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Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

La chica con pies de cristal (4 page)

BOOK: La chica con pies de cristal
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Capítulo 5

Desde un avión, las tres islas principales del archipiélago de Saint Hauda parecían el cadáver aplastado de un insecto de ojos saltones. El tórax era Gurm Island, cubierta de pantanos y colinas boscosas. El cuello estaba formado por un acueducto natural con arcos erosionados a través de los cuales corría el mar, y que conducía hasta el ojo, que era el elevado pero insulso peñón de Lomdendol, en la isla homónima, y que, según las leyendas locales, era lo que había dado origen a Saint Hauda. Las patas eran seis espolones de roca que se extendían partiendo de la costa sudoeste de Gurm Island y retenían el mar en las calas de arena que había entre ellos. Las alas estaban compuestas en el norte por una flotilla de islotes de granito deshabitados y azotados por los vientos. El aguijón de la cola era Ferry Island, una isla con forma de hoz situada al este; la diminuta población de Glamsgallow era una gota de veneno que brotaba en la punta.

Glamsgallow contaba con el único aeropuerto del archipiélago, pero la mayoría de los aviones cruzaban las islas antes de virar hacia tierra firme, sobrevolando las otras poblaciones. En el norte de Gurm Island, protegida por un muro, estaba Enghem, propiedad privada de Hector Stallows, el millonario local. Martyr's Pitfall, levantado a los pies del peñón de Lomdendol, era un pueblo para ancianos. Los domingos por la tarde, la sombra del peñasco se proyectaba sobre edificios y calles. De las residencias para jubilados salían algunas parejas que iban paseando y se sentaban en los cementerios ajardinados. Gurmton, en cambio, atraía a los jóvenes y los noctámbulos; miles de luces parpadeaban en su paseo marítimo, desde los frenéticos destellos de las máquinas tragaperras y las de discos hasta los reflectores que recorrían el cielo nocturno proyectando en las nubes los logotipos de los sórdidos
night-clubs
rivales.

Más allá de Gurmton empezaba el bosque. A los juerguistas extraviados que buscaban el paseo marítimo se les pasaba la borrachera de golpe cuando por la noche de pronto se encontraban en la espesura. Asimismo, quienes conducían por las oscuras carreteras del interior, entre los árboles, de repente oían el rugido del motor de su propio coche. Apagaban la música y aplazaban la conversación. El bosque era como un monstruo dormido y convenía atravesarlo de puntillas.

Y en el centro del bosque, encogida de miedo, estaba Ettinsford, donde las hojas y las ramas secas revoloteaban por las calles impulsadas por el viento, y donde las carreteras desaparecían nada más salir del pueblo, como si sus constructores hubieran interrumpido bruscamente el trabajo atraídos por algo. El río de Ettinsford era en realidad un estrecho que separaba las islas de Gurm y Ferry. Un viejo puente de piedra permitía pasar de lado a lado por el punto donde, según la leyenda local, el propio Saint Hauda había sido transportado de una isla a otra por una bandada de ciento un gorriones.

En Catherine's, la floristería de Ettinsford, sonó la campanilla cuando Midas abrió la puerta.

Gustav se limpió un resto de mayonesa de los labios y levantó la cabeza. Tenía la cara colorada y era pelirrojo, pero sus entradas iban ganando terreno a una velocidad exagerada para tratarse de un hombre recién entrado en la treintena. Un palillo mantenía en pie el grueso sándwich club que tenía sobre la mesa: tres rebanadas de pan integral, varias lonchas de beicon y medio bote de mayonesa. A Midas le llegó su olor, mezclado con el del polen.

—Buenos días —saludó frotándose los ojos.

—Madre mía. —Gustav tragó el bocado que tenía en la boca—. ¿Estás bien?

Midas llevaba el pelo de punta y ojeras muy marcadas. Daba la impresión de estar a punto de derrumbarse.

—He dormido mal.

Gustav envolvió el sándwich con papel de aluminio y se limpió las manos en un trozo usado de papel para envolver los ramos.

—¿Qué pasa? ¿No estarás incubando un resfriado? Den— ver ya lo ha pillado. No creo que aguante toda la semana yendo al colegio. —Gustav estrujó el papel con que se había limpiado y lo lanzó a la papelera, pero rebotó y se perdió en una masa de cardos marinos con flores de color azul real—. Joder. —Salió de detrás del mostrador y se pinchó con los cardos mientras buscaba la bola. La encontró y la tiró a la papelera; luego dio un par de palmadas y volvió a su sitio—. ¿Piensas contarme qué te pasa, o no? ¿Te emborrachaste anoche? ¿Te divertiste por una vez?

—Ya te lo he dicho. No he dormido bien —repuso Midas, jugueteando con una azucena.

Gustav abrió un cajón y sacó el sujetapapeles que utilizaban para las entregas.

—Pero hay algo más, ¿no?

Midas vaciló, pero hacía mucho tiempo que eran amigos.

—Una chica.

—¿Qué dices? —exclamó el otro, dejando caer el sujetapapeles.

—Ayer conocí a una chica y...

—¡Midas! ¡Me alegro mucho! La verdad, empezaba a pensar que...

—No, no; no fue un encuentro romántico ni nada parecido —repuso Midas agitando las manos—. No lo he mencionado por eso. Es sólo que... —añadió, pero Gustav sonreía alegre—. Bueno, tenía algo especial.

—Pues claro que tenía algo especial, si ha tenido a Mitlas Crook toda la noche despierto.

—Llevaba botas. Grandes como este jarrón —explicó dando unos golpecitos a un alto jarrón azul.

—¿Qué pasa? ¿Es grandota?

—De eso se trata. Mide más o menos como yo. Y es delgada, de una delgadez enfermiza.

—¿No será una de esas raritas modernas del continente? —aventuró Gustav.

—No, creo que no. Bueno, es del continente, pero no me pareció rara, aparte de las botas. ¿Sabes algo de enfermedades, Gustav? Enfermedades de los pies.

Su amigo no sabía nada, pero le enumeró algunos nom— lires: talón de Aquiles, pie de atleta, onicomicosis. Ninguno parecía adecuado para Ida.

Luego se pusieron a trabajar. Midas repartió unos ramos por el pueblo sin dejar de pensar en Ida ni un momento. Pasado mediodía, entró en la floristería sacudiéndose las gotas de lluvia de la chaqueta. Gustav estaba sentado a su escritorio, hablando por teléfono, con una mano en la rubicunda frente. Al oír la campanilla de la puerta, levantó la cabeza, apesadumbrado.

—Sí, vale —dijo por el auricular—. Nos vemos.

Colgó y soltó un resoplido. Luego suspiró y se pasó las manos por el cabello.

—¿Qué haces el sábado, Midas?

—¿Quieres que venga a trabajar?

—No. Era mi suegra. Ha encontrado unas cajas llenas de cosas de Catherine. Me pregunta si las quiero.

—¿No quiere guardarlas?

—No le gusta verlas —repuso Gustav encogiéndose de hombros—. Dice que por ella las tiraría. Le he dicho que me las quedaré.

—¿Vas a ir al continente el sábado?

—Sí.

—¿Y quieres que me quede a Denver?

Gustav asintió.

—Si no encuentro mucho tráfico, puedo estar aquí por la tarde. No quiero llevármela conmigo. Voy a llorar como un imbécil.

Habían pasado tres años, aunque pareciera mentira. Sentados en el coche de Gustav, bebían café frío en tazas de plástico. Las chaquetas verdes de los enfermeros tenían apliques fosforescentes.

Gustav también estaba recordándolo. Al cabo de un rato, se levantó con esfuerzo de la silla, fue hasta el grifo que había al fondo de la tienda, lo abrió y el agua repiqueteó en una regadera.

¿Y cuánto hacía? Sólo ocho años desde aquel caluroso día en que Midas fue su padrino de boda; el cuello de la camisa le rozaba el sudado cuello, y jugueteaba con el anillo dentro de la caja —suelto en su bolsillo podría haberse perdido—, mientras un fotógrafo inútil cometía un fallo tras otro, y entonces vio a Catherine, que estaba preciosa, y lo deslumbró la blancura de su traje de novia.

Era amigo de Gustav desde pequeño; vivían en los extremos de la misma calle. Gustav era un chico gordito y poco ambicioso, más interesado por las pegatinas de fútbol que por los deberes; pero era varios años mayor que Midas, lo que lo convertía en un aliado muy valioso para aquel niño sin amigos que respondía al apodo de «Rarito» en el patio del colegio. En innumerables ocasiones, la estatura y la corpulencia de su amigo habían librado a Midas de los puñetazos de los otros niños, o le habían salvado la cartera, donde llevaba el dinero para la comida. Y cuando Gustav dejó los estudios (a la primera oportunidad) y ya trabajaba para ganarse el sustento, iba a buscar a Midas a la salida del colegio y lo acompañaba a casa, mientras hablaba, con conocimiento, de ligas de fútbol, un tema que Midas jamás había llegado a entender. A cambio, Midas era para Gustav su paño de lágrimas, y escuchaba atentamente sus problemas amorosos y taciturnas lamentaciones por estar acabado y en crisis pese a tener sólo veinte años.

Entonces Gustav se había enamorado. Aunque Midas temió que eso significara el fin de su amistad, conoció a su segunda amistad en su corta vida. Catherine era chispeante, ambiciosa y la nueva propietaria de la floristería del pueblo. Gustav llevaba cinco años trabajando en un quiosco, desde que había dejado los estudios, lo cual no le había aportado unos conocimientos muy exhaustivos de botánica, pero, como no había otros aspirantes, consiguió el empleo en la floristería. Durante dos años, entre ensortijadas calas y papaveráceas amarillas, Catherine se enamoró lenta pero profundamente de Gustav, tanto como él se había enamorado la primera vez que la vio. Denver no tardó en llegar, un feliz accidente: la pareja se casó poco después de que Catherine supiera que estaba embarazada. Durante un tiempo, la casa de sus dos amigos había sido el sitio más acogedor y cálido que Midas podía imaginar en Saint Hauda.

—Podría hacer unas llamadas y procurar darte la tarde libre —propuso Gustav, retorciendo una hebra de rafia—. Hoy mismo. Para compensarte por el poco tiempo con que te he avisado. Y discúlpame por adelantado por si tardo en volver. Ya sabes cómo le gusta hablar a la madre de Catherine.

—No hace falta que me des la tarde libre. Me encanta quedarme con Denver. Ya sabes que no me importa echarte una mano.

Permanecieron uno al lado del otro, callados. Midas recordó cómo se habían quedado en la misma posición, de pie junto al cadáver de Catherine, y que aquella agente de policía había insistido en que tenían que verbalizarlo, cuando la expresión de sus caras lo decía todo.

«Sí —había afirmado Gustav con voz ronca—, es ella.»

Gustav cerró el grifo, se aclaró la voz y dijo:

—Oye, una cosa. Escúchame bien: no la cagues con esa nueva novia tuya.

—Pero si no es ninguna novia. La conocí ayer. Si no puedo quitármela de la cabeza es sólo por sus botas. No tiene nada que ver con la atracción. En todo caso, me pareció rara. Frágil. Como si pudiera romperse fácilmente.

Gustav arqueó las cejas. Midas se ruborizó: sus palabras habían sonado un tanto despectivas, lo cual no era su intención.

Sonó la campanilla de la puerta. Una dienta.

A Midas le dio un vuelco el corazón. Una gota del grifo cayó en la regadera.

Ida, con el cabello mojado por la lluvia y pegado a la cabeza, entró en la floristería. Llevaba un paraguas blanco que el viento había volteado, y un abrigo hasta las rodillas sobre un vestido de lana negro. Se secó la nariz y las mejillas con una mano, mientras la otra la tenía apoyada en el mango del bastón.

—Buenas tardes —saludó Gustav—. ¿En qué puedo... —titubeó, porque acababa de fijarse en las botas— ayudarte?

—He venido aver a Midas —explicó ella, sonrojándose. Y añadió, señalando la puerta—: He reconocido el nombre en el letrero. Catherine's. Hola, Midas. ¿Te acuerdas? Me dijiste que trabajabas aquí.

Gustav dio unas palmaditas en el mostrador y se enderezó.

—Estupendo. Es estupendo. ¡Vaya! ¿Y qué vais a hacer? ¿Vais a ir a tomar un café, o algo así?

Durante el silencio que siguió, un rayo de sol iluminó brevemente la calle, de forma peculiar, porque todavía llovía y los edificios estaban mojados.

—Sólo he venido... —farfulló Ida—. Bueno, por si...

—Se irguió un poco—. Os dejo, que estáis ocupados. Midas tiene trabajo. —Y lo saludó con una mano.

—Hola —dijo él.

—Precisamente —terció Gustav— acabo de darle la tarde libre.

Las nubes se cerraron y el rayo de sol desapareció.

—Midas, ¿te apetece tomar un café? —propuso ella.

Fueron a una cafetería, donde Ida acabó pidiendo una limonada, y Midas, un café americano; los cristales estaban empañados, y encima de la barra había un televisor en blanco y negro encendido. Como Ida caminaba muy despacio, habían quedado empapados durante el corto trayecto desde la floristería. Cuando se sentaron, a Midas se le pegaron los pantalones a los muslos. Era una típica cafetería de Ettinsford, con moqueta estampada y manteles de plástico. Las acuarelas de un pintor local decoraban las paredes; en ellas, el pueblo no estaba representado como el decrépito lugar del que Midas tenía pruebas fotográficas, sino como una ciudadela de piedra color melocotón bajo una luz inverosímil. ¿Los ojos de ese pintor serían diferentes de los suyos? Apartó un salero y un pimentero de la mesa y se apoyó en el respaldo, dispuesto a dejar que Ida dirigiera la conversación. Pensó en paneles luminosos y en pantallas reflectoras. Entonces ella se rebulló en la silla para ponerse comoda y una de sus botas le rozó el zapato bajo la mesa. Aquel roce lo hizo estremecer, como cuando oyes un golpe de noche. Encogió las piernas debajo de la silla y cerró los ojos.

Cuando los abrió, ella bebía su limonada a pequeños sorbos, observándolo con curiosidad. Midas trató de no examinarla. Ojeras oscuras como cardenales. Un cutis fino y surcado de venitas que recordaba al pegamento seco. Pero, pese a que tenía mala cara, él ansiaba conseguir una fotografía suya, para ampliarla y estudiarla minuciosamente.

—¿Cuánto hace que vives aquí?

—Toda la vida —balbuceó Midas clavando los ojos en la mesa; ¿tal vez Ida pensaría que debería haber sido más aventurero?—. ¿Y tú? ¿De dónde eres?

—He viajado mucho. Ahora estoy en la casa de un amigo de mi madre, en las afueras de Ettinsford, pues él se ha ido unos días al continente.

—¿Estás de vacaciones?

—No, he venido para buscar a una persona a la que conocí en estas islas —respondió Ida negando con la cabeza—. Pero no sé por dónde empezar. —Removió la limonada con una pajita negra, y las burbujas ascendieron a la superficie. Los cubitos de hielo entrechocaron—. Carl, el amigo de mi madre (el dueño de la casa donde estoy), dice que en esta isla todo el mundo se conoce y sabe lo que hacen los demás. ¿Es así?

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