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Authors: PGarcía

Tags: #Intriga, Humor

Gay Flower, detective muy privado (3 page)

BOOK: Gay Flower, detective muy privado
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Los ojos de Flossie giraron en las órbitas y quedaron en blanco. Echó la cabeza hacia atrás, rígida, como en trance, y emitió un sonido similar al que haría si estuviese gargarizando. La cogí por los hombros, zarandeándola.

—¡Cuénteme el resto!

La única respuesta que obtuve fue:
"Dick, bandido; ya te enseñaré yo".

—De esa arrastrada no sabe más —habló la sábana varonilmente—; pero se lo puedo contar yo si me paga otra media hora con la chica.

Entonces emergió en busca de oxígeno, congestionado, el propietario de las pantorrillas peludas, situándose al lado de Flossie. Se trataba de un pelirrojo de pelo hirsuto, peinado con raya al medio, cuya cabeza descansaba en un largo cuello de avestruz. Poseía una prominente y movediza nuez de Adán, que viajaba arriba y abajo estilo ascensor descontrolado. Las cejas eran de hilo de panoja y las orejas estaban tan separadas de su nacimiento que a buen seguro le ayudarían a caminar sin esfuerzo los días de viento favorable. Flossie, ya recuperada, le acarició la mejilla amorosamente, presentándomelo.

—Richard P. Murdock, un amigo. Es hijo de Wolfgang H. Murdock, el malogrado Director General de Suministro de Pipas del extinto T. W. Connally II.

Aquello explicaba todavía mejor la sorpresa de Vagina. Mientras aguardaba al hijo de un ejecutivo de la C.O.C. había visto salir a Mistress Petroleum del apartamento de al lado. Ya era casualidad.

Decidí ipso facto que valía los cinco pavos suplementarios y los puse en compañía de los anteriores.

—Agradecido, señor Flower —sonrió—. Flossie: en marcha.

La chavala gorjeó: "
¡Periscopio abajo! ¡Inmersión! ¡Tu-ut! ¡Tu-ut!"
y se sumergió cama adentro. Quedamos los dos solos, frente a frente.

—¿Qué quiere saber de su amiguita?

—De amiguita, nada —aclaré—. Conocida, y gracias. Cuanto más me cuente, mejor se habrá ganado el dinero.

—Su nombre auténtico es Tatiana Tereskova Putain Proskouriakoff. Apareció en la Compañía veintitrés meses atrás como auxiliar de las ayudantes de las mujeres de limpieza, desarrollando una carrera tan fulgurante que a los diez minutos de su ingreso se encontraba convertida en Directora General de los Suministros de Pipas y secretaria privadísima del viejo Connally.

—Estos cargos —continuó— eran los de mayor influencia en el organigrama de la C.O.C., inmediatamente después del de presidente, y muy por encima del de los Consejeros. A mi padre, Murdock, le costó la conquista del primero seis lustros de sacrificios, horas extraordinarias, renuncias y servilismos, y Tatiana se lo arrebató en nueve minutos, siete segundos, tres décimas.

Dije que comprendía su animadversión.

—La comprenderá mejor cuando sepa el resto. Mi pobre padre pidió de rodillas a Putain que le devolviera el cargo. Ella se le rió en las barbas mandándole a tomar viento. Desesperado, en un rapto de locura, se lanzó a la calle desde la ventana, del entresuelo, con tan mala fortuna que resultó atropellado por el patinete de un niño. Sufrió contusiones múltiples, a consecuencia de las cuales falleció.

—Las desgracias nunca vienen solas —comenté con simpatía.

—Le puse pleito como inductora del suicidio de Wolfgang. Ha sido un proceso ruinoso. Se trajinó al juez como lo hace todo: con el sexo por delante. El resultado fue veredicto de muerte accidental por atropello. Perdí las apelaciones y me denunció por difamación y persecución. Para no cansarle, Míster Flower, esa mujer me ha arruinado. Trato de olvidar mi tragedia entregándome al vicio y al desenfreno, pero aún así debo esperar las temporadas de liquidaciones de Flossie porque mi economía sólo me permite eso o la autosatisfacción manual.

Era una historia sórdida.

Una historia sórdida como las que ocultan tantas familias de buen nombre en Los Ángeles. Parece que se mueven en la opulencia, el bienestar, la felicidad y el boato, y cuando rascas un poco encuentras montones de basura. Así es el mundo de las tan ostentosas élites.

Después del ascenso Tatiana Putain se había convertido en la factótum de la Connally Oil Company, prestando inestimables servicios a su presidente. Teniendo en cuenta que éste era un viejo verde no hacía falta mucha imaginación para adivinar la clase de servicios que eran. El viejo, satisfechísimo, no sabiendo cómo recompensarla mejor, la casó con su hijo para que tuviera acceso a la inmensa fortuna. Al morir. Teo se hizo cargo de los negocios y la antigua ayudante de las auxiliares de limpieza, retirada de toda actividad laboral, se daba una vida que envidiaría la misma Cleopatra de Marco Antonio.

Por la parte inferior de la cama aparecieron las piernas de Flossie hasta las corvas. Comenzó a canturrear
"Oh, el dulce placer de la venganza"
no por la historia de Murdock, sino por ella misma.

—No hagas tonterías, pequeña —advirtió su interlocutor. Luego siguió hablándome—. Pero Teo es un gran tipo. ¿Cuál dirá que fue su primera medida al ocuparse de la presidencia?

—Subirse el sueldo.

—No. Jubiló con paga doble a todo el personal masculino y al femenino de más de veinticinco años. Contrató solo a muchachas; a muchachas jovencísimas. ¡Y qué chicas, señor Flower! Las reclutó entre las más buenas de la Unión y aún fichó a otras de Europa.

Flossie comenzaba a trepar dentro del lecho. Sus piernas desaparecieron de mi campo visual. Murdock pidió un poco de calma, ya que estaba ganando dinero para ella. Yo dije que la iniciativa de T. W. III podría resultar inteligente, ya que vivimos en una sociedad de un machismo que es el colmo.

—Ya —rió el pelirrojo—. No obstante se deben considerar otros aspectos de la cuestión. Por ejemplo... ¡Flossie, ahora no!

La sábana se había alzado por debajo de la cintura del hombre.

—¿Por ejemplo, qué, jolines?

—Que la iniciativa puede perseguir otros fines que los estrictamente comerciales. Es cierto que el negocio marcha mejor que nunca, porque todos los financieros van a hacer operaciones con Teo con tal de verle las empleadas. Pero no es menos cierto que él tiene prácticamente abandonada a Tatiana y eso indicaría... ¡Flossie, te lo ruego!

Bajo la cintura del tío parecía haber más actividad que en la Union Station a la hora del trasbordo de viajeros de la Southern Pacific al ferrocarril de Santa Fe.

—¡Dígame lo que indica! —grité.

—Podría ser que... ¡Flossie!, que el patrón se aprovechara... ¡Flossie, Flossie!

El tiempo corría en mi contra. Richard Murdock pronto dejaría de serme útil.

—¿Quiere decir que el presidente actual se beneficia de las empleadas y no sólo de la secretaria privada como su antecesor?

—Nadie ha dicho jamás nada, pero...

Sus ojos estaban velados. Dibujaba una mueca estúpida. Le abofeteé.

—¿Se porta Connally como un caballero o como un golfo?

—¿Connally? ¿De quién me habla? ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? ¡Flossie, mi vida! ¡Flosssssie! ¡Oh, Flo!

No me quedaba nada por hacer. Richard P. Murdock estaba más fuera de combate que su papá el día que lo arrolló el patinete.

Abandoné el departamento con una idea bastante más clara del asunto que antes de aflojar los veinte machacantes. Y con una idea clarísima de cómo trabajaba Miss Vagina.

Un tipo aguardaba su turno para pasar dentro. Me preguntó si podía hacerlo. Contesté que no, que Flossie todavía tenía a uno en la cama. Se quejó diciendo que era su hora y que qué podía hacer. Le dije que lo mejor sería que se fuera al diablo.

3

Al caer la tarde, a esa hora en que la gente acostumbra a abandonar el trabajo en los despachos, aparqué mi Sedán turquesa-demencial frente al Connally Building, en Downtown. En el centro de la ciudad, entre edificios coloniales que datan del siglo pasado, tenía la Compañía instalado el eje de sus decisiones, en una fea construcción gris de cemento y cristal.

Continuaba haciendo frío y no dejaba de llover. Me dispuse a esperar y a observar.

Coloqué la fotografía de Teophilus Warren III en el salpicadero. Era el joven más atractivo que viera en mi vida, lo prometo. ¿Slim Hench? Un hortera. ¿Lou Sommers? Un aborto. ¿Jimmy Hill? Un adefesio. Teo, luminoso, inocente y desvalido, los eclipsaba. Y había ido a caer en las garras de la arpía de Tatiana. La suerte de Teo era que Marlowe, de cuantos investigadores conoce en Los Ángeles, tuvo la ocurrencia de dar el nombre del único capaz de ayudarle a él y no a su mujer.

No es que yo sea un detective que traiciona a sus clientes. Lo que soy es un individuo con una ética pragmática, que sabe que Los Ángeles es una ciudad en la que la ilegalidad de la Policía ha prevalecido más que en las otras y, por tanto, el papel de uno debe ser heterodoxo, adaptándose a las circunstancias. Aquí los agentes son brutales y acostumbran a proceder a arrestos arbitrarios sólo por sospechas, sin la menor evidencia ni legalidad. Los oficiales se expresan en abierta hostilidad contra las garantías constitucionales y los derechos individuales. La porra de goma es usada con frecuencia en los interrogatorios de tercer grado porque no deja marcas visibles y obtiene confesiones rápidas de los arrestados.

No hace mucho, los hombres de negocios creyeron que sólo se prosperaría si la mano de obra era peor pagada que en San Francisco, y cuando comenzó la agitación socialista con el movimiento de huelgas en los comercios, los ricos formaron la Asociación de Comerciantes y Fabricantes, dirigida por Harrison Gray Otis, el propietario de "Los Ángeles Times". Entonces se desencadenó la guerra entre comerciantes y obreros, y varias bombas estallaron en el periódico, destruyendo el edificio y mataron a veinte personas. La Asociación consiguió probar ante el tribunal que los explosivos los habían colocado los agitadores de los sindicatos y lograron que una coalición derechista se hiciera con el gobierno de la metrópoli. Desde aquello, bajo una apariencia de orden, los hombres de negocios acabaron con el vigoroso asociacionismo sindical, eligieron los funcionarios que más les convenían y dirigieron la Policía entre bastidores. Las violaciones a la libertad de palabra y de reunión fueron moneda diaria, y la Policía se constituyó en el brazo represivo de los adinerados. Con tal de que sus intereses no volvieran a peligrar se hacía la vista gorda a las mayores atrocidades.

En este contexto un detective privado honesto sería tan estúpido como una meretriz que se empeñase en no cobrar, por amor al prójimo. La nuestra es una profesión ruda y melancólica que proporciona satisfacciones con cuentagotas. Como Tatiana no se había producido castamente para hacerme entrar en el caso, no me sentía obligado a ser honrado. Además, no se lo merecía. Por obsesa y por fulana. Si su marido le negaba el divorcio, sus razones tendría. Se trataba tan sólo de evitar que el caso no fuera a manos menos protectoras. Flower sería el ángel guardián de Teo. Al final ya me las arreglaría para devolver el dinero, y todo arreglado.

Un poco antes de la seis varios sujetos empezaron a zascandilear por la acera del edificio. A las seis en punto comenzaron a salir chavalas de él. Eran niñas como no se ven ni en los estudios de Samuel Goldwin. Aunque me diera rabia reconocerlo tenían estilo y llevaban la ropa mejor cortada de la Costa Este y eso que en la Costa Este saben elegir los trapos. Los mirones habían acudido a darse una ración de vista, lo mismo que hacen a la puerta de artistas de los
music-halls.
Algunas niñas marchaban por parejas a buscar sus automóviles, mientras otras se dedicaban a la caza del taxi. Los "voyeurs" más osados se acercaban a ligar ofreciéndoles su vehículo, y uno con menos posibles hasta intentó el acercamiento con la simple oferta de un paraguas. Indefectiblemente se llevaban calabazas.

Entonces hizo su aparición un "Rolls Royce Silver Wrigth", brillante como un zafiro, colocándose ante la entrada. Descendió una negra casi tan alta como yo, con uniforme color cereza de chaqueta cruzada con botones dorados, gorra de plato, falda corta y polainas. Se quitó la gorra y aguardó respetuosamente.

Unos segundos después salía del "building" el mismísimo Teóphilus Warren Connally en persona. En persona resultaba cien veces más espectacular que en la fotografía. Le sacaba media cabeza a su chófer femenino, tenía hombros de atleta y escurridas caderas de cow-boy. Aún a la distancia que se encontraba, me pareció irresistible. Y su traje ojo de perdiz malaya, una obra de arte.

Cuando el "Rolls" zafiro arrancó con la negra al volante y Connally en uno de los asientos anteriores, lo hizo con mi Sedán pegado a la cola. En vez de dirigirnos a West Hollywood como hubiera sido lo previsible giramos hacia el Norte, tomamos por la calle Franklin, pasamos Vine y nos metimos en la de Western. El Rolls volvió a orientarse hacia el Norte, como una brújula atraída por el polo magnético, y al llegar a Britany Place aceleró sorteando a los otros coches con rara habilidad. En un abrir y cerrar de ojos lo había perdido.

Maldije a los chóferes. Maldije a la gente de color. Uno está contra el capitalismo y puede estar a favor de la igualdad de derechos de los negros, pero a veces las asalariadas morenas pueden jorobar lo suyo.

Di la vuelta a un par de manzanas conduciendo al azar, con resultado negativo. Ya que estaba en aquellos andurriales decidí acercarme estirando las piernas hasta el "Luxor Hotel". Es un establecimiento de mala muerte pero el conserje es un viejecillo que me ha ayudado en algunas ocasiones, que agradece infinito el que se le visite de vez en cuando.

Me puse el impermeable de plexiglás transparente, que sirve para no mojarse y seguir luciendo la ropa, ya que uno otra cosa no, pero ni aún con el diluvio renuncia a presumir. Al llegar a la plaza casi no di crédito a mis ojos. El "Rolls" acababa de pararse a la puerta del "Luxor". La suerte estaba de mi lado.

Teo se metió en el hotelucho, el automóvil arrancó y desapareció en un callejón.

La lluvia caía a mansalva. No me importaba demasiado. Lo que me intrigaba era saber qué porras había ido a hacer un individuo de la categoría de Connally a un antro como aquél. Era fácil salir de dudas, charlando con Joe. Concedí al objetivo tres minutos de ventaja en plan de investigador experto y luego eché a andar. Porque quería enterarme de lo antedicho y porque me estaba poniendo como una sopa.

Entonces volví a ver a la morena. Venía a la carrera, sin la gorra, con un periódico abierto sobre la cabeza y sostenido con las manos, para no estropearse la permanente. O mucho me equivocaba o acababa de dejar el coche en algún lugar cercano y acudía a reunirse con el jefe.

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