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Authors: José Manuel García Marín

Tags: #Histórico

La escalera del agua (9 page)

BOOK: La escalera del agua
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Gerónimo se miró las pantorrillas. Envueltas en pañetes de basta lana hasta las alpargatas, ya no se reconocía nada de ellos, por la capa de fango que los cubría, en paridad con todos los demás hombres que, como él, marchaban en torno a las carretas o conducían las bestias que cargaban los bultos. Le dolían los pies, fríos, maltratados y por entero empapados, pero había que activarse y remover los ánimos. Tensó los poderosos músculos pectorales, colmó de aire los pulmones y vociferó sus órdenes bajo el turbión de la tormenta:

—¡Francisco —gritó a su hijo de quince años—, coge una soga y enganchad la mula suelta a las del carro! ¡Vamos, moveos! Tú, Cecilio, agárrala por la jáquima con el otro brazo y tira de ella. Los demás, conmigo, a empujarlo cuando yo avise.

Cuando la tercera mula ya estaba ensogada, y los hombres distribuidos por los laterales y la trasera de la carreta, Gerónimo rugió de nuevo y sonó el restallido del látigo de Antonio desde el pescante. Con los cascos hundidos en el barro y las patas haciendo palanca contra el suelo, los nervios de las acémilas se tensaron a la vez. El esfuerzo se percibía en las cabezas de los animales, que agachaban, replegadas, como para mirarse el pecho, y en los hinchados cuellos de los hombres, rojos y relucientes por el agua, con las venas a punto de reventar.

En medio de gritos, juramentos y de los quejidos guturales que emitían a una las gargantas, por el ímpetu que otorgaban al envite, emergió el crujido anunciador del movimiento de la carreta, seguido del rechinar de la rueda contra las piedras y, al fin, se puso en marcha el carromato con un violento traqueteo que vació los charcos y embarró a los hombres de pies a cabeza.

Pedro Crespo y Luis Molina inspeccionaron ruedas y ejes, por si se habían resentido con las sacudidas, mientras Gerónimo percutía los adrales buscando anomalías.

Fuera por el palmoteo o por la barahúnda anterior, del toldo de la trasera asomó una carita maltrecha, mas sonriente y con la resulta de buena nueva de un arco iris, pues la tempestad comenzó a remitir. Era Gonzalito, repuesto de las fiebres, para alegría general y disgusto de las cabras. Pero el galope que escucharon aproximarse a sus espaldas les hizo estar atentos y atajar la algazara que iniciaban.

—Es un cuadrillero de la Santa Hermandad —avisó Gonzalo Cerezo, con buena vista.

—Si cabalga solo, será un correo. No hay que inquietarse —manifestó Francisco Oliva—. Además, ya nos registraron en El Puente del Arzobispo y en Berrocalejo y se contentaron con eso. La Cédula Real permite que viajemos en libertad, con la condición de salir de sus reinos —abundó, para tranquilizarles.

Sin embargo, el cuadrillero se paró ante ellos.

—Moriscos —les espetó, sin preámbulos—, me manda el alguacil de la cuadrilla de Berrocalejo. Hemos tenido un descuido con vosotros y me envía a repararlo. Os dimos paso franco, pero no habéis satisfecho la contribución de asadura.

—No tenemos rebaños. ¿A qué ganado os referís, señor? —preguntó Nicolás, con toda la cortesía que fue capaz, no sin rabia.

—A esas dos cabras, que no declarasteis, y a los animales de tiro y carga —dijo, señalando a las mulas.

Antes de que se elevaran las previsibles protestas, Gerónimo dio un paso al frente y apartó a Nicolás, asignándose, de esta guisa, la tarea de exclusivo interlocutor de la pequeña caravana; y, con inesperada solicitud, tan sospechosa que los miembros del grupo comprendieron, en el acto, que no debían intervenir, inquirió:

—Y ¿cuánto ha pensado vuesa merced que le paguemos? De dineros estamos escasos —declaró, con humildad—, como puede imaginar en bolsa de braceros y menestrales; y de bienes, ya veis que, de tan reducidos, caben en los dos carros, que tenemos más caudal de bocas que de pertenencias.

—Nuestro cabildo prefiere recaudar en especie —aseveró, respaldado por la única verdad de todo lo que refería—. En los años que corren, los dineros pierden su valor con demasiada presteza. Me bastará —y se corrigió de inmediato—, bastará con aquella cabra —dijo, eligiendo la más robusta.

—¡Será como ordenáis! —exclamó Gerónimo sin regateo ni discusión, ante el asombro de las familias, que todavía habrían de escandalizarse—. Siempre fieles vasallos de nuestro rey, hemos acatado sus leyes con fervor y obediencia ejemplares y, como muestra de buena voluntad y de lo cierto de cuanto digo, os haremos entrega de las dos. Mas, quiero imponer una condición: que me hagáis la honra de aceptar un vaso de vino en mi compañía —y dicho esto, pidió dos cubiletes y una cantimplora con el poco vino que les quedaba.

El jinete se amoscó por la descabellada largueza del morisco, que lo movió a temer algún truco, pero a la vista de las dos cabras, allí preparadas para él, la avaricia enajenó su corta inteligencia y pensó que acaso eran más tontos de lo previsto.

—¡Adelantaos! —decía Gerónimo con entusiasmo—, que ya os alcanzaré yo después de brindar con nuestro honesto y esforzado cuadrillero. —Y dirigiéndose a él, en tanto extendía un calandrajo sobre una ancha piedra, para sentarse protegidos de humedades, le rogó—: Sírvase descabalgar vuesa merced, que en tierra estaremos mejor acomodados y me será más grata la cercanía.

Los carros reanudaron su viaje. El hermandino bajó de su montura y asentó las posaderas en el adoquín, aparejado por quien se reputaba jefe del pobre grupo de desheredados. Éste llenó de vino ambos vasos y le ofreció uno, pero no hizo amago de brindar. Incluso de su rostro, ahora contraído, se había desvanecido toda huella festiva.

—¡A fe mía que las leyes mudan de un día para otro en estos reinos! —proclamó irónico—. Ayer mismo, el derecho de asadura se cobraba por el ganado trashumante, nunca por caballerías ni por dos cabras sueltas. ¿Qué explicación tienes a ese cambio… Francisco Brabo? —interrogó al cuadrillero, a quien llamó por su nombre, apeándole el obsequioso tratamiento conferido minutos antes.

Los ojos pequeños y esquivos se detuvieron, incrédulos, en los de Gerónimo. Se atusó las guías del grasiento bigote y se ordenó la ratonil pelambre, tal vez para rehacerse de la zozobra que le originaba la reciente actitud del personaje que, en solitario, le convidaba.

—Las cosas son así —objetó, a pesar de la desazón— pero ¿cómo sabes mi nombre, morisco?

—Un cuadrillero que viene solo, a robarnos con malas artes una cabra, no podía ser otro que tú. Tu podrida fama te precede, ¡mentecato del demonio!

Francisco Brabo oyó las expresiones despectivas a la par que observaba, demudado, cómo la sangre, entremezclada con el vino, chorreaba por la muñeca de Gerónimo, sin importarle a éste, tras haber aplastado con la mano el cubilete de barro. Aquello iba en serio.

—Las denuncias que te culpan se acumulan en el cabildo y —continuó el morisco— tengo entendido que los alcaldes don Gabriel de Guzmán y, con más interés, si cabe, don Agustín Ruiz de Fuentencalada, te meterán entre rejas antes del verano. Si no me anticipo yo y te arranco las tripas, para dárselas a los perros.

—¿Te atreves a enfrentarte…? —consiguió articular, pero no terminó la frase.

—Me atrevo a degollarte —confesó Gerónimo, con glacial indiferencia, y tiró del cachicuerno que portaba en el cinturón, a la espalda, mientras se incorporaba—. Nadie sabe dónde estás, porque te habrás ocupado de que no te vean perseguir a unas familias para raposearles… ¡una cabra! Luego, si acabo con tu vida y me quedo tu caballo, que bien nos viene, ¿quién se enterará?

El miserable presentía su final. Tenía la cara desencajada. El adversario era más corpulento que él y se le adivinaba diestro con el cuchillo. Tragó saliva. Más valía claudicar.

—Te lo doy, pero consiente que me vaya en paz. No os volveré a molestar —prometió acobardado.

—El jamelgo puedo tomarlo cuando quiera —declaró el responsable de la caravana jugando, indolente, con las crines del animal, como si las examinara—. Veo que no eres tan bravo como pretende tu apellido. Sin embargo, has ido demasiado lejos, uno de los dos debe morir —anunció solemne.

A Brabo le temblaban las piernas, sólo tuvo que dejarse caer para hundir sus rodillas en el barrizal.

—¡Te ruego que me perdones! No ganarás nada con matarme —aseguraba en sollozos.

—Ganaría la seguridad de tu silencio. Pero, escúchame bien: tengo amigos, los mismos que me informaron sobre ti. Permitiré que te marches; mas, si nos procuras algún perjuicio, ellos se encargarán de matarte, de no ser posible hacerlo con mis propias manos. No lo olvides, pórtate como un hombre o te juro que perecerás como una sabandija. Coge tu caballo y, antes de que me arrepienta, ¡vete en mala hora!

No necesitó oír ni una palabra más. Saltó a la silla, ansioso por distanciarse de la muerte, a quien creyó haberle contemplado la faz a un palmo.

Las ramas desaguaban copiosas gotas todavía, pero el sol estaba radiante, como la cara de Gerónimo cuando, con las dos cabras, alcanzó a las carretas.

—¿Lo convenciste? —se interesó admirado Luis Molina, el dueño de los animales.

—Sí, pulsé la fibra que más congoja entrañaba para él. Con ello bastó, pero le guardaba otra alternativa —reconoció Gerónimo, enigmático.

Al final de esa jornada, la cuarta del duro viaje, debilitados y exhaustos, pudieron calentar ropas y cuerpos en la hoguera que, con las dificultades naturales de la leña húmeda, lograron prender, acampados cuando, por lejanía, ya no se distinguían las torres almenadas del cuerpo central del castillo que mandó construir el duque de Alba, a mediados del último tercio del siglo XV, en el pueblo de Granada, denominado Granadilla con posterioridad.

Al calor de la fogata, la severidad de la vida parecía atenuarse, más clemente. En particular, tras haber rellenado los estómagos con un poco de carne fresca, fruto de la incursión practicada por Gonzalo Cerezo y Luis Molina entre los matorrales de los sotos que les rodeaban, y de la que obtuvieron un par de hermosas liebres. Reducida cena para veintiocho personas, pero con pan duro y alguna verdura en la cazuela, si no se mataba, se entretenía la hambruna.

Francisco Oliva, enterado por boca de su yerno de lo acaecido con el deshonesto miembro de la Santa Hermandad, se temía las represalias de éste. Sentado junto al fuego en compañía de Antonio Crespo, Nicolás Cerezo y de Gerónimo, se preguntaba en voz alta:

—¿No vendrá a buscarnos con sus compinches, para tomarse la revancha?

Su yerno se apresuró a responder:

—Él actúa solo, sin testigos de la Hermandad. Se atreve por lo que intimida el uniforme, pero pierde el coraje en cuanto se le encara.

—Puede inculparnos con algún artificio para su desquite, por el escarmiento recibido —planteó Antonio.

—¿Con qué ardid? Tiene sobradas acusaciones en su contra como para arriesgarse —arguyó Gerónimo—. Además, ¿estarían dispuestos a seguirnos fuera de sus reinos?

Las mujeres, apartadas de la conversación, se repartían las tareas: unas fregaban y recogían en los carros las escudillas, cacerolas y demás bártulos empleados en la cena, con el consiguiente cacharreo de tiestos y latones, mientras otras, con ayuda de la hija del cabecilla de la caravana, Teresa Castaño, una mocita de doce años, vigilaban a los niños para que no se escabulleran del contorno o cayeran a las brasas, como había peligrado ya, por dos veces, la doble coronilla de pillastre de Gonzalito, emperrado en saltarse las ardientes ascuas. La única excepción era Francisca Torres, madre de Cecilio, que comprobaba la mejoría del brazo y le aplicaba un nuevo emplasto, bajo el cabestrillo, para rebajar la hinchazón.

El bracero, que se había accidentado a los dos días de camino, miraba complacido el trapajoso vendaje, ajeno a la proximidad del temible chicuelo, alejado del fuego a empellones; hasta que éste, en sus constantes brincos, tropezó y fue a dar con la mollera en el codo de la extremidad dolorida. Las maldiciones y reniegos de Cecilio, que juraba que, de no ser su sobrino, arrojaría gustoso a las llamas al endemoniado niño, se cruzaron con el desesperado llanto del zagal, que corrió a refugiarse entre las piernas del abuelo Nicolás, afirmando que era su tío quien le había golpeado a él.

La llantina abrió dos limpios surcos en el sucio rostro del arrapiezo, que se frotaba la cabeza con empeño. Pero mientras Francisca volvía a colocar la cataplasma y calmaba a Cecilio, que seguía protestando airado, Gonzalito ya se desinteresaba del percance y acometía otro asunto.

—Abuelo —dijo, chispeantes los ojos por las recientes lágrimas—, ¿por qué una de las mulas tiene una mancha blanca en la frente?

—¡Cómo! ¿No lo sabes? Esas manchas son luceros perdidos. Se extravían por niños como tú.

—¿Por qué? —preguntó, con el candor asomado al semblante.

—Escucha, porque lo que voy a contarte lo sabe muy poca gente: Dios crea las estrellas para rechazar a los demonios y alumbrar a los hombres en la noche. Cada una, cuando es creada, ocupa un lugar en el firmamento, pero ha de recorrer su camino sin equivocarse. ¿Ves aquellas que centellean? Viajan hasta el punto que Dios les ha preparado. Pero, como acaban de nacer, todo es nuevo para ellas, y si ven correr o saltar a una criatura tan traviesa como tú, olvidan su destino cautivadas y se pierden. Entonces, el Misericordioso, puesto que desean conocer las cosas de la Tierra, las coloca para siempre sobre la frente de algunos animales. Por esto, cuando veas a una de ésas, que relucen como al ritmo de latidos, estate muy quieto, pero mucho, para que no se distraigan por tu culpa.

La última advertencia acaso la oyera el niño desde el mundo de los sueños, recostado en el pecho del abuelo. Nicolás miró la bóveda celeste. En el cielo viajaban luceros perdidos… moriscos también.

Alonso Valle, el pastor de la sierra de la Alberca, hacía un año que rondaba a María Monforte y tres meses que ambos sustentaban su amor con citas clandestinas, en medio de peñascos y canchales.

Desde que los dos eran niños la veía con la madre por los senderos, cuando iban a recoger castañas, o por miel a los colmeneros vecinos. Pero entonces ella era una nena de nueve años, que le sonreía al pasar, y él un rapazuelo de once, metido a pastor, que enseguida silbaba a los animales para que bulleran a su llamada y deslumbrar a la niña con el dominio que tenía de ellos.

Seis inviernos después, María se había transformado en una mujer esbelta, de paso grácil y rasgos suaves, nada habitual en aquellos rigores de monte. Alonso, prendado, trató con el padre de ésta el pastoreo de sus cabras y, de este modo, obtuvo más ocasiones de recrearse con la dulzura de su presencia que las meras coincidencias en el campo.

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