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Authors: Christie Golden

Tags: #Fantástico, Infantil juvenil

El vampiro de las nieblas (10 page)

BOOK: El vampiro de las nieblas
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Jander absorbía la escena con hambre y envidia y un deseo ardiente de formar parte de ella. Le gustaba Petya, su parloteo despreocupado conjugado con la profunda percepción interior que salía a borbotones salpicada de vivos comentarios lujuriosos y sensuales sobre las mujeres, el buen vino y el estilo de vida errante de su pueblo. Le gustaba también la bella adivina, así como los compases intensos y jubilosos de la música que le golpeaba los oídos junto a la fogata.

Apesadumbrado, se dio cuenta de que se estaba alimentando de la naturaleza viva y enérgica de aquella gente como si fuera otra clase de sangre. Se sobresaltó al sentir la ligera mano de Maruschka en el brazo e intentó sonreír. Los ojos de la joven se habían oscurecido y lo miraban seductores; se había soltado la trenza de largo cabello negro, que ahora le caía por los morenos hombros como una ola de ébano y, con una sonrisa burlona, fue a reunirse con los demás junto al fuego. Se apartaron para hacerle un sitio, y ella se sumó a la danza sin esfuerzo.

Cuando Jander se permitió observar realmente lo que estaba sucediendo, sintió un dolor agudo por la esencia salvaje y hermosa de la danza gitana. Las muchachas vestían con sencillez: una blusa blanca o de color crema y una falda de tonos vivos que revoloteaba al ritmo de sus pies, siguiendo la música, y dejaba al descubierto sus torneadas piernas en los giros; lucían el cabello suelto, flotando sobre la espalda, y las risas brotaban espontáneas y naturales como las aguas de un arroyo saltarín.

Jander cerró los ojos con una mezcla de dolor y júbilo; hacía casi siete siglos que no presenciaba nada parecido, desde que había contemplado el último baile en las mágicas grutas de su Bienhallada natal. Retrocedió en el tiempo sin querer hasta aquellos días de inocencia imposible, cuando nada feo empañaba los confines de su universo dulce y limitado y el vampirismo era una mera leyenda apenas relatada para asustar a los niños.

Maruschka se puso frente a él y le tomó la dorada mano con la suya atezada; comenzó a tironear para que se levantara y la siguiera hasta la hoguera a bailar con ella. Jander dudó un momento y después, como atraído por las anaranjadas llamas, comenzó a seguir sus pasos.

Aunque llevaba cinco siglos no-muerto, su cuerpo aún recordaba la respuesta al estímulo de la música. El vampiro y la adivina gitana evolucionaban juntos, ojos negros prendidos en ojos plateados, cuerpo dorado contra cuerpo moreno oscuro. Jander sucumbió al momento y, de repente, no estaba bailando con Maruschka sino con Anna.
Anna
, sana y sonriente, que lo miraba rebosante de amor.

No podía soportarlo más. La belleza de la música, la embriaguez de encontrarse de nuevo entre la gente y el recuerdo de la muchacha muerta a la que había amado lo desbordaron. Notó con horror que las lágrimas le picaban los ojos, murmuró una disculpa y se alejó a grandes pasos hacia las sombras protectoras del
vardo
más próximo. Maruschka fue tras él.

—Jander, ¿qué sucede?

—Nada, es que… Déjame un momento, por favor; enseguida me pondré bien.

Hablaba sin volver la cara hacia ella, y la joven se alejó de mala gana. Se quedó solo una vez más y se enjugó las lágrimas de sangre que le inundaban los ojos; una le había resbalado por la mejilla y había dejado un rastro rojo. Tenía la esperanza de que nadie lo hubiera advertido a la luz incierta y rojiza de las llamas.

Un paño húmedo cayó a sus pies.

—Límpiate la cara, vampiro —dijo una voz áspera.

SEIS

Jander levantó la vista bruscamente. El baile continuaba; al parecer, sólo la anciana había notado las lágrimas. Sin dejar de mirarla, recogió el pañuelo.

—Habéis descubierto mi secreto, señora. ¿Qué pensáis hacer ahora?

La mujer encogió los hombros con cierta debilidad, pero Jander percibió su voluntad de hierro templado al fuego.

—Nada, de momento. Eres nuestro invitado y no vamos a romper ahora la tradición de nuestros antepasados. Además, te ha delatado el llanto, cosa rara en esta tierra y más rara aún en una criatura no-muerta. En nombre de lo que fuiste, Jander Estrella Solar, parte sin sufrir daño. Duerme mañana, si lo deseas, en la cueva cercana, junto al estanque Tser, que nadie te molestará; mas —añadió con vigor y tono resonante— a partir de entonces serás enemigo nuestro. No hay lugar para ti entre los vivos. Parte inmediatamente.

—Os ruego me concedáis una gracia,
madame
Eva —manifestó tras inclinarse ante ella—, pues presumo que ése es vuestro nombre: no reveléis mi naturaleza a Petya ni a Maruschka.

Eva frunció el entrecejo, y el vampiro captó en sus ojos el mismo fuego que encendía los de Maruschka.

—Te advierto que son mis nietos.

Jander miró hacia los bailarines. Maruschka había vuelto con ellos y giraba alegremente, ardiendo con la música. Petya ocupaba el centro de un corro de muchachas y gesticulaba profusamente con una mueca en el rostro.

—He tenido ocasión sobrada de hacerles daño, si en realidad ésa hubiera sido mi intención; pero no les deseo mal alguno.

Eva escrutó con negros ojos los plateados del vampiro; después, su rostro ajado perdió algo de tensión y dijo:

—Se lo diré sólo si lo creo necesario; pero ahora, vete. —Tras unos momentos de incertidumbre, añadió—: Agua dulce y risa ligera.

Era una fórmula de despedida tradicional entre los elfos, a la que Jander respondió con una profunda reverencia. Eva lo siguió con la mirada hasta que se desvaneció en la noche y después se volvió en busca de sus nietos. Maruschka se había detenido un momento para recuperar el aliento y, con la decepción pintada en el rostro, lo vio partir. En el mismo instante, Petya llegó corriendo hasta su abuela.

—¡Abuela! No lo habrás expulsado, ¿verdad? —preguntó ofendido. Eva suspiró.

—Ve a buscar a tu hermana —le ordenó.

El muchacho vaciló y se quedó mirando el lugar por donde Jander había desaparecido; después fue a cumplir la orden. La anciana se dejó caer abatida en el banco más próximo. «Estás muy vieja, Eva —se lamentó—, muy vieja ya para estas cosas».

—¿Querías vernos, abuela?

Eva contempló a sus nietos, hermosos y jóvenes, un tesoro para la tribu y para ella misma, y se dijo que estaba cumpliendo con su obligación. Señaló a ambos lados del banco, y ellos se sentaron obedientemente. La anciana guardó silencio unos instantes.

—Esta tierra no es feliz —comenzó—. Estamos aquí porque sellé un pacto con el señor de Barovia, un pacto que favorece a nuestro pueblo. —Hizo una pausa mientras escogía las palabras adecuadas. Petya se removía, impaciente por volver junto a las encantadoras jovencitas, y Maruschka se limitaba a aguardar serenamente—. Pero eso no nos protege del peligro —prosiguió—, que a veces es difícil de reconocer porque se envuelve en un manto de belleza.

Maruschka fue la primera en comprender, aunque no estaba dispuesta a admitirlo.

—¿Jander es peligroso?

—Sí, querida mía, y mucho —repuso la anciana con una marchita mano sobre la joven.

—¡No! —exclamó Maruschka, ceñuda—. ¡No lo creo! Le leí las cartas y no percibí maldad en él.

—No he dicho que hacer el mal fuera su deseo, pero hay momentos en que no se nos permite escoger entre el bien y el mal.

—Abuela, me salvó la vida. —Petya también se sentía irritado con ella.

Eva habría preferido no tener que explicárselo, pero Petya adoraba al elfo y Maruschka se había prendado de él.

—Sí, pero no volverás a verlo nunca jamás, ni tú tampoco —añadió, refiriéndose a su nieta, que la miraba fijamente con oscuros ojos inflamados. Eva desenvolvió el pañuelo húmedo—. Se secó la cara aquí.

—¿Lo dejaste marchar herido? —inquirió Petya, incrédulo, con el paño en la mano y mirando a su abuela acusadoramente.

—No, querido nieto —repuso con suavidad—. Son las lágrimas que derramaron sus ojos.

—¡No! —susurró Maruschka sin aire, con los ojos desorbitados—. No es…, no puede ser…


Akara
—completó Petya, y se levantó con brusquedad—. Perdona, abuela, pero debo volver al pueblo.

—No quiero oír hablar de semejante insensatez —se opuso la anciana, con gesto torvo—, menos aún después de lo que te sucedió esta noche.

—Pero, abuela… —protestó Petya, embargado por diferentes emociones.

—No; es mi última palabra. —Se levantó con hastío. A pesar de que quería mucho a Petya y a Maruschka, compartía la opinión de su nieta con respecto a los niños y las discusiones con ellos le hacían perder la paciencia—. Os he dicho lo que debía deciros; ahora obedeced. —Se alejó hacia su
vardo
.

—Maruschka, tienes que ayudarme —dijo el muchacho en cuanto Eva ya no lo oía.

—¡Oh, no! No pienso implicarme en…

—Mi… amiga, la de la aldea… Ella también confía en Jander. Los dos le entregamos nuestra amistad. ¡Tengo que decirle quién es! —La angustia se reflejaba en su rostro. Su hermana nunca lo había visto tan serio, y eso la sorprendió.

—Bien, de acuerdo, pero negaré todo si te atrapan —le advirtió.

—Entonces, ¿me dejas el caballo? —preguntó, agradecido.

Anastasia yacía boca abajo sin percatarse de las lágrimas que empapaban la almohada. Las marcas rojas de la espalda le ardían continuamente, sin parar. El brazo derecho se le había quedado dormido, pero no se atrevía a moverlo por no aumentar el dolor.

Ludmilla no se había despertado en ningún momento, y la envidiaba. «¡Oh, dioses! —se lamentaba—. Si al menos padre dejara a madre ponerme un poco de pomada…».

Un puñado de guijarros dio contra la ventana, y la joven se irguió un poco con el rostro contraído por el tormento. Apretando los dientes, logró levantarse despacio de la cama y se acercó cojeando a la ventana; estaba a punto de desmayarse cuando estiró un brazo para levantar la persiana, pero cerró los párpados con fuerza y no perdió el sentido. Casi sin aliento, abrió por fin.

Allí estaba Petya, una sombra nerviosa bajo la luz de la luna. No hablaba; sólo hacía gestos para que bajara a reunirse con él. Anastasia deseaba acudir, aunque dudaba que las magulladuras del cuerpo se lo permitieran.

En ese momento, una aguda exclamación ofendida sacudió la calma de la avanzada hora. Ante los ojos de la joven, los criados de su padre comenzaron a salir de la casa como una riada repentina. Dos de ellos sujetaron al muchacho por los hombros mientras otros lo amenazaban con espadas.

—Anastasia, ¿qué…? —inquirió la voz soñolienta de Ludmilla desde atrás.

Anastasia no podía responder en ese momento; se dirigió a la puerta y alcanzó las escaleras a trompicones, lo más velozmente que su martirizado cuerpo le permitía. Jadeaba de agotamiento después de atravesar el vestíbulo principal con grandes dificultades y abrir la pesada puerta que daba al patio empedrado. Soplaba el viento y la temperatura había descendido, y el aire frío y húmedo la golpeó de lleno.

Petya ya no se sostenía sobre los pies; había caído al suelo sin fuerzas y lo llevaban en volandas dos servidores de Kartov. El burgomaestre en persona blandía la fusta que había utilizado antes con su hija, y a cada latigazo lanzaba un gruñido; sudaba por los cuatro costados a pesar de la súbita corriente de aire helado. Ya había descargado varios golpes sobre el desventurado gitano, cuya espalda se iba convirtiendo en una masa enrojecida y pulposa. El chasquido rítmico del látigo sobre la carne parecía acompañar al grave rugir de la tormenta que se acercaba.

Anastasia sintió que se le secaba la garganta, y las imágenes se le desdibujaron un momento, pero hizo acopio de energías para gritar «¡No!» en un tono fortísimo, inconcebible para su garganta. Kartov se detuvo y le clavó una mirada asesina, pero ella no se acobardó. El dolor remitía a medida que una rabia lenta comenzaba a inflamarle el pecho.

—¡He dicho que no! —repitió con una voz tan suave y mortífera como el aullido de un lobo—. ¡Iván! —ordenó al criado de su padre—. ¡Suéltalo!

Iván dudaba y miraba al padre y a la hija alternativamente. El hombre de grises cabellos jamás había desobedecido al amo, pero Anastasia tenía algo que lo amilanaba. Se erguía tiesa como una vara y el cabello oscuro le golpeaba el rostro.

—¿Mi señor? —inquirió Iván, pero el burgomaestre ni siquiera lo miró.

Anastasia se dirigió osadamente hacia su padre, acortando la distancia entre ambos con pasos lentos y firmes. Kartov levantó la fusta, listo para descargarla sobre el erguido y magullado rostro.

—¡Auuu! —aulló la joven burlonamente. Kartov palideció por completo; sonó un trueno, más fuerte esta vez, y la joven prosiguió—: ¿Por qué no le explicas a Iván cómo huías de los lobos esta noche? —Pletórica de aplomo absoluto y odio helado, alargó el brazo y arrebató el látigo ensangrentado a su padre con la mayor serenidad. Kartov no hizo el menor movimiento para detenerla—. Yo no eché a correr —añadió con calma. Se volvió hacia el gitano—, y él tampoco. Iván —repitió con una fría mirada al jefe de los criados—, ya puedes soltarlo.

Perplejo y confuso, el criado obedeció; el otro hizo lo mismo y ambos desaparecieron lo más rápidamente posible, reprimiendo el impulso de echar a correr despavoridos. El resto de los servidores siguió el ejemplo, mientras Petya caía inconsciente al suelo. Anastasia no se dirigió a él de inmediato, sino que continuó con los ojos clavados en su padre hasta que Kartov, incapaz de mantener la gélida mirada acusadora de su hija, profirió una blasfemia gutural, corrió a la casa y cerró de un portazo. Anastasia lo había puesto en evidencia ante todos al demostrar su cobardía, y jamás le permitiría olvidarlo.

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