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Authors: Marcus Sedgwick

Tags: #Infantil y juvenil

Espectros y experimentos (2 page)

BOOK: Espectros y experimentos
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Algunas noches la distancia que había entre los comensales nos proporcionaba bastante diversión. Todos se mondaban de risa cuando Lord Otramano me hacía llevarle en vuelo el salero a Lady Otramano. Tenía que sujetarlo con las garras, aunque pesaba un montón, y llevar a la vuelta en mi poderoso pico un trozo de apio clavado en un tenedor.

Todos me aplaudían ante aquellas modestas proezas, y yo añadía de vez en cuando algún truco de propina: por ejemplo, simulaba que derribaba una copa de finísimo cristal para atraparla al vuelo antes de que se produjera el desaguisado.

Debo decir que estas cosas son ahora menos frecuentes.

Para empezar, está el mono. Desde que él llegó, mis juegos de salón se han visto muy limitados. Ese babuino descerebrado se pone como loco cuando me gano un simple murmullo de admiración, y solo de pensar en las peleas que hemos tenido entre la vajilla de plata me recorre un escalofrío.

Pero sigamos…

Bien, lo único que puedo decir es que están pasando cosas raras en el castillo de Otramano. Aquella noche la familia formaba un grupito descontento, irritable y picajoso. Cada cual parecía abstraído pensando en sus propios asuntos: Mentolina en su última manía, que esta vez tenía que ver con hilo y agujas; Silvestre en su repugnante orangután; Lord Pantalín en cuestiones relacionadas con el dinero, o con la falta de este; Solsticio… bueno, de ella, vete a saber.

Afuera había oscurecido ya y yo intuía, por el hormigueo del pico, que se preparaba una tormenta. Una buena tormenta.

Mentolina pinchó con mala idea otro bocado de su plato y volvió a señalarme con el tenedor. Colegui se sentó en la alfombra, babeante, y Solsticio miró ceñuda a Silvestre, que le sacó la lengua a su hermana. Aun así, se apresuró a deslizarle una correa a Colegui por la pata, antes de que pudiera lanzarse en plancha sobre la cena de otro comensal.

—Digo que si ha perdido la chaveta el cuervo.

—¿Cómo? —farfulló Pantalín, levantando la vista—. ¿El cuervo?

De pronto todos me miraban.

Resistiendo el acuciante deseo de rascarme y buscarme las pulgas, aleteé por el comedor y fui a posarme en el asa de una inmensa ponchera decorativa, de plata auténtica, donde procuré adoptar una pose que viniera a decir: Yo, ni caso.

—¿Cuál es la diferencia entre una corneja y un cuervo? —preguntó Silvestre sin dirigirse a nadie en particular.

—Otro de tus chistes no, por favor —refunfuñó Solsticio, echándose hacia delante con los codos sobre la mesa.

La abuela Slivinkov abrió un ojo.

—A mí me gustan los chistes —dijo abriendo el otro, lista para escucharlo.

Todos se volvieron hacia ella, aunque solo fuera porque era la primera vez en tres semanas que decía algo. Pero si esperaban oír algo más, se quedaron con un palmo de narices. Entonces las miradas se concentraron en Silvestre.

—No, yo solo quería saber cuál es la diferencia entre una corneja y un cuervo.

—Si has de contar un chiste acaba cuanto antes —dijo Solsticio, disparando con los dedos un guisante que le dio a Colegui en toda la jeta. Confié en que lo hubiese hecho adrede.

—¡Eh! —chilló Silvestre—. ¡No maltrates a mi mono!

—No grites en la mesa —dijo Mentolina, agitando un dedo amenazador.

Pantalín carraspeó, se irguió y declaró con voz resonante:


Todos los cuervos son cornejas, pero no todas las cornejas son cuervos
.

Hubo un silencio prolongado. A la abuela Slivinkov se le empezó a escapar una risita.

—Ji, ji, ji —soltaba. Te lo juro, exactamente así: «Ji, ji, ji».

Silvestre y Solsticio se miraron.

—No lo pillo —dijo Solsticio.

—Porque debe de ser un chiste grosero, cariño —le dijo Mentolina, lanzándole una mirada furibunda a su marido.

—¡Porque no es un chiste! —dijo Silvestre.

—Atrévete a repetirlo —dijo Solsticio.

—Ji, ji, ji. Ji, ji, ji —continuaba la vieja Lady Slivinkov.

—No-oo-oo —gimió Silvestre, exprimiéndole tres sílabas a la palabra. Pero Mentolina lo hizo callar antes de que pudiera abrir la boca de nuevo.

Pantalín se dirigió otra vez a los presentes.


Todos los cuervos son cornejas, pero no todas las cornejas son cuervos
. ¿No es así, Edgar?

A punto estaba de abrir el pico y soltar un sonoro «Cróc» de asentimiento, cuando la tormenta se desató sobre el castillo.

El resplandor de un relámpago se coló por la ventana e iluminó un instante el sombrío comedor como si fuera un soleado día de verano. Luego, antes de que hubiéramos terminado de parpadear, resonó el trueno. No uno de esos retumbos remotos, como si se le removieran a alguien las tripas al otro lado de la montaña, sino un estallido brutal y ensordecedor justo sobre nuestras cabezas.

—¡ Juark! —dije, cosa bastante grosera en la antigua lengua de los cuervos. Por suerte, ningún miembro de la familia sabe lo que significa; si no, me habrían mandado a mi jaula sin cenar.

Se desató un alboroto tremendo después del trueno y el relámpago, mientras empezaba la tormenta más colosal que he presenciado en muchos años. En un instante, el caos se había apoderado de todo el comedor…

… bueno, ejem…, en realidad…

… es difícil de reconocer. Me duele decirlo, y quizás esté exagerando, pero la verdad es que la mayor parte del comedor permanecía en calma. Pantalín, Mentolina, los niños e incluso los terribles bebés estaban la mar de contentos a pesar de la tormenta eléctrica. La abuela Slivinkov se había vuelto a quedar dormida, de hecho, aunque me parece recordar que todavía murmuró «Ji, ji, ji» un par de veces.

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