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Authors: Alberto Vázquez-figueroa

Tags: #Drama, relato

La bella bestia (8 page)

BOOK: La bella bestia
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Ya la luna se había ocultado tras el tejado, con lo que la oscuridad era casi absoluta, pero aun así Mauro Balaguer tuvo la impresión de que se le había demudado el semblante porque hizo una pausa y su voz sonaba diferente, algo quebrada, al añadir:

—Una nefasta mañana se presentó un coronel de las SS asegurando que había tenido una idea para cambiar la forma de producir vacunas. El sistema de Weigl consistía en inyectar una primera dosis suave, luego otra un poco más fuerte, y al fin una definitiva que inmunizaba al paciente, pero para aquel fanático dicho proceso representaba un engorro en el campo de batalla, y su «brillante idea» consistía en inyectar a un centenar de prisioneros judíos la dosis fuerte, permitiendo que incubaran la enfermedad en toda su virulencia con el fin de experimentar luego con su sangre hasta conseguir una vacuna que hiciera su efecto de una sola vez. Intentaron hacerle comprender que aquello no solo era un disparate, sino también un crimen, puesto que una vez que la bacteria se desarrollase, no habría manera de frenarla y los infectados morirían, pero el muy canalla insistió amenazando con cerrar el instituto por «falta de colaboración». No tenía la menor idea de medicina, pero como quería colgarse una medalla, era muy capaz de desahuciarnos, con lo cual no solo nos ponía en peligro, sino que se detendría la producción de auténticas vacunas. Tras una larga discusión el director accedió a cederle una partida de las llamadas «dosis fuertes», pero negándose a tomar parte en el experimento. El pobre doctor vivió siempre con la carga de esos muertos sobre su conciencia pese a que mi adorado Dimitri, que era el que más sabía de cuanto ocurría en el exterior, le jurara y perjurara que aquellos judíos estaban condenados de antemano.

—¿Quién demonios era ese «adorado Dimitri»? —quiso saber el editor, sorprendido o más bien preocupado porque no recordaba que le hubiera hablado de él.

—Dimitri era quien me tocaba los muslos cinco días por semana y cada vez que lo hacía, un extraño cosquilleo me recorría la espalda. Era muy guapo y cuando me ceñía las correas que sujetaban las cajitas con los piojos, le temblaba el pulso. Tenía cuatro años más que yo, pero tardamos en mirarnos directamente a los ojos, en primer lugar porque él se tomaba muy en serio su papel de enfermero, y en segundo, porque yo aún no había conseguido superar que había sido violada con el mango de un cuchillo.

Su voz había retomado el tono habitual y cabría asegurar que el alcohol no solo no le dificultaba el habla, sino que por el contrario conseguía que sus palabras surgieran con mayor fluidez, aunque también podría achacarse a que la oscuridad le permitía expresarse con mayor libertad. —Mi madre, que parecía vivir en la luna, pero para algunas cosas era muy lista, me comentó una noche que se consideraba la menos indicada para darme lecciones de moralidad y podía hacer al «respecto lo que quisiera porque antes de que me diera cuenta podría estar a un metro bajo tierra, pero que tuviera mucho cuidado no por ella, por mí, o por lo que pudiera acontecer si no tomaba las debidas precauciones, sino por Dimitri. Al ser menor de edad, si me ocurría algo «impropio», la dirección del centro se vería en la obligación de denunciarle, o por lo menos expulsarle, y fuera de los muros de la institución su vida valdría menos que uno de aquellos piojos a los que se les sacaban las tripas para mezclar su contenido con fenol…

Hizo una larga pausa, lanzó lo que podía tomarse como un hondo suspiro al recordar al tal Dimitri y al poco inquirió:

—¿Le había comentado que para obtener las vacunas se utilizaba fenol? —Ante la negativa añadió—: El maldito huele a muertos, y pese a que causaba unos dolores insufribles, a veces los nazis ejecutaban a los prisioneros inyectándoselo con la disculpa de que así ahorraban unas balas que hacían más falta en el frente.

—¡Por favor…!

—Si empieza a ablandarse, será mejor que lo dejemos —advirtió la dueña de la casa—. Apenas hemos empezado con la parte verdaderamente desagradable.

—Ni me ablando ni quiero dejarlo, pero debería evitar comentarios morbosos.

—Tiene razón… —admitió ella sin el menor reparo—. Lo que importa no es el fenol, sino lo que sentía una muchachita que, tal como le decía su madre, era consciente de que a la semana siguiente podía estar bajo tierra. Parte de Varsovia se había convertido en un gueto judío y en Cracovia los nazis hacinaban a millones de hombres, mujeres y niños que se morían de hambre. En el laboratorio nos sentíamos como en una isla rodeada de un mar en llamas, y pese a que soñaba con sentir las manos de Dimitri no solo sobre mis muslos, sino sobre todo mi cuerpo, fui capaz de vencer la tentación. —Se interrumpió tan solo un instante antes de puntualizar—: Me gusta imaginar que por lo menos le salvé la vida a alguien, y debo reconocer que aquel amor, juvenil y platónico, tenía un cierto encanto. ¿Lo ha sentido alguna vez?

—¿Amor juvenil y platónico? —replicó Mauro Balaguer en el tono de quien imagina que se están burlando de él—. Desde luego que no; siempre me ha parecido una bobada.

—A menudo se comporta como un asno —le hizo notar ella con acritud—. Pero la culpa es mía por hacer ese tipo de preguntas.

—Puede que me comporte como un asno —aceptó el insultado sin acritud, pero con una cierta impaciencia—, pero usted se comporta como una mula que se empeña en no avanzar. Toda esa historia de la «piojera», las vacunas y sus amoríos con el tal Dimitri me parecen muy bien, pero estoy aquí porque prometió hablarme de su relación con una despiadada asesina a la que apenas ha vuelto a mencionar. ¿Tanto le asusta hacerlo?

—Me horroriza, pero supongo que ha llegado el momento de encararlo —replicó Violeta Flores como quien no tiene otro remedio que admitir que ha sido pillado en falta—. Como ya le he dicho, vivíamos en una especie de santuario al que no podían acceder más que quienes residían en él desde el comienzo de la guerra, pero cuando las cosas llegaron a un punto crítico, uno de los médicos presionó a la dirección para que acogieran a su mujer y sus hijos. Se negaron haciéndole ver que constituiría un inadmisible precedente, ya que todos los internos exigirían el mismo trato para sus familiares, pero insistió alegando que no era lógico que dos «extranjeras» disfrutaran de tantos privilegios cuando millones de polacos se morían de hambre. El doctor Dudziak le dio a elegir entre dejar las cosas como estaban o marcharse y optó por quedarse, pero a los pocos días se presentó la Gestapo exigiendo la documentación de todos los residentes y un detallado informe sobre las funciones que cumplía cada cual.

—Menudo hijo de puta. ¡Perdón!

—No tiene por qué disculparse, pero no era un hijo de puta; tan solo un desgraciado que intentaba salvar a los suyos, pero lo único que consiguió fue hundirlos, ya que la dirección, que necesitaba mantener la disciplina, especificó en el informe que su trabajo no era relevante, resultaba «prescindible», y sus servicios serían más útiles en el frente ruso. La Gestapo acabó sacándolo a rastras, llorando, suplicando y pataleando porque la «piojera» era un casi inaccesible complejo de cuatro edificios protegido por un muro coronado por una alambrada y sus residentes tenían derecho a pasar fuera un fin de semana al mes, pero la mayoría jamás salían por miedo a no regresar o tener que someterse al fastidioso proceso de rapado, desinsectado y desinfectado. Los pocos que se arriesgaban, Dimitri era el más asiduo, lo hacían con el fin de llevar a sus familiares paquetitos con judías, garbanzos, arroz e incluso tocino que se pegaban al cuerpo con esparadrapo. Aquel cretino arruinó su vida y la de los suyos, pero también la mía porque dos miembros de la Gestapo vinieron a buscarme y me condujeron a un calabozo en el que unos días más tarde apareció Irma.

—¿Y cómo es que se dio la casualidad de que se encontrara en Polonia?

—No se trataba de una casualidad, querido; si repasa su biografía, comprobará que año y medio antes había entrado a formar parte de las Oberaufseherinnen, las odiadas celadoras de los campos de concentración, y para mi desgracia la habían destinado al de Auschwitz, que, como supongo sabrá, no se encuentra en Alemania, sino en Polonia. Vestía uniforme de las SS, con botas altas y una fusta negra de la que jamás se desprendía, y lo primero que hizo fue observarme en silencio y sonreír como dándome su aprobación.

»—Ha pasado mucho tiempo, querida —dijo—. Pero sigues siendo una criatura fascinante…

»Luego, y en el mismo tono que hubiera podido emplear para decir que iba a llover o que había visto una buena película, me señaló que sabía que Oscar y mi madre continuaban en la «piojera», por lo que me daba a elegir entre permitir que los internara en el campo de concentración o irme a vivir con ella.

Capítulo 5

Rodeada de un diminuto jardín, la casa se alzaba fuera de las lindes del campo de exterminio, del que se distinguían los muros y las chimeneas, tan cerca que Irma aseguraba que lo que más le gustaba era «que podía ir a trabajar dando un paseo». Era amplia, bien amueblada, luminosa e incluso hubiera resultado acogedora si cada metro de pared y cada mueble no aparecieran cubiertos de símbolos nazis o fotografías de un Adolf Hitler por el que «La bella bestia» sentía una adoración que rayaba en el histerismo dado que en la Alemania de aquel entonces «histerismo» e «hitlerismo» venían a ser casi la misma cosa. Desde el primer momento aclaró que «me estaba haciendo el regalo de tres vidas», por lo que mi obligación era obedecer hasta la más mínima orden sin la menor señal de desagrado, mantener «su hogar» reluciente, tenerle preparados almuerzos y cenas acudiera o no acudiera, y estar guapa, limpia, perfumada y «disponible» a cualquier hora del día o de la noche…

Hizo una larga pausa y pese a la oscuridad quien la escuchaba sin perder palabra comprendió que le estaba mirando fijamente.

—Supongo que no le gustaría que me extendiera en detalles sobre lo que significaba «estar disponible».

—Desde luego que no.

—Eso dice mucho a su favor, aunque sospecho que pronto o tarde tendremos que abordar el tema dado que resulta muy difícil entender el comportamiento de Irma en un contexto normal, pero imposible sin su componente sexual. De momento bastará con que le aclare que mi «disponibilidad» debía limitarse a ser objeto pasivo, aceptar cuanto le apeteciera probar, y como y cuando le apeteciera, y demostrar que, en ocasiones, me producía placer. Remarco lo de «en ocasiones», porque no era empresa fácil engañarla en un tema del que sabía más que nadie. Yo era simplemente una preciosa zíngara obligada a comportarse como esas muñecas que tan solo hablan, lloran o cierran los ojos cuando les apetece a sus dueñas. A veces, si me portaba bien y quedaba plenamente satisfecha, llamaba a la «piojera» y exigía que me pusieran con mi madre, lo cual constituía una evidente demostración de su poder, puesto que el teléfono del laboratorio estaba controlado por la Wehrmacht, que no permitía comunicaciones que no fueran estrictamente necesarias para el trabajo y recuerdo que le divertía mucho verme llorar cuando hablaba con el niño.

Se interrumpió de nuevo, tal como solía hacer cuando mencionaba a su hermano, pero al poco continuó en el mismo tono casi impersonal y un tanto monocorde:

—Cualquiera que fuera la hora a que llegara, debía tenerle preparado un baño de sales y lavarle el pelo con el fin de «quitarse de encima el hedor a judío», aireando sus uniformes y lustrando sus botas hasta que me reflejara en ellas. Los martes y sábados debía preparar cena para sus invitados, casi siempre oficiales y celadoras, pero nunca más de cinco, que comían, bebían y cantaban himnos patrióticos durante horas, en especial cuando recibían buenas noticias sobre el desarrollo de la guerra. En ocasiones amanecían borrachos como cubas porque las juergas solían acabar en orgías en las que Irma lo único que no se quitaba eran las botas, y si cualquiera de los invitados aventuraba que le gustaría que yo participase, se ponía hecha una hidra. Una noche en la que un joven teniente que había bebido más de la cuenta me introdujo la mano por debajo de la falda y se la olió afirmando que aquella era auténtica esencia de violetas, le lanzó un cuchillo que se clavó en el aparador y se encaminó al dormitorio para regresar con una pistola, aunque sus compañeros ya habían arrastrado fuera al insensato gritándole que quien se atreviera a ofender a Irma era hombre muerto. Se trataba de oficiales de las SS, el cuerpo armado más temido del mundo, pero se les advertía inquietos y aseguraron a Irma que el estúpido teniente sería trasladado al frente de inmediato, al tiempo que señalaban que mi comportamiento había sido intachable y de lo único que debía acusarme era de ser «demasiado atractiva». ¡Ya ve a lo que conducía haber sido una «Capullo»!

—A menudo la excesiva belleza puede convertirse en un arma de doble filo —señaló su acompañante consciente de que estaba diciendo una soberana tontería que no venía a cuento.

—¿Lo sabe por experiencia? —replicó Violeta Flores en tono jocoso—. ¿Cuántas mujeres ha conocido a las que haya perjudicado el hecho de ser hermosas?

—Menos que aquellas a las que ha beneficiado, pero por lo que veo, usted ha sido una de las altamente perjudicadas.

—Como tantas otras, porque gracias a su extraordinaria belleza mi madre dejó de servir mesas en un restaurante cordobés, pero acabó haciéndolo en una «piojera» polaca —masculló entre dientes—. Irma era tan hermosa que mientras dormía podría haber sido la modelo de un desnudo de Velázquez a la que ningún príncipe hubiera dudado a la hora de despertar con un beso, pero al abrir los ojos su mirada congelaba la sangre debido a que aquel cuerpo y aquel rostro perfectos encerraban un espíritu contrahecho. Si algún día lo que estoy contando se convierte en libro, me gustaría que en la portada apareciera la fotografía que le hicieron cuando cumplió veinte años, y en la que realmente parece una estrella de cine. Una noche me llamó a su dormitorio y cuando esperaba que me ordenara que comenzara a desnudarme lentamente, tal como le gustaba que hiciera, agitó unos papeles que tenía en la mano y me preguntó de improviso:

»—¿Pares o impares?

»Al responderle que no entendía de qué estaba hablando, me aclaró:

»—Estas puercas lo único que saben hacer es comer o cagar y me tengo que librar de la mitad, o sea, que elige, ¿elimino a las pares o las impares?

»Me negué a responder tratando de hacerle comprender que no podía cargarme con semejante responsabilidad y en esos momentos comprendí hasta qué punto poseía una mente diabólica, porque echándose a reír añadió como si fuera lo más divertido del mundo:

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