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Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

Juego mortal (Fortitude) (7 page)

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
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–Rommel, Primer Ministro, es un buen comandante de Divisiones, pero no posee un fuerte control estratégico en todas partes. Eso no constituye el problema. Nunca lo ha sido. Nuestras tropas llegarán a la costa. No hay nada que Rommel pueda hacer para impedirlo.

Se evidenció un rasgo de apenas reprimida petulancia en la respuesta de Brooke. La tozuda creencia que Churchill tenía en su propio genio militar, constituía una cruz que Brooke había llevado a cuestas durante cuatro años de contienda. Se trataba de un don que el dirigente británico estaba firmemente convencido que le venía de su ilustre antecesor, el duque de Marlborough, y, al igual que Hitler, nada le complacía más que entremeterse en los asuntos de sus generales.

–El problema, Primer Ministro, no radica en que podamos llegar a tierra, sino: ¿cuánto tiempo nos mantendremos allí una vez lo consigamos?

Brooke suspiró e hizo ondear el expediente que contenía las estimaciones más recientes del Comité Conjunto de Espionaje a fin de subrayar su preocupación.

–Sólo se necesita mirar los números. El número de fuerzas disponible por los alemanes, respecto del número de Divisiones que podemos hacer desembarcar en las dos primeras semanas, deja bien a las claras lo condenadamente difícil que puede llegar a ser esta proposición.

»Desgraciadamente, Winston, el que la invasión tenga éxito o no es algo que no depende de nosotros. Constituye uno de los factores que hace el desembarco tan difícil de digerir. Todo dependerá de si Hitler y sus generales toman o no las decisiones adecuadas en el momento apropiado. El instante crítico para nosotros tendrá lugar entre el D + 3, y creo que el D + 7. Para Hitler un poco antes.

Brooke contuvo la respiración durante un momento, cerrando los ojos y llevándose dos dedos a los labios como si estuviese conjurando una imagen de aquellas playas de la invasión atestadas con sus hombres y sus máquinas, semiparalizados por el caos y confusión que siempre esperan a semejantes empresas.

–Desde mi punto de vista –continuó–, el momento crítico para Hitler tendrá lugar la noche del día D + 2. No antes. Tampoco después. Ése es el momento en que debe tomar la decisión de reunir las cosas y arriesgarlo todo para echarnos de Normandía. Antes es imposible que sepa que Normandía constituye nuestro esfuerzo principal. Si espera mucho más después de eso, será demasiado tarde para él.

Brooke dio unos golpecitos con el índice en el expediente que contenía todos los planes de «Overlord» para subrayar su opinión.

–Esa noche deberá echar la carne en el asador. Es el momento que puede ser el todo o nada para él. Debe tener los arrestos necesarios para dejar todo lo demás y echarse sobre nosotros. Si lo hace, en ese caso la mayor parte de sus Divisiones Panzer se estarán reuniendo en Normandía hacia D + 4. Desde D + 5 en adelante, podemos esperar un sangriento contraataque de ocho a diez Divisiones Panzer, más otras cinco Divisiones mecanizadas de Infantería, más las once Divisiones que ya tienen en la zona de invasión.

–¿Podría la Resistencia francesa impedir su llegada? – preguntó Churchill.

–Winston, el movimiento de Resistencia que pueda detener diez Divisiones Panzer aún no ha sido creado.

–¿Incluso con nuestra fuerza aérea acosándolas, destruyendo los puentes que deben emplear para alcanzar el campo de batalla?

Brooke miró a Tedder, el representante de más rango de la Fuerza Aérea presente en la reunión, como pidiéndole su ayuda para lo que estaba a punto de decir.

–Los retrasaremos. Pero no podremos detenerlos. El obstáculo principal es el Somme y lo cruzarán por la noche con el equipo de pontoneros que ya tienen dispuesto para ese propósito. Esas Divisiones Panzer son las mejores de la Wehrmacht, Winston. Están bien equipadas, bien entrenadas, descansadas. Si Hitler ordena que se dirijan a Normandía, llegarán hasta allí.

Churchill frunció el ceño mientras consideraba las sombrías palabras del Jefe de Estado Mayor.

–¿Y cuántas Divisiones tendremos ya en tierra para entonces?

–Si todo se lleva a cabo según lo planeado, trece…

–¿Trece? ¿Más o menos la mitad de lo que tendrán ellos?

Brooke asintió.

Se produjo un incómodo silencio mientras los soldados que estaban en la estancia aguardaban a que Churchill absorbiese la conmoción de aquellos datos. Finalmente, musitó:

–Se trata de una horripilante perspectiva.

–Es esa perspectiva, Primer Ministro, la que hace esta operación la más espantosamente azarosa de toda la guerra.

Churchill se levantó y, con las manos unidas a la espalda, anduvo por la estancia hacia el caballete. Durante unos cuantos segundos, lo estuvo contemplando hoscamente.

–Si no podemos conseguir más lanchas de desembarco de los norteamericanos, ¿no existiría otro lugar para llegar a tierra? ¿Y por qué, precisamente, hay que desembarcar en Normandía?

No había otra pregunta para la que el general de Brigada estuviese mejor preparado para responder. Durante dos años y medio, desde el momento en que empezó a planearse una eventual invasión, le habían asignado esta tarea. A veces le pareció que no existía ninguna cala, ensenada, ni faja de playa de Bretaña a Dunkerque que no conociese tan bien como los alrededores del pueblo de Surrey en el que había nacido.

–Señor –comenzó–, debemos emplear una de dos formas para establecer la cabeza de playa con hombres y suministros. O bien lo realizamos a través de un puerto de aguas profundas capturado o bien lo efectuamos en las playas.

Churchill siguió de pie e inmóvil, con las manos a la espalda, brillando la punta de su cigarro. Asintió.

–Dieppe nos enseñó una lección crítica. Y, si puedo expresarlo así, señor, una lección tan importante que valió la vida de cada uno de los canadienses que allí murieron.

–Pobres diablos…

Las fuertes pérdidas en vidas humanas en la incursión, y la humillación de los canadienses capturados que hubo que soportar, constituían una herida aún no curada en Churchill.

–Gracias a Dieppe, Primer Ministro, sabemos que no podemos capturar un puerto francés defendido de aguas profundas y mantenerlo activo a la velocidad suficiente como para dar respuesta a las necesidades del establecimiento de la invasión. Este hecho, señor, nos condena a la otra alternativa: las playas. Y no existen playas que apoyen una invasión en el Pas de Calais.

–Winston…

El Primer Ministro había estado a punto de hablar pero Brooke, simulando no darse cuenta de ello, le interrumpió. Churchill siempre daba vueltas a sus pensamientos en aquellas reuniones, y Brooke creía que una de sus principales obligaciones era la de mantener la concentración del Primer Ministro en las cosas esenciales.

–Los planificadores del Estado Conjunto ya han discutido eso millares de veces. El hecho radica en que, si vamos a efectuar ese desembarco, ha de tener lugar en Normandía. No existe otra alternativa. Lo sabemos… Pero, gracias a Dios, Hitler no…

Durante un momento, Churchill no dijo nada, sopesando las palabras de Brooke. Luego comenzó a pasear en torno de la habitación.

–¿Y cuáles, por favor –preguntó en un ronco susurro–, son sus estimaciones actuales acerca del éxito del desembarco?

El general de Brigada echó un vistazo por la estancia, confiando, tal vez, en que alguno de sus superiores replicase. Nadie lo hizo.

–Señor, el Jefe de Estado Mayor del general Eisenhower las evalúa al 50 por ciento.

Aquellas cifras parecieron golpear a Churchill. A algunos de la habitación les pareció como si retrocediese al oírlo, como si realmente hubiese sido golpeado por una fuerza sobrenatural.

–¿Así que todas nuestras preciosas peripecias, todas nuestras esperanzas y objetivos han de ser ineluctablemente puestas en juego a un solo golpe de timón?

Durante varios minutos siguió andando por la estancia, con los hombros caídos hacia delante, las manos enlazadas a la espalda, con su sobresaliente puro señalando el camino como una especie de bauprés a través de los procelosos mares de su espíritu. Gran parte de sus aliados norteamericanos acusaban a Churchill de no apoyar con todas sus fuerzas la invasión. Se equivocaban. Churchill había empezado a soñar en un regreso al continente casi antes de que el último soldado británico abandonase las playas de Dunkerque. El 3 de junio de 1940, sólo veinticuatro horas después de que Francia firmase un armisticio con Hitler, Churchill había ordenado que ciento veinte comandos en cinco yates privados diesen un golpe de mano en la costa de Boulogne, una especie de compromiso simbólico para que Hitler y los franceses supiesen que un día regresarían los británicos. Un mes después, mientras Inglaterra se esforzaba por repeler una invasión contra ella misma, Churchill creó el Mando de Operaciones Combinadas, para estudiar las tácticas y la técnica de un desembarco a gran escala en el continente.

Como cualquier otro en Washington, Churchill anhelaba una vuelta al continente…, pero no a cualquier precio. Todo su pensamiento estratégico se resumía en un principio: derrotar al enemigo debilitándole y acosándole en sus flancos, no golpeando donde fuese más fuerte; vencer con astucia, no con un inexorable despilfarro de hombres y máquinas. Pero la de Churchill ya no era la voz preponderante en los consejos aliados de la guerra.

Se detuvo y se volvió hacia los hombres de la mesa.

–Los riesgos de la batalla que se avecina son en realidad demasiado grandes. Tengo una pesadilla periódica que domina mis sueños. Veo a trescientos mil muertos, la flor y nata de la juventud británica y norteamericana, ahogándose en las playas de Normandía. Veo las olas normandas enrojecer con su sangre. Contemplo una gris y silenciosa playa atenazada en el triste sudario de una derrota mucho peor que la de Dunkerque.

Meneó la cabeza como para desembarazar su espíritu de semejantes imágenes.

–Cuando esos fantasmales espectros se alzan para aterrorizar mi sueño, tengo mis dudas. Dios mío, tengo mis dudas.

El turbado Primer Ministro comenzó a pasear de nuevo por el cuarto.

–Otra generación de ingleses diezmada por la locura de unos generales como los nuestros en el Somme… Juré ante el altar de los Dioses de la Guerra que jamás presidiría una matanza así. Y ahora, los norteamericanos insisten en lanzar todas nuestras fuerzas contra las puertas de acero de Europa. ¿Y por qué no los Balcanes? ¿Y por qué no en el Mediterráneo?

Churchill regresó a su sillón y se dejó caer en él durante un momento, con el mentón apretado contra el nudo de su corbata de lazo.

–Pertenecen a un pueblo que no ha perdido tanta sangre. ¿Cómo pueden comprender nuestra angustia? Sus Sommes se hallan a un siglo de distancia, en Bull Run y Gettysburg.

Una vez más, quedó silencioso, con su espíritu protegiéndose lentamente y con desgana de lo inevitable.

–Está bien –gruñó–, tendremos que hacerlo. No existe la menor duda al respecto. Y no podremos sorprenderles. El alemán se guía por el precepto de Federico
el Grande
: «Resulta perdonable ser derrotado, pero nunca sorprendido.»

Churchill dio meditabundo una gran chupada a su cigarro.

–Por lo tanto, finalmente, todo se reduce a una cosa, ¿no es así? Nos estamos acercando a la batalla más crítica en nuestra historia nacional, y la victoria no depende de nuestras fuerzas sino de un caballo de Troya. Todo depende de si esa pequeña pandilla de Maquiavelos aficionados que hemos instalado en el piso de abajo son o no capaces de conseguir que Hitler compre la cosa a ciegas. Son quienes lo tienen todo en su poder y los que deben mantener su ejército alejado de nuestra cabeza de puente, ¿no es cierto?

La melancolía vidrió sus famosos rasgos.

–¿Y si pensamos que Hitler no cae en esas madejas de engaño y falsedades? ¿Y si suponemos que adivina nuestras auténticas intenciones y decide lanzarnos esas Divisiones Panzer, qué pasará entonces?

Un silencio embarazoso siguió a sus palabras. Constituía una pregunta que nadie de los presentes en aquella sala estaba ansioso por responder. Finalmente, Tedder, el hombre más próximo a los preparativos de la invasión, fue el que tomó la palabra:

–Si esos «Panzers» de Hitler aparecen por el horizonte durante los primeros cinco días, Primer Ministro, no tendremos ninguna oportunidad.

Berchtesgaden

Más o menos a la misma hora, al otro lado de los vastos espacios de la
Festung Europa
de Hitler un magnífico coche de turismo «Horch», descubierto, avanzaba entre grupos de abetos rojos que se elevaban sobre la carretera como arcos de bóveda en las naves de una catedral gótica. Una fría niebla que ascendía del suelo del valle cubría el paisaje con un sudario gris, proporcionando al ambiente un aire de tenebrosidad y de presagios dignos de un decorado para el
Die Gitterdammerung
de Wagner. Los cinco kilómetros de trayecto desde Berchtesgaden al Berghof de Hitler hubieran inspirado aquella noche una sensación de melancolía al más jovial de los seres humanos; y un radiante buen humor era algo que nunca había experimentado aquella rígida figura con monóculo que se sentaba en el «Horch». El mariscal de campo Gerd von Rundstedt era el oficial arquetípico prusiano imperial: austero, distante, inflexible.

Lo mismo que una pasión por la Iglesia parece regir en ciertas familias francesas, de la misma manera una pasión por la guerra parecía correr por la sangre de los Von Rundstedt. Durante generaciones, la familia había estado proporcionando señores de la guerra a Prusia. Con su altivo porte, sus cicatrices de duelos y su monóculo, el último de esa estirpe parecía la verdadera encarnación del soldado alemán.

Apodado por su admirado Estado Mayor «el último caballero teutónico», su carácter lo constituían una serie de contradicciones. Se le consideraba un genio de los blindados, pero jamás había estado dentro de un carro de combate. No hubiera podido soportar el polvo, la grasa, el ruido. A pesar de su austera conducta, tenía pasión por la buena comida y los finos vinos, una pasión que su cargo de Comandante en Jefe en el Oeste de Alemania le había permitido casi diariamente comer en el «Coq Hardi», una ciudadela del esplendor culinario francés. Von Rundstedt recibía su primer informe diario a la inapropiada hora para un soldado de las diez de la mañana. Tampoco tenía el mariscal de campo el concepto de que un oficial debe mandar a sus hombres desde la misma línea del frente. Aborrecía la idea de salir a inspeccionar sus fuerzas, visitar sus comedores, levantar su moral. En los dos años y medio que llevaba de Comandante en Jefe en el Oeste, había visitado sólo dos veces la tan alabada Muralla del Atlántico de Hitler, y en ambas ocasiones con desgana.

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