene razón. Primero hay que trabajar y luego disfrutar.

Mar lo miró divertida y le recriminó:

—Pareces un capitalista, pero no te falta razón. Lo primero es lo primero. Ahora que se ha ido el capullo de Pau, todo será mejor.

Mar volvió a guardar la bolsa de plástico, no sin antes dedicar una mirada lasciva a Víctor. A ella le gustaban tanto las mujeres como los hombres, y aquel muchacho tenía algo enigmático que le atraía mucho. En todo caso, para alivio de Víctor, las cosas regresaban a su cauce. Al menos por el momento.

—Pues venga, empecemos —dijo, y dio una fuerte palmada.

Todos se pusieron manos a la obra. Incluso Clara les ayudó a sacar trastos de las habitaciones elegidas para iniciar la primera fase del sueño de Germán y a apilarlos en una estancia que iban a utilizar como almacén. Por la mañana, después de que Pau se hubiera ido, habían inspeccionado la planta baja y el resto de pisos del edificio. Al igual que a su ex compañero, también les intrigó la puerta metálica cerrada, e igualmente pensaron que se trataba de un acceso a la zona subterránea de mantenimiento, donde posiblemente se había instalado el mendigo. Pero nadie le dio mayor importancia. Era una suerte que aquel viejo no entorpeciera con su presencia lo que intentaban hacer allí.

Entre esfuerzos, ilusión y buen humor, llegó la hora de comer. Bárbara se propuso para hacer la comida ese día. Alejandro se ofreció para ayudarla. Se sentía muy atraído por Bárbara. Siempre le habían gustado las chicas resueltas y con un toque masculino, que lejos de restarles feminidad la aumentaba sin aderezos artificiales. La última novia que tuvo antes de abandonar el hogar de sus padres se parecía a Bárbara, aunque era mucho menos guapa que ella.

Cuando, unos meses atrás, Alejandro apareció en el edificio de Malasaña y todos pensaron que iba vestido como un pijo, estaban en lo cierto. Acababa de comprarse en Coronel Tapiocca lo que él creía que correspondía a una especie de uniforme de okupa. A diferencia de los demás, él no había escapado de una familia desestructurada, ni tuvo una infancia o adolescencia infelices.

Sus padres eran una pareja casi perfecta, liberal y amante de sus hijos. En su juventud habían sido activistas moderados de izquierdas y habían luchado por las conquistas sociales que su tiempo requería. Eran cultos, comprensivos y gozaban de una más que desahogada posición económica. Su madre era arquitecta, en uno de los mejores estudios de Madrid, y su padre era un conocido escritor que había ganado años atrás el Premio Nadal. Ambos entendieron perfectamente que Alejandro quisiera experimentar la vida por sí mismo.

La mayoría de los jóvenes como él, de familias de clase media alta, se dedicaban a desperdiciar el tiempo en banalidades. Pero Alejandro sentía algo dentro de sí que pugnaba por salir al exterior. Ansiaba crear, y la escritura se convirtió, desde el inicio de su adolescencia, en el motor de sus anhelos. Su madre le apoyó abiertamente y su padre casi le forzó a ello, quizá de modo inconsciente. Pero cada vez que su hijo escribía un breve relato y corría a leérselo, siempre se mostraba insatisfecho. Se centraba en lo que no tenía, en lo que le faltaba o en los errores. Nunca sacaba a relucir sus mejores virtudes. Y continuamente le repetía que, para ser un verdadero escritor, había que tener vivencias propias. Lanzarse al mundo, sufrir y gozar, sentir todo lo que se puede sentir, siempre de primera mano.

Eso provocó que Alejandro se mostrara cada vez más taciturno, y le creó un sentimiento de frustración que le llegó a superar y lo volvió infeliz. También oscureció su espíritu hasta el punto de ser capaz de cualquier cosa con tal de lograr su objetivo de convertirse en un auténtico escritor. Su padre, una vez más ciego ante el efecto que sus palabras provocaban en Alejandro, le dijo que su decisión era acertada; que viviera su propia vida y que nunca dejara que nadie decidiera por él.

—¿Qué, Álex, me ayudas o no?

Bárbara le dio un suave codazo para que volviera en sí.

—¡Sí, claro! Dime qué tengo que hacer.

—De momento, dejar de mirarme así.

Alejandro se quedó estupefacto ante el comentario de Bárbara.

—¿A… a qué te refieres? —dijo balbuceando.

—Joder, Álex, me estás desnudando siempre con la mirada. Córtate un poco, ¿no?

No había respuesta posible, ni tenía sentido continuar disimulando. Por eso Alejandro optó por aceptar la crítica.

—Lo siento.

Ella lo miró con dulzura. Realmente le impresionó su valentía al encajar el reproche. Lo ocurrido con su padre no sólo había marcado a su hermana, sino también a ella. Después de esa noche terrible, llegó a pensar que todos los hombres eran tan despreciables como su padre y sus dos amigos que violaron a Clara. Le costó muchísimo convencerse de lo contrario. Pero Bárbara era una mujer fuerte y lo había logrado. No iba a permitir que su padre le robara también la posibilidad de conocer el amor. Ahora estaba segura de que el mundo estaba lleno de hombres que merecían la pena. Hombres como Alejandro.

—No es que me moleste que un chico me mire. Es que… Aunque el chico me guste, lo que no me gusta es que haga que me sienta como un objeto sexual.

—No era mi intención incomodarte —dijo Alejandro. Y luego, al procesar mentalmente todas las palabras de Bárbara, añadió—: Entonces… ¿te gusto?

—Claro que me gustas. Eres guapo, interesante, amable. No me importaría enrollarme contigo.

Alejandro se quedó callado. No esperaba que Bárbara le dijera eso.

—¿No te parece bien lo que he dicho?

—Sí, sí, te lo aseguro. Pero es que… como siempre miras tanto a Germán…

—¡Qué celosos sois los tíos! Sí, bueno, Germán me gusta mucho. Pero tú también.

Luego le dio un beso en su rostro moreno. Alejandro esbozó una leve sonrisa. Estaba más cerca de lo que había imaginado de su objetivo de liarse con Bárbara y experimentar.

En ese momento apareció Germán. Llevaba un paquete de platos de papel.

—¿Cómo va eso?

Bárbara y Alejandro se separaron un poco, tratando de disimular. Fue ella la que respondió.

—Bien. Pero habría que ver si podemos pinchar algún cable eléctrico que funcione y buscar una tubería que nos suministre agua.

—Sí, es una prioridad. Víctor y Mar están en ello.

Uno de los muros del edificio lindaba con la Facultad de Física, que estaba en funcionamiento. No debía de ser muy difícil conseguir desde allí electricidad y agua. Era lo que se hacía siempre al ocupar un edificio. No estaba bien, pero era la única solución y ellos no iban a gastar mucho. En este caso, además, la cuenta la pagaría el Estado, que era como decir que la pagarían todos y nadie.

—Oye, ¿con quién está mi hermana? —preguntó Bárbara a Germán.

—Tranquila. La he dejado jugando con Feo.

—El que no ha vuelto a aparecer es el mendigo —intervino Alejandro.

—No. Y creo que no va a molestarnos. Quizá se ha asustado y se ha ido.

—Como Pau —añadió Bárbara—. No lo digo porque ese gilipollas se asustara, sino porque se haya ido. No sé a vosotros, pero yo me alegro de no tenerlo cerca. Aunque sólo sea por eso, me alegro del susto de anoche.

—A mí tampoco me gustaba Pau —dijo Alejandro, raudo en apoyar las palabras de Bárbara—. No encajaba con nosotros ni con tu proyecto, Germán.


Nuestro
proyecto. Tenéis razón, pero me gustaría pensar que todo el mundo tiene cabida aquí. Por eso me entristece lo de Pau.

Germán era un soñador, no cabía duda. Y eso le honraba, porque si Bárbara lo había pasado mal, lo suyo no había sido menos doloroso. Su padre era un militar de alta graduación que nunca quiso aceptar a su hijo. Desde que Germán era muy pequeño se esforzó por hacer de él una versión en miniatura de sí mismo. Pero el chico no se le parecía en nada. No pudo superar la vergüenza que Germán le hacía pasar delante de sus compañeros, que exhibían a sus hijos con orgullo. El suyo prefería leer o pintar a los juegos violentos. No le gustaban los deportes y aborrecía las cosas que su padre consideraba propias de un varón.

Eso les fue distanciando paulatinamente. La intención de Germán de matricularse en Bellas Artes estuvo a punto de colmar el vaso. Pero su padre se contuvo hasta que su esposa, la madre del chico, murió tras una larga enfermedad. El día de su veintitrés cumpleaños llevó a Germán a celebrarlo en un prostíbulo. Le buscó una jovencita preciosa, de formas voluptuosas, y le obligó a meterse con ella en una habitación. Al local iban muchos pervertidos, por lo que había lugares desde donde espiar a las parejas en la cama. El padre de Germán lo tenía todo pensado. Y era un plan realmente retorcido. Como suponía, su hijo fue incapaz de tocar a la chica. Ella estaba aleccionada y le habían pagado bien, así que le dijo a Germán que no le contaría nada a su padre y que a ella podía confiarle lo que sentía. El impacto emocional que estaba sufriendo hizo que Germán soltara la lengua. Su padre lo escuchó todo desde el otro lado de la pared. Cuando le pareció que había oído suficiente, irrumpió en la habitación gritando:

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