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Authors: Alfredo Grimaldos

La CIA en España (16 page)

BOOK: La CIA en España
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Según De la Torre Arredondo, el Gobierno tiene un enorme interés en que el proceso lo lleve la jurisdicción ordinaria y no la militar, por eso buscan a un juez al que no puede imputársele «ninguna arbitrariedad ni un pasado oscuro». Ese es el deseo del entonces ministro de Justicia, Francisco Ruiz Jarabo, consejero del Reino, procurador en Cortes y consejero nacional del Movimiento. Un hombre leal al franquismo hasta la médula. Cuando era presidente del Tribunal Supremo, impidió a los padres de Enrique Ruano que pudieran ver el cadáver de su hijo. Ruiz es amigo del juez De la Torre Arredondo desde que estudiaron las primeras letras en el Colegio León XIII. Este último tiene ya setenta años cuando cae en sus manos la investigación del atentado contra Carrero. «Se podía haber elegido entre casi medio centenar de magistrados, pero me nombraron para instruir el caso sin darme la más mínima opción a negarme», declara.
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Herrero Tejedor designó para el caso al fiscal José Raya, que más tarde, en 1975, será secretario general técnico del Ministerio de Justicia.

Inmediatamente, el juez cuenta con protección policial y comienza a trabajar, primero, en un despacho del Juzgado n.° 8, y, más tarde, se le traslada a otra dependencia del mismo edificio, situado en el sótano lleno de humedad. Las primeras pesquisas le llevan hasta el entonces jefe superior de Policía de Madrid, Federico Quintero Morente, un militar de la línea franquista dura, muy vinculado a los servicios de información norteamericanos que, años después, también aparecerá alrededor del golpe del 23-F. «A mí me llegaron rumores de que el atentado contra Carrero había sido organizado por otros y que los de ETA habían actuado como mano material de ellos, de la CIA», señala De la Torre.

Era una cosa bastante delicada y, claro, lo que hice fue investigar cerca de Quintero, que se puso muy nervioso y mostró grandes reticencias: «Yo tengo relaciones... y eso lo sabría», me dijo. Dentro del mayor secreto, quise conocer la opinión de algunos militares. Yo tenía relación con Manuel Gutiérrez Mellado desde hacía cuarenta años o más. Era compañero de mi cuñado Felipe Laplaza, que era general de Artillería, y veraneábamos juntos en Suances. Gutiérrez Mellado había estado en misiones de altos vuelos dentro del espionaje, de las que nunca hablaba. Le planteé la posible complicidad de la CIA y me dijo: «El rumor también me ha llegado a mí; ahora, te puedo asegurar que yo no sé nada. Chico, hay aquí tantos que querían quitarse de en medio a Carrero...».

La viuda del presidente, María del Carmen Pichot, se muestra en todo momento reticente ante el modo de llevar las investigaciones. Tiempo después dirá: «Me llamó la atención que no se tomaran medidas en las carreteras, ni en las fronteras, ni en los aeropuertos». A la pregunta de por qué lo mataron, señala: «Acaso molestaba a alguien. ETA fue la mano ejecutora». Uno de los muchos enigmas de esta historia se refiere a un informe confidencial sobre el atentado y su investigación que remite el fiscal del Tribunal Supremo, Fernando Herrero Tejedor, a Francisco Franco. No ha quedado rastro de él. En algún momento se ha llegado a dudar de su existencia. El 16 de septiembre de 1974, en el discurso de apertura del año judicial 1974-1975, Herrero Tejedor manifiesta que no se descarta la participación de organizaciones distintas a ETA en el asesinato de Carrero Blanco. Supuestamente, el informe enviado a Franco apunta esta posibilidad y roza terreno escabroso.

Pronto se da carpetazo al asunto, sin indagar en ninguna otra dirección que no sea ETA, ni profundizar en las zonas oscuras del asunto. Ya ha pasado casi un año desde la muerte de Franco y el Gobierno presidido por Arias Navarro tiene otras preocupaciones en mente. El caso Carrero molesta. El fiscal Raya hace un escrito pidiendo el traslado del sumario a la jurisdicción militar, y allí se remata el caso, sin investigar más, dando por hecho la autoría exclusiva de ETA. No hay que olvidar que, en 1973, la organización armada vasca está dando los primeros pasos y algunos de sus miembros aún mantienen contactos con veteranos miembros del PNV, una organización muy vinculada a los servicios de información norteamericanos durante toda la Guerra Fría.

«Antón Irala, que era el hombre de los "Servicios" vascos más cercano al interior, tuvo relación con la ETA de los comienzos», escribe Xabier Arzalluz.
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Le oí contar a él mismo cómo fueron una vez Txillardegi
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y otros dirigentes de la organización recién fundada a San Juan de Luz para hablar con él. Pretendían que los representara en el exterior. Él les dijo que, tal como estaban organizados, no tardarían en sufrir los golpes de la Policía. Porque por entonces funcionaban igual que el partido, con unas normas de clandestinidad muy frágiles. Pronto tendrían un buen número de exiliados y ya no necesitarían que nadie ajeno les representara en el exterior. Y continuó diciéndome Irala: «Yo entonces me tuve que ir a Filipinas, de negocios».

«El negocio de Irala era la CIA, con la que se había relacionado con conocimiento y bendición de Aguirre desde que había estado en la delegación nuestra en Nueva York», prosigue Arzalluz. «Iba a Filipinas para coordinar el trabajo de la red vasca de allí contra la guerrilla comunista, sobre todo en la isla de Negros, donde había bastantes hacendados vascos. Y me dijo: "Cuando regresé a Euskadi, lo de ETA era ya otra cosa. Nada que ver con lo de antes. Estaba organizada de un modo realmente serio".»

A lo largo de los seis meses y medio que preside el Gobierno, Carrero se identifica plenamente con la política seguida por el ministro de Asuntos Exteriores, Laureano López Rodó. Los cuatro ejes de esa política exterior son las relaciones prioritarias con Estados Unidos y el Vaticano, además de los temas de Gibraltar y el Mercado Común. Carrero considera que hay que ser «más exigentes con Estados Unidos, más tenaces con la Comunidad Económica Europea y pragmáticos con el tema de la Roca».
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Años después, coincidiendo con la discusión previa a la entrada de España en la OTAN, una noticia de la agencia TASS acusa a la CIA de haber colaborado con ETA para la eliminación de Carrero Blanco, «porque se oponía a la entrada de España en el organismo de defensa adámico».
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Carrero Blanco solía reflejar su pensamiento político en artículos de prensa firmados con los seudónimos de Juan de la Cosa, Juan Español o Ginés de Buitrago. Pero prefería verter su estado de ánimo en las comunicaciones secretas habitualmente utilizadas por algunos cargos de la Administración franquista. A través de algunas de ellas se ha sabido de su desilusión ante los pactos de Madrid de 1953, por los que se establecieron las bases norteamericanas en España. Sus discrepancias residen en las escasas contrapartidas militares y económicas que España recibe, sintetizadas en su frase: «Los americanos han resuelto sus problemas, pero nosotros no».
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Carrero no se limita a dejar constancia de esa desilusión en comunicaciones secretas, en una conferencia reservada que pronuncia el 7 de mayo de 1962 en la Escuela de Guerra Naval, subraya que la ayuda recibida por los ejércitos españoles como compensación por los acuerdos no llega al mínimo imprescindible. Por esa razón, a principios de 1958 se manifiesta a favor de una modificación sustancial de los convenios, algo que nunca llegará a producirse.
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Durante la guerra del Yom Kippur o del Ramadán, en 1973, Carrero se opone a que los norteamericanos utilicen sus bases en España para apoyar a Israel. Como Franco, el almirante tiene claro que con los árabes y los países latinoamericanos no quiere ningún conflicto. El régimen se beneficia de su neutralidad en esta guerra: mientras los precios del petróleo se disparan en el mercado internacional, en España se mantienen. El vicepresidente de Irak, Sadam Hussein visita nuestro país, se entrevista con Franco y le ofrece crudo en condiciones privilegiadas.

«Los analistas norteamericanos consideraban a Carrero un gris reaccionario amargado, más franquista que Franco. Los informes de Inteligencia que escribían sobre él, su entorno y su actitud política no dibujan a Carrero sólo como un personaje antiamericano, ultra-católico, feroz antimasón, anclado en el pasado, sino que lo pintaban más bien como un estorbo para el desarrollo de los intereses norteamericanos en España y para la modernización de nuestro país», escribe Eduardo Martín de Pozuelo.
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Una de las características negativas que llaman especialmente la atención de los norteamericanos es su condición de «católico devoto y practicante», que explica su oposición a «otorgar libertad religiosa a los que no son católicos» y su rechazo a los «líderes de la Iglesia liberal que desean una separación definida entre la Iglesia y el régimen de Franco».

En el «Telegrama confidencial» 700, enviado a principios de enero de 1971 desde la embajada norteamericana en Madrid al secretario de Estado William Pierce Rogers, se señala que: «El mejor resultado que puede surgir de esta situación sería que Carrero Blanco desaparezca de escena (con posible sustitución por el general Diez Alegría o Castañón)». El vicepresidente Gerald Ford será el encargado de representar al Gobierno de Estados Unidos en el entierro del almirante Carrero Blanco.

La amenaza de José Luis Cortina

Durante una de las sesiones del juicio contra los militares golpistas implicados en el 23-F sucede un hecho inquietante. Desde primeras horas de la mañana, el comandante José Luis Cortina, uno de los cerebros coordinadores del golpe, en su calidad de jefe de la AOME, es sometido a un duro interrogatorio por el fiscal, que le acorrala con sus preguntas sin dejarle escapatoria. Cortina, cada vez más nervioso, no encuentra ningún resquicio por donde escabullirse, pero de repente, suena la campana salvadora: es la hora de comer y se hace un pequeño receso.

Cortina sale disparado hacia el teléfono y marca un número con ansiedad. Un miembro de los servicios de información controla la conversación. En determinado momento, indignado, el comandante procesado le dice a su interlocutor: «Como siga este tío así, saco a relucir lo de Carrero». «Y a partir de ese momento, la cosa cambia por completo», explica un antiguo oficial de inteligencia. «Cuando se reanuda la sesión, el tono de las preguntas es muy distinto, como si hubieran cambiado al fiscal, que sigue siendo el mismo. Sólo les falta hablar del tiempo. Esto se comprueba perfectamente en las actas del Consejo de Guerra. Y la conversación telefónica de Cortina está certificada.» Al final del juicio, el presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar que preside el Consejo de Guerra, el teniente general Federico Gómez de Salazar, manda hacer una serie de copias de las actas, pero después hay una contraorden y decide no distribuírselas a ninguna de las partes. Otra irregularidad cometida por razón de Estado. Pero alguien habilidoso consigue hacerse con una de esas copias, la única que falta, y en ella se puede comprobar perfectamente la evolución del interrogatorio de Cortina. Cuando se produjo el atentado contra Carrero, José Luis Cortina estaba destinado en los servicios de inteligencia del Alto Estado Mayor. Su secreto debía de tener mucho peso: la sentencia del Consejo de Guerra le absolvió de todos los cargos.

Una península sin dictaduras

El 25 de abril de 1974, la Revolución de los Claveles en Portugal hace saltar todas las alarmas de la CIA y convierte a la península Ibérica en centro de atención especial de los servicios de inteligencia norteamericanos. Al mismo tiempo, la dictadura militar de Grecia se derrumba; la salud de Franco se está debilitando y el futuro de España también resulta incierto; asimismo, en Italia los comunistas se encuentran más cerca que nunca de participar en un Gobierno nacional. El desarrollo incontrolado de la revolución portuguesa puede acarrear la pérdida de la base norteamericana de Lajes, en las Azores. Y esa instalación es vital para la Fuerzas Aéreas de Estados Unidos: durante la reciente guerra del Yom Kippur, en 1973, ningún otro país de la OTAN, salvo Portugal, ha permitido repostar a los aviones norteamericanos que se dirigían hacia Israel.

«Yo no podía imaginarme a Ford, Kissinger y sus aliados europeos, observando tranquilamente cómo se desarrollaba la revolución en Portugal», escribe Philip Agee en su libro
Acoso y fuga: con la CIA en los talones
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«Este país era miembro fundador de la OTAN, prueba de que, después de la Segunda Guerra Mundial, Washington había estado dispuesta a abrazar a cualquiera con tal de que fuese anticomunista.»

En agosto de 1974, el teniente general Vernon Walters, director adjunto de la CIA, visita Portugal para calibrar la situación. Y pocas semanas más tarde se produce la «marcha de la mayoría silenciosa» del general Spínola y el fallido contragolpe encabezado por este general el 28 de septiembre. Antonio de Spínola es un hombre ligado a la CIA, abiertamente anticomunista, que estuvo en España, durante la guerra civil, con las columnas portuguesas que apoyaron a Franco.

Algunos de los sucesos que se empiezan a producir en Lisboa para desestabilizar al Gobierno de la Revolución son repetición de acontecimientos ya conocidos: en Brasil, diez años antes, Walters ocupaba el cargo de agregado militar de la embajada de Estados Unidos en Río de Janeiro, y su papel fue clave para ayudar a que se fraguara el golpe de Estado contra el régimen constitucional encabezado por el presidente Goulart. Entre las operaciones más eficaces destinadas a provocar el levantamiento militar, destacaron las grandes marchas callejeras realizadas contra el Gobierno, muy parecidas a la de Spínola en Portugal.

La CIA envía a Lisboa, como embajador, a uno de sus hombres fuertes, Frank Carlucci, con la misión de emplearse a fondo hasta que se consiga neutralizar el proceso sociopolítico desencadenado el 25 de abril, a partir de que sonaran por la radio los primeros compases de «Grândola, vila morena».
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Para que no haya dudas sobre la implicación directa de la Agencia en los asuntos internos de Portugal, Carlucci será posteriormente ascendido a director de operaciones encubiertas de la CIA, cargo que ocupará con Ford y Carter. Carlucci mantiene una relación muy directa con el futuro secretario de Defensa Caspar Weinberger y con Donald Rumsfeld, en ese momento jefe de gabinete de Gerald Ford. A finales de 1975, la CIA consigue provocar la caída del Gobierno izquierdista de Vasco Gonçalves y asciende al poder uno de los hombres controlados por Estados Unidos, Mário Soares.
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