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Authors: José Manuel García Marín

Tags: #Histórico

La escalera del agua (26 page)

BOOK: La escalera del agua
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Ni con Alborada, ni con nadie, me propuse compartir la insólita alucinación. No estoy provisto de elementos de juicio suficientes para descifrar el misterio de si fue el vino quien me transportó a la cúspide de la lucidez o Toledo me hizo partícipe de su vital naturaleza secreta. Pero al alcance de cualquiera está verificar con un plano, en posición norte–sur, cómo el perímetro de la ciudad se asemeja a la cavidad craneal; o a un corazón, si es en el oeste donde nos situamos.

Textualmente, de ese modo procedí: cotejé lo revelado por la ciudad en uno, precioso, de 1899, que hallé en la biblioteca del monasterio.

Al siguiente domingo, en tanto paseábamos por la senda de las Tenerías, comuniqué a Alborada esta doble apariencia orgánica de su querida Toledo. Le mostré, con ayuda de un dibujo que había preparado, el trazado de las calles y su contorno, como si se tratara del producto de mis esfuerzos por observarla. Le mentí, pero no me pesa, porque de sus ojos brotó la dulzura y, sin encomendarse a Dios ni al diablo, me besó largamente, en un rapto impropio de una muchacha de aquel tiempo. Al contacto de sus labios sentí que bebía juntas las delicias de la vida, y acaricié aquella deseada nuca, cuya piel era más delicada que la seda. No cabía más felicidad. Ese beso sellaba nuestra relación como pareja de enamorados. «Fascínala con el descubrimiento de los secretos que rezuman en los cimientos… » ¡Qué certero el consejo de fray Baltasar! Ahora sí que éramos novios.

El respeto a ella exigía que me presentara a sus padres, pues había que respetar las normas sociales. No hacerlo se prestaría al escándalo, dando lugar al regalado cotilleo de las chismosas, que nunca fueron pocas en este país.

Sorprendidos de que su pequeña, la menor de tres, llevara un chico a casa, con la pretensión de anunciarlo como pretendiente oficial, protestaron por nuestra juventud, que declararon excesiva; pero, ante la terquedad de que hicimos gala, y alguna lagrimilla de Alborada, el padre resolvió condescender, si bien con la salvedad de que sólo después de tres años podríamos aspirar a la condición de novios formales.

El plazo no nos importaba y la categoría de pretendiente me permitía llevarla de la mano, ocasionalmente, excepto en presencia de sus padres. El logro era para estar contentos.

Ninguno de los dos se relajó, por ello, en sus estudios, ni en el trabajo. Llevaba casi dieciocho meses en San Juan de los Reyes y leía y escribía con toda corrección, mas no me pararía ahí. Debía perseverar, igual que en el taller, donde había superado el año y don Arsenio valoraba mi dedicación.

Como prueba de su confianza, en los dos años siguientes el sastre comenzó por enseñarme a cortar, aprovechando retales, y me hizo intervenir en cada una de las faenas para que aprendiera de todas. La sastrería marchaba viento en popa y tres meses antes de mi decimoctavo cumpleaños, el propietario me asignó un sueldo fijo. No era un salario muy jugoso, pero yo lo puse a disposición de la comunidad en la persona del guardián, que lo rehusó inmediatamente. Mandó venir al despacho a fray Luis y tras ponerlo en antecedentes, me dijo:

—Te agradecemos tu ofrecimiento, Ángel. Con sinceridad, me habría decepcionado que no lo hicieras, pero damos por pagados tu manutención y estudios con los servicios que prestas en la cocina o donde se te necesite. Ábrete una cartilla en cualquier banco y ahorra. Además, tu servicio militar está próximo y te vendrán bien esos ahorros.

—Por cierto, padre —intervino mi mentor—, ¿no cree que podríamos librarlo del servicio? Son dos años de tiempo perdido.

—¿Y dónde dejamos el servicio a la patria? ¿Olvida que es obligatorio? —argumentó—. Aparte de templar el carácter con la disciplina, aprender un oficio…

—¿Qué… qué disciplina?, ¿qué carácter ni qué zarandajas? ¡Ya está aprendiendo un oficio! ¿O se refiere al de asistente, para limpiarle las botas a algún chusquero mastuerzo con galones o llevarle la cesta de la compra a su mujer? ¡Vaya un oficio!

—¡Es usted un rebelde, padre Luis! —protestó el padre Moya.

—A mí ya me ayuda en la cocina, si se trata de eso —dijo fray Baltasar, entrando sin previo aviso, seguido de fray Antonio.

—Y a mí me va a hacer falta pronto —expuso éste—, que me han dicho que hay unas bibliotecas en La Puebla…

—¡Pasen, pasen, por favor! —estalló el superior—. ¡No se queden fuera por respeto!, ¡abajo la urbanidad! ¿Quién nos falta, el ecónomo?

—Estoy aquí. Es que no me atrevía, por prudencia —dijo fray Claudio, asomando la cabeza.

El padre Moya se dejó caer, rendido, en el sillón.

—Bien, pues ya que se ha reunido el consejo, díganme: ¿qué recomiendan sus paternidades? —cuestionó con ironía.

—¿Todavía no ha sacado conclusiones? —preguntó el cocinero—. Perdone, padre, pero parece mentira que una persona tan preparada como usted, en la que todos confiamos ciegamente, aún no haya deducido el deseo de los presentes.

El guardián se agitó enfurecido en el asiento, a punto de perder los estribos, pero el padre Zaragüeta tomó rápidamente la palabra:

—Estoy convencido de que en la cabeza rectora de la orden hay influencias suficientes. Diríjase a ella como guardián de nuestra humilde comunidad. Seguro que obtendremos una respuesta positiva.

—¿Humilde comunidad? ¡Esto no es una comunidad, no; esto es un corrillo de anarquistas! ¡Y yo, más que el guardián de ella, soy el último mono! Vamos —ordenó—, ¡a la capilla a rezar por que el asunto salga como desea el consejo!

Los monjes salían, ahora en silencio, cuando el superior me atrajo de los hombros, hacia él.

—Ángel, te has hecho un hombre con nosotros. Estamos muy satisfechos de ti.

—Pero, padre, ¿usted opina que debería cumplir con el servicio militar?

—Naturalmente que no. ¡Menuda estupidez! —soltó, dejándome de una pieza.

La exención de la milicia me benefició con un tiempo añadido extraordinario. Desde mi llegada a Toledo, a la fecha en que habría finalizado el servicio, habían transcurrido seis años. Como la formación recibida superaba la de un bachiller superior, el padre Luis se encargó de la documentación necesaria, de ponerse de acuerdo con el director del instituto en que me fuera convalidada la reválida de cuarto curso, si aprobaba la de sexto, y poco menos que me obligó a presentarme, por libre, a los exámenes.

Aprobé con una media muy alta. Alborada me regaló un beso, fray Luis y yo nos dimos el abrazo que padre e hijo se darían, y el resto de monjes me abrazaron y me felicitaron también, hasta que el fraile cocinero me recordó, anteponiendo un solemne «don Ángel», que las cebollas esperaban para ser peladas. «¡Si el abuelo, mis padres y mis hermanos supieran!», pensé tendido en el lecho. Aplasté la almohada contra la cara y lloré. Feliz, y luego triste.

Sí, esos dos años fueron cruciales en mi trayectoria, en muchos aspectos. Aunque con retraso, a los veinte años, tenía un título que no habría obtenido de haberme vestido de soldado; estaba considerado en el taller y don Leandro me propuso que lo sustituyera como representante de su empresa. De haberme hallado marcando el paso en un cuartel, mi existencia estaría encauzada de otra manera, probablemente con menos posibilidades de las que he gozado.

La respuesta de la fábrica fue afirmativa ante las referencias que de mí había dado don Leandro, si bien querían conocerme en persona por cerciorarse de que valía para el puesto.

Don Arsenio lamentó que abandonara la sastrería; no obstante, el buen hombre me aseguró que, si me arrepentía, siempre dispondría de un hueco a su lado.

El padre Zaragüeta y fray Antonio Abad me acompañaron a la estación, donde compré un billete para Burgos con transbordo en Madrid. Subí por primera vez a un tren y me asomé a la ventanilla, como los demás viajeros, para hablar con los frailes, que me hacían todo género de advertencias, hasta que el formidable monstruo de hierro resopló. En nada, una intensa niebla de vapores en la que se difuminaron los rostros inundó el andén, y sonó el largo y ensordecedor pitido de la máquina, que anunciaba la inmediata salida.

La gente, dentro y fuera de los vagones, agitaba los pañuelos como despedida. Yo, que por efecto de los nervios no lo encontraba, blandía mi bocadillo liado en papel de estraza, mientras el ferrocarril se ponía en marcha lentamente, como si se desperezara o se doliera, entre llantos, gritos y frenéticas carreras de los que allí quedaban. Apretujada por el gentío, distinguí a Alborada, sola, que me decía adiós con su pañuelo y lo llevaba a los ojos, como si partiera a la guerra, a miles de kilómetros. Le lancé un beso, que previamente estampé en el bocadillo.

Luego del transbordo y muchas horas de viaje, bajé con mi maleta de cartón en la estación de Burgos. Un taxi me llevó a la dirección de la fábrica. El operario que me esperaba en la puerta de la enorme factoría me acompañó al despacho del director, quien, tras la amable bienvenida de rigor, llamó al jefe de personal y entre ambos se repartieron la tarea de hacerme la entrevista de trabajo, un cuestionario que duró más de una hora y en el que, a través de las respuestas, deduje, se valoraba la disposición tanto como la aptitud.

Habían pensado en un viajante que visitara a los representantes de la mitad sur de la Península, desde Toledo a toda Andalucía y Extremadura. Un empleado en nómina, con comisiones aparte. Querían saber si a pesar de mi juventud, estaría preparado y con ánimos para viajar. Cuando les contesté afirmativamente, dijeron que, en tal caso, debía quedarme con ellos no menos de dos meses para instruirme adecuadamente en la actividad. Ellos se preocuparían del alojamiento y correrían con todos los gastos.

Muy de mañana era recogido por un coche de la empresa que me trasladaba a la fábrica. Pasé por cada uno de los departamentos de la Fabril Sedera, deteniéndome particularmente en los procesos de fabricación y tintado, pero también en la administración y almacenado, en donde las grandes piezas, enrolladas a «lomo» o a «tubo», eran apiladas en larguísimas estanterías metálicas. Recorrí todas las fases del producto; desde que llegaba un pedido, hasta que salía hacia su destino en los camiones de la empresa de transportes.

Cuando regresé a Toledo reconocía al tacto las diferencias entre alpacas, sargas o rasos, cuya urdimbre, en las primeras, tenía igual número de hilos que la trama, mientras que en los rasos, por cada hilo de urdimbre se contaban cuatro de trama. En el argot del oficio se referían a ello como «toma uno, deja cuatro», y me recreaba viendo cómo estos satenes hacían «aguas» o «azuleaban» los tornasolados.

Nombré representantes donde no los había y dirigí y motivé a los que ya existían, contagiados de mi entusiasmo, del convencimiento de estar ofreciendo un artículo de calidad incomparable y del dinamismo con que trabajaba. Tan pronto me hallaba en Toledo como en Cádiz, Málaga, Granada o Badajoz. En tres años, el volumen de ventas de mi zona se incrementó en más de un ciento cincuenta por ciento.

Ese trajín de viajes continuos, si bien requería vigor y paciencia agregados a la actividad en sí, porque los medios y las vías de comunicación eran los propios de un país por desarrollar tras una ruinosa guerra, hicieron de mí un joven de mundo, me proporcionaron amigos y el hondo conocimiento de las ciudades en las que, por su personalidad y monumentos, reconocí las huellas del pasado musulmán, pero con las especiales características de sus trayectorias y funciones, que las configuraban dentro de un tronco común y, sin embargo, distintas e inconfundibles.

Después de mi trabajo con el representante de Córdoba, paseaba hasta la hora de la cena por la judería, donde respiraba la omnipotente autoridad de los grandes emires y califas, soberanos de un vasto número de súbditos en toda la Península, gobernados por el orden y el derecho. Era la ciudad palatina y administrativa, desde donde se regían los destinos de al–Ándalus. En cambio, Granada era la sede de una taifa, un reino surgido con posterioridad a la disgregación del califato. El último hálito del paraíso, al que pertenecían Almería y Málaga.

En esta última, que visitaba con asiduidad, mis callejeos finalizaban siempre en la puerta nazarí del mercado, construido en la antigüedad para ser astillero, las atarazanas. Fue, entonces, una población vinculada al mar, el puerto del reino desde el que se exportaban innumerables mercaderías; sobre todo sedas, especias, paños, y pasas de la Axarquía, muy apreciadas incluso antes de esa época. Luego, dormido en mi habitación del hotel Cataluña, en la plaza del Obispo, cuyo balcón daba frente a la catedral, tenía sueños tan nítidos que llegaba a escuchar las exclamaciones y el alboroto de los cargadores portuarios del siglo XIII o XIV.

Las interminables ausencias de Toledo no estorbaron nuestro amor. Había alquilado una casa por la plaza de la Cruz, dado que mi permanencia en el monasterio ya carecía de sentido. Alborada, con ayuda de su madre, la decoró y amuebló, convirtiéndola en un verdadero hogar. Cuando estuvo preparada, a su entero gusto, nos casamos. La fecha elegida se convino en el segundo domingo de septiembre de 1965.

Fue una ceremonia sencilla, que ofició el padre Antonio Abad en la capilla de San Juan de los Reyes, pues la iglesia no se consagraría hasta agosto de 1967. El papel de madrina le correspondió a su madre y el de padrino a fray Luis Zaragüeta, gracias a mi obstinación, pues él quería estar presente como uno más, pero para mí significaba tanto que no podía consentirlo e insistí hasta lograrlo, poniendo de mi parte a los monjes, que asistieron sin que faltara ni el más novato de los teólogos.

La felicidad presidió la jornada, rodeados de la familia de ella, la comunidad y todos los empleados de la sastrería, con don Arsenio y su esposa a la cabeza.

Alborada, bellísima, era un sueño con su vestido de novia. De no haber estado enamorado, habría caído rendido aquel doce de septiembre. No obstante la venturosa celebración, estaba deseando que concluyese el festejo, por tenerla sólo para mí. Para abrazarla, para sentir su mirada en la mía sin interrupciones ni testigos; mas, a pesar del reconcomio, tuve que aguardar a la medianoche.

Refrené la fogosidad, el natural ardor del deseo, sometido a la ternura que me invadió al primer beso, en mitad del abrazo de los cuerpos desnudos. Fugazmente presentí que había placeres que podían igualar al del sexo, compatibles con él. Aspiré el cálido aroma de su aliento, mientras las yemas de mis dedos recorrían su nuca hasta el arranque del cabello, que por nacerle alto la dotaba de una especial y delicada gracia. A través de la ventana nos custodiaba la luna llena, que relucía, gozosa, estancada en la dulzura de sus ojos.

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