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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

La casa del alfabeto (5 page)

BOOK: La casa del alfabeto
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Al pasar lenta y comedidamente por su lado, James saludó con un gesto de la cabeza a aquellos a los que todavía parecía quedarles un poco de vida. Unas sábanas sucias y finas eran lo único que los protegía del frío.

Uno alzó el brazo hacia Bryan, que intentó zafarse con una sonrisa. James estuvo a punto de tropezar con un pie que asomaba por debajo de una sábana. Se llevó la mano a la boca para ahogar una exclamación de sorpresa y dirigió la mirada al hombre que estaba tendido a sus pies. La mirada que le devolvió el oficial era fría y mortecina. Probablemente, el oficial llevaba muerto toda la noche y todavía estrujaba una compresa entre los dedos; la gasa estaba limpia pero el colchón estaba manchado de la sangre que debió abandonar al pobre desgraciado de forma repentina y violenta.

En el mismo momento en que James le arrancaba la gasa de £a mano al muerto y se llevaba el rollo a la herida que tenía en el lóbulo de la oreja y de la que volvía a manar la sangre, oyeron un traqueteo y un chirrido procedente del fondo del vagón de donde habían venido.

—¡Sígueme! —susurró James.

—¿Por qué no nos quedamos dónde estamos? —prorrumpió Bryant al llegar al pasillo de comunicación. Casi todo el suelo estaba cubierto de vendas usadas que enrarecían el aire y lo hacían irrespirable.

—¿Pero es que no tienes ojos en la cara, Bryan?

—¿Qué quieres decir con eso?

—Los oficiales del vagón llevaban todos la insignia de las SS. ¡Todos
!
¿Qué crees que pasará si, en lugar de los enfermeros, nos descubren unos soldados de las SS? —Le envió una sonrisa triste a Bryan y cerró los labios. Su mirada se endureció—. Te prometo que saldremos de aquí, Bryan, ¡siempre y cuando me confíes las decisiones a mí!

Bryan no dijo nada.

—¿De acuerdo? —La mirada de James se tornó insistente.

—¡De acuerdo! —Bryan intentó enviarle una sonrisa.

Un cubo lleno de instrumental cromado tintineó a los pies de Bryan. Una oscura masa líquida e indefinida se escurría por los bordes.

Todo parecía indicar que el cometido primordial de aquel transporte era trasladar a aquellos hijos de la gran Alemania a tierras alemanas.

Si ése era un tren hospital normal y corriente, el frente oriental debía de ser el infierno en la tierra.

El siguiente vagón no estaba a oscuras. Varias bombillas iluminaban las dos hileras de enfermos que se hacinaban a lo largo de las dos paredes del vagón.

James se detuvo detrás de una de las camas y sacó el cuadro médico del paciente. Saludó con una leve inclinación de la cabeza al paciente, que no era consciente de su presencia, y se acercó a la siguiente camilla. Al ver su cuadro médico se quedó paralizado. Bryan se le acercó sin hacer ruido y echó un vistazo a la tarjeta.

—¿Qué pone? —preguntó en un susurro.

—Pone «Schwarz, Siegfried Antón. Geb. 10.10.1907, Hauptsturmführer».

James dejó caer la tarjeta y lo miró fijamente a los ojos:

—¡Son todos oficiales de las SS! También en este vagón, Bryan.

Uno de los pacientes que tenían más cerca llevaba muerto varias horas. Un enfermero ingenioso había atado el brazo lisiado en cabestrillo, de manera que las sacudidas ocasionales del tren no incidieran en la fractura. James fijó la mirada en su axila y agarró a Bryan.

Un grito proveniente del vagón que acababan de abandonar hizo que se sobresaltara el oficial cuyo cuadro médico acababan de estudiar. Los miró con las comisuras de los labios borboteantes de espuma.

Más adelante, donde los vagones se acoplaban con fuelles de lona de color marrón negruzco, se dieron cuenta de que el siguiente vagón era distinto. El ruido de los raíles estaba más amortiguado que antes. El tirador era de latón. La puerta se abrió sin chirridos.

Allí no había tabique. Unas pocas lámparas que desprendían una luz amarillenta iluminaban diez camas dispuestas en paralelo, tan juntas que los enfermeros apenas podían escurrirse entre ellas. Las botellas de vidrio que pendían sobre las cabeceras con sus líquidos prolongadores de la vida tintineaban débilmente contra los soportes de acero. Éste era el único ruido que se oía en el vagón. En cambio llegaban unas voces muy nítidas desde el vagón de delante.

James se encajonó entre las dos primeras camas y se inclinó sobre el paciente que tenía más cerca. Se detuvo un instante a observar la caja torácica del enfermo, que subía y bajaba de forma casi imperceptible. Luego se dio la vuelta sin hacer ruido y acercó la oreja a la región cardíaca del siguiente paciente.

—¡Qué diablos estás haciendo, James! —protestó Bryan en voz tan baja como le fue posible.

—¡Encuentra a uno que se haya muerto, pero date prisa! —dijo James sin mirarlo mientras se apresuraba a pasar al siguiente.

—¿Acaso pretendes que nos echemos en sus camas?

Bryan no se creyó, ni por un instante, su propia ocurrencia descabellada.

Sin embargo, la mirada que James le dirigió mientras se incorporaba le hizo cambiar de parecer. «¿Qué otra cosa te habías imaginado que podíamos hacer», parecían decir sus ojos.

—¡Nos matarán. James! Si no es por el enfermero, será por esto.

—Cállate ya, Bryan. ¡Nos matarán hagamos lo que hagamos, en cuanto tengan la menor ocasión! ¡Puedes estar seguro de ello!

James se incorporó de un salto sobre el lecho y empujó el cuerpo hacia adelante. Luego despojó al hombre del camisón y dejó que el cuerpo inánime volviera a derrumbarse violentamente contra la cabecera de la cama con los brazos colgando a ambos lados.

—Ayúdame —le dijo en tono imperioso mientras le arrancaba la cánula del brazo al muerto y lo despojaba de las mantas que lo cubrían. Un hedor podrido provocó los jadeos de Bryan.

James empelló el cuerpo hacia adelante para que Bryan pudiera agarrarlo. La fina piel del muerto estaba magullada y fresca, aunque sin llegar a estar fría del todo. Las náuseas y las arcadas hicieron que Bryan contuviera la respiración y apartara la vista mientras James tiraba de los ganchos de la ventana más próxima hasta que los nudillos de sus manos se volvieron blancos y duros.

Bryan, que a punto estuvo de desplomarse, se mareó al notar el aire helado que entraba por la ventana. James retorció el cuerpo librándolo de los brazos de su compañero, levantó ligeramente el brazo derecho del muerto, echó un vistazo por debajo de éste para, acto seguido, clavar la mirada en su rostro; no era mucho mayor que ellos.

—¡Échame una mano de una maldita vez, Bryan!

Al agarrarlo por las axilas, los brazos laxos del cadáver se elevaron en el aire. Bryan buscó sus pies y tiró de ellos. Entonces James se reclinó tanto como pudo y trasladó el cadáver al otro lado. Respiró profundamente y empujó el cuerpo del soldado hacia arriba con toda su fuerza, de manera que la nuca quedara apoyada en el estrecho marco metálico de la ventana durante un momento. Cuando se liberó del peso y el cadáver aleteó libremente en el aire atravesando la fina capa de hielo de la zanja que en aquel mismo instante cruzaba las vías del tren, Bryan empezó a comprender lo que había pasado.

Ya no cabía la posibilidad de dar marcha atrás y volver a la inocencia de antaño.

James se apresuró a dar la vuelta a la cama para tomarle el pulso al siguiente cuerpo. Repitió el procedimiento y empelló el cuerpo hacia adelante.

Sin que mediara ni una sola palabra, Bryan recibió el cuerpo y echó la manta que lo cubría al suelo. Ese hombre tampoco llevaba vendajes, pero era algo más pequeño y de complexión más fuerte que el anterior.

—Pero ¡si no está muerto! —objetó Bryan a la vez que estrechaba el cuerpo caliente entre sus brazos. James echó el brazo del paciente hacia atrás y miró a su axila.

—Grupo sanguíneo A positivo. ¡Recuérdalo, Bryan!

Dos tenues inscripciones en la axila mostraron el trabajo del tatuador,

—¿Qué me estás diciendo, James?

—Que éste se te parece más a ti que a mí y que, por tanto, a partir de ahora tu grupo sanguíneo es el A positivo. Todos los soldados de las SS llevan tatuado el grupo sanguíneo en la axila izquierda y la mayoría, además, el emblema de las SS en la derecha.

Estas palabras hicieron que Bryan se detuviera:

—¡Estás loco! ¡Así nos descubrirán en seguida!

James no reaccionó. En su lugar consultó los cuadros médicos de las dos camas y los estudió, uno a uno.

—Tú te llamas Amo von der Leyen y eres Oberführer. Yo me llamo Gerhart Peuckert. ¡Acuérdate!

Bryan miró incrédulo a James.

—¡Oberführer! ¡Sí, has oído bien! —El rostro de James reflejaba gravedad—. ¡Y yo soy Standartenführer! ¡Hemos prosperado una barbaridad, Bryan!

Pocos segundos después de que se hubieran desnudado y hubieran hecho desaparecer su ropa por la misma ventanilla por la que habían hecho desaparecer a los dos soldados, el soplo de una casa adyacente les avisó de que acababan de cruzar un paso a nivel.

—¡Quítatela! —le dijo James señalando la placa de identificación que Bryan llevaba colgando en el pecho desde hacía cuatro años.

Bryan titubeó. De un súbito tirón. James se la arrancó. Bryan sintió un vacío en el estómago cuando su compañero arrojó las dos placas por la ventanilla.

—¿Y el pañuelo de Jill? —dijo Bryan señalando la pañoleta con el corazón bordado que todavía pendía alrededor del cuello de James. James no se molestó siquiera en comentarlo y se puso el camisón que le había quitado al cadáver.

James, que seguía sin inmutarse, se subió a la cama y se echó sobre las sábanas mugrientas y las heces del muerto. Aspirando profundamente se centró un instante en silencio, fijó la mirada unos segundos en el techo y susurró entonces sin volver la cabeza:

—¡Vale! Hasta ahora, todo bien. Ahora tendremos que quedamos aquí tendidos, ¿lo has entendido? Nadie sabe quiénes somos y nosotros no se lo vamos a contar. Recuerda: ¡pase lo que pase, debes mantener la boca cerrada! Si metes la pata, aunque sólo sea una vez, estaremos acabados.

—¡No hace falta que me lo digas, joder! —Bryan miró con disgusto la sábana manchada. Cuando se echó sobre ella le pareció húmeda—. Prefiero que me cuentes qué crees que dirán los enfermeros cuando nos vean. ¡No vamos a poder engañarlos, James!

—Tú limítate a mantener la boca cerrada y a hacerte el inconsciente, así no se darán cuenta de nada, puedes estar seguro de ello. ¡Debe de haber más de mil heridos en este tren!

—Tengo la impresión de que los que están aquí son algo especiales...

Un chasquido metálico proveniente del vagón anterior les hizo callarse y cerrar los ojos. Oyeron pasos que avanzaban hacia ellos, pero pasaron de largo y siguieron hasta el vagón siguiente. Bryan distinguió un uniforme entre las pestañas apretadas y vio cómo desaparecía por la puerta.

—¿Qué hacemos con las cánulas, James? —dijo Bryan con voz queda.

James echó un vistazo por encima del hombro. El tubo de goma colgaba suelto al lado de la cama.

—No vas a conseguir que me lo clave en el brazo —prosiguió.

La expresión del rostro de James le puso la carne de gallina.

James se levantó de la cama silenciosamente y agarró del brazo a Bryan, que abrió los ojos aterrado.

—¡No lo hagas! —bufó—. ¡No tenemos ni idea de lo que tenían esos soldados! ¡Nos pondremos enfermos!

El grito sofocado de Bryan advirtió a James de que tales consideraciones habían dejado de tener importancia. Bryan, estupefacto, se quedó mirando la cánula que había penetrado en la sangradura de su brazo mientras el tubo seguía bandeando de un lado a otro y James volvía a echarse en el lecho de muerte del vecino.

—No debes tener miedo, Bryan. Lo que estos soldados tenían no es nada de lo que nos vayamos a morir.

—Eso no puedes saberlo. Al fin y al cabo no tienen heridas por ningún lado. Puede que tengan las enfermedades más espantosas del mundo.

—¿Prefieres que te ejecuten a aprovechar esta ocasión?

James bajó la mirada hasta su brazo y apretó la cánula con fuerza. Volvió la cabeza e introdujo la aguja en un punto fortuito de la vena hasta casi perder el sentido.

En ese mismo instante la puerta del vagón de detrás se abrió.

Bryan sintió que su corazón lo traicionaba al latir con demasiada fuerza y sonoridad cuando los pasos se mezclaron con las voces. No entendía nada. Para él, las palabras eran meros sonidos, nada más.

De pronto apareció en su mente la memoria nítida de muchos días alegres en Cambridge.

Por aquel entonces, James había estado demasiado ocupado estudiando alemán, idioma en el que estaba especializado, para abandonarse al júbilo generalizado. Y ahora se encontraba postrado a su lado, conquistando sus laureles/pues entendía lo que me estaba diciendo. Bryan se reconcomía de remordimiento. Si hubiera podido, habría dado todas sus horas de amor, todos sus flirteos retozones y demás placeres y delicias a los que se había abandonado por entender aunque sólo fuera una fracción de lo que se decía en ese momento en el vagón.

En su impotencia, Bryan se aventuró a entreabrir los ojos. Al fondo del vagón había un grupo numeroso de personas inclinado sobre una cama consultando el cuadro médico de un paciente.

Entonces la enfermera corrió la sábana por encima de la cabeza del paciente mientras los demás seguían su ronda. Un sudor frío y húmedo se asentó en el nacimiento del cabello de Bryan y empezó a deslizarse por su cara.

Una mujer pechugona entrada en años, que aparentemente ostentaba cierta autoridad, precedía al resto del grupo evaluando con mirada experta a los pacientes mientras sacudía los cabezales de las camas metálicas. Al ver la oreja de James se detuvo y se escurrió entre las camas de Bryan y James.

Murmuró un par de palabras y se inclinó aún más, como si quisiera tragarse a James.

Cuando volvió a incorporarse, se dio la vuelta y miró a Bryan en el mismo momento en que éste cerraba los ojos. «Dios mío, haz que pase de largo», pensó, prometiéndose a sí mismo que no volvería a ser tan imprudente.

El sonido de sus tacones fue amortiguándose a medida que se alejaba. Bryan echó un vistazo a su alrededor por el rabillo del ojo. James seguía tendido a su lado, completamente relajado, con el rostro vuelto hacia él y los ojos cerrados, sin el más leve parpadeo que pudiera delatarlo.

Quizá James tenía razón cuando le había dicho que el personal médico no era capaz de distinguir a un paciente de otro.

En cualquier caso, la enfermera en jefe había pasado por su lado sin inmutarse.

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