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Authors: Jed Rubenfeld

Tags: #Novela, Policíaca, Histórica

La interpretación del asesinato (2 page)

BOOK: La interpretación del asesinato
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El Balmoral tenía diecisiete plantas; era mucho más alto y majestuoso que cualquier otro edificio de apartamentos, que cualquier edificio residencial levantado hasta el momento. Sus cuatro alas ocupaban toda una manzana urbana. Su vestíbulo, donde unas focas retozaban en una fuente romana, fulguraba con los mármoles de Carrara. En cada apartamento centelleaban las arañas de cristal de Murano. La vivienda más pequeña tenía ocho habitaciones; la más grande, catorce dormitorios, siete cuartos de baño, un señorial salón de baile de seis metros de altura, y un servicio completo de mayordomía y limpieza. La renta era apabullante: 495 dólares mensuales.

El propietario del Balmoral, el señor George Banwell, se hallaba en la envidiable situación de no poder perder dinero en su arriesgada empresa. Los inversores le habían adelantado seis millones de dólares para su construcción, de los cuales él no se había quedado ni un centavo, sino que los había traspasado escrupulosa e íntegramente a la cuenta de la empresa constructora, la American Steel and Fabrication Company. El propietario de esta compañía, sin embargo, era asimismo el señor George Banwell, y la construcción costó 4,2 millones de dólares. El 1 de enero de 1909, seis meses antes de la inauguración del Balmoral, el señor Banwell anunció que se habían ya alquilado todos los apartamentos menos dos, lo cual era una pura invención; pero se le creyó, y al cabo de tres semanas la mentira se hizo verdad. El señor Banwell había llegado a convertirse en un virtuoso en la gran verdad de que la propia verdad, como los edificios, podía construirse.

El exterior del Balmoral se adscribía a la escuela de las Bellas Artes en el ápice del barroquismo. Coronando la azotea se alzaba un cuarteto de arcos de hormigón de cuatro metros de altura, acristalados de arriba abajo, uno en cada esquina del cuadrilátero. Dado que estos vastos ventanales en arco daban a los cuatro dormitorios principales del ático del edificio, cualquiera que se hubiera apostado en los puntos apropiados de aquella azotea habría podido disfrutar de unas vistas interiores comprometidas de verdad. La noche del domingo 29 de agosto de 1909, lo que se veía a través del ventanal del Ala de Alabastro habría dejado a cualquiera de una pieza. Una esbelta mujer joven, de exquisitas proporciones, estaba de pie en el dormitorio, iluminado por una docena de titilantes velas, apenas vestida, con las muñecas atadas por encima de la cabeza y la garganta ceñida por otra atadura, una corbata masculina de seda blanca, que una fuerte mano iba apretando más y más, hasta la máxima tirantez, hasta empezar a ahogar a la mujer.

El cuerpo de la joven brillaba todo él en el calor insufrible de agosto. Sus largas piernas estaban desnudas, como sus brazos. Y sus hombros airosos casi desnudos. Su conciencia iba apagándose. Intentó hablar. Había una pregunta que debía hacer. La tenía en los labios; pero la perdió.

Y luego volvió a tenerla:

—Mi nombre —susurró—. ¿Cómo me llamo?

El doctor Freud, me tranquilizó comprobar, no tenía en absoluto aspecto de demente. Su semblante irradiaba autoridad; tenía una cabeza bien formada, y la barba en punta, pulcra, profesional. Medía entre un metro setenta y un metro setenta y cinco, y, aunque algo rollizo, se conservaba bastante recio y en forma para tener cincuenta y tres años. Llevaba un traje de excelente paño, con leontina y fular al estilo europeo. En conjunto, su aspecto era sobremanera saludable para un hombre que acababa de desembarcar después de una travesía marítima de una semana.

Sus ojos eran otra cuestión. Brill me había advertido sobre ellos. Mientras bajaba por la pasarela, los ojos de Freud tenían un aire aterrador, como si su dueño estuviera al borde de un estallido de ira. Acaso la calumnia que desde hacía tanto tiempo soportaba en Europa le había dejado el ceño fruncido a perpetuidad. O quizá no estaba contento de estar en Norteamérica. Seis meses atrás, cuando el señor Hall —presidente de la Universidad de Clark, y mi patrón— invitó por primera vez a Freud a visitar los Estados Unidos, nos dejó en la estacada. No supimos bien por qué. El señor Hall insistió, explicándole que la Universidad de Clark deseaba concederle el máximo honor académico, y hacer de él la figura central de las celebraciones de nuestro vigésimo aniversario, e invitarle a dar una serie de conferencias sobre psicoanálisis: las primeras que habría de pronunciar a este lado del Atlántico. Al final Freud aceptó. ¿Se arrepentía ahora de su decisión?

Todas estas especulaciones, vería muy pronto, carecían de fundamento. Al poner el pie en tierra firme, Freud encendió un cigarro —su primer acto en suelo norteamericano—, y en cuanto lo hizo su ceño se esfumó, y una sonrisa le iluminó el semblante, y toda su supuesta cólera desapareció como por ensalmo. Inhaló profundamente el humo del cigarro y miró a su alrededor, haciéndose cargo de las dimensiones del puerto y del caos que reinaba en él con una expresión divertida.

Brill saludó efusivamente a Freud. Se conocían de Europa. Brill incluso había estado en casa de Freud en Viena. Me había contado aquella velada —la encantadora casa vienesa llena de antigüedades, sus adorables y adorados hijos, las horas de conversación electrizante— tantas veces que me la sabía casi de memoria.

Surgió de la nada un enjambre de periodistas; se arremolinaron en torno a Freud, y le gritaron sus preguntas, la mayoría en alemán. Él respondió con buen humor, pero parecía perplejo ante el hecho de que una entrevista pudiera llevarse a cabo de forma tan poco ortodoxa. Al final Brill ahuyentó a los chicos de la prensa, y me hizo dar un paso hacia delante.

—Permítame —le dijo Brill a Freud— que le presente al doctor Stratham Younger, recién licenciado en la Universidad de Harvard, que actualmente da clases en Clark y que ha recibido el encargo de Hall de cuidar de usted durante su estancia de una semana en Nueva York. Younger es sin discusión el psicoanalista norteamericano con más talento del momento. Por supuesto, también es el único psicoanalista norteamericano.

—¿Cómo? —le dijo Freud a Brill—. ¿Usted no se considera psicoanalista, Abraham?

—No me considero norteamericano —le respondió Brill—. Soy uno de esos «norteamericanos con guión»
[1]
de Roosevelt, para los que según él no hay lugar en este país.

Freud se dirigió a mí:

—Siempre siento un gran deleite —dijo en un inglés excelente— al conocer a un nuevo miembro de nuestro pequeño movimiento, pero sobre todo aquí en Norteamérica, donde tengo puestas tantas esperanzas.

Me rogó que le agradeciera en su nombre al presidente Hall el honor que la Universidad de Clark había hecho a su persona.

—El honor es nuestro —le contesté yo—, pero me temo que mal puede calificárseme a mí de psicoanalista.

—No sea necio —dijo Brill—. Por supuesto que lo es.

Luego me presentó a los dos compañeros de viaje de Freud.

—Younger, le presento al eminente Sándor Ferenczi, de Budapest, cuyo nombre, en toda Europa, puede considerarse sinónimo de enfermedad mental. Y aquí tiene al aún más eminente Carl Jung, de Zurich, cuya
Dementia
llegará a conocerse un día en todo el mundo civilizado.

—Encantadísimo —dijo Ferenczi con un fuerte acento húngaro—. Muy encantado. Pero por favor ignore a Brill; todo el mundo lo hace, se lo aseguro.

Ferenczi era un tipo afable, de pelo rubio rojizo, que frisaba los cuarenta y llevaba un luminoso traje blanco. Se veía claramente que él y Brill eran íntimos amigos. El contraste físico entre ambos era harto singular. Brill era uno de los hombres más bajos que yo conocía, con los ojos muy juntos y la cabeza grande y plana por la coronilla. Ferenczi, por su parte, no era alto, pero tenía brazos largos, dedos largos, orejas largas, y unas grandes entradas que contribuían también a alargarle la cara.

Me gustó Ferenczi de inmediato, pero jamás había estrechado una mano que no ofreciera alguna resistencia; y ésta me ofreció menos, de hecho, que una pieza de carne de la carnicería. Resultaba embarazoso: dejó escapar un gritito y retiró los dedos como si se los hubiera estrujado. Me deshice en disculpas, pero él insistió en que se sentía muy feliz de «empezar a conocer sin tardanza las barreras norteamericanas», comentario ante el que no pude hacer otra cosa que asentir cortésmente con la cabeza.

Jung, que tendría unos treinta y cinco años, me produjo una impresión muy diferente. Medía más de un metro ochenta, y no sonreía. De ojos azules, pelo oscuro y nariz aguileña, tenía un pequeño bigote delgado como una línea, y una frente muy ancha; pensé que debía de resultar muy atractivo para las mujeres, aunque carecía de la soltura de Freud. Su mano era firme y fría como el acero. Tieso como una vara, bien podría haber sido un teniente de la Guardia Suiza, si exceptuábamos sus pequeños anteojos redondos de erudito. El afecto que tan a las claras mostró Brill por Freud y Ferenczi no se dejó entrever en absoluto cuando llegó el momento de darle la mano a Jung.

—¿Cómo ha ido la travesía, caballeros? —preguntó Brill. No podíamos ir a ninguna parte; teníamos que esperar los baúles de nuestros invitados—. ¿Demasiado agotadora?

—Estupenda —dijo Freud—. No va a creerme: uno de los camareros del barco estaba leyendo mi Psicopatologia de la vida cotidiana.

—¡No! —replicó Brill—. Seguro que fue Ferenczi quien le dio la idea…

—¿Que le di yo la idea? —exclamó al punto Ferenczi—. Yo no hice tal cosa…

Freud hizo caso omiso del comentario de Brill.

—Puede que haya sido el momento más gratificante de mi vida profesional, lo cual quizá no dice mucho en favor de mi vida profesional. El reconocimiento nos está llegando, amigos míos. El reconocimiento llega lento, pero seguro…

—¿Les ha llevado mucho la travesía, señor? —pregunté como un idiota.

—Una semana —respondió Freud—. Y la hemos pasado de la forma más productiva posible: nos hemos psicoanalizado los sueños unos a otros.

—Santo cielo —dijo Brill—. Me habría gustado estar con ustedes. ¿Cuáles fueron los resultados, por el amor de Dios?

—Bueno, en fin… —dijo Ferenczi—. El psicoanálisis es algo muy parecido a estar desnudo en público. En cuanto superas la humillación inicial, es bastante refrescante.

—Eso es lo que les digo a todos mis pacientes —dijo Brill—. Sobre todo a las mujeres. ¿Y qué me dice de usted, Jung? ¿La humillación también le pareció refrescante?

Jung, unos treinta centímetros más alto que Brill, bajó los ojos para mirarle como quien mira una muestra de laboratorio.

—No es en absoluto exacto —respondió— decir que nos hayamos psicoanalizado unos a otros.

—Muy cierto —ratificó Ferenczi—. Fue Freud el que nos psicoanalizó a nosotros dos, mientras Jung y yo nos medíamos con las espadas de la interpretación.

—¿Qué? —exclamó Brill—. ¿Quiere decir que ninguno se atrevió a psicoanalizar al Maestro?

—No se nos permitió a ninguno de los dos —dijo Jung, sin la menor inflexión de afecto.

—Sí, sí —dijo Freud con una sonrisa sagaz—. Pero todos me psicoanalizáis de arriba abajo en cuanto os doy la espalda. ¿No es cierto, Abraham?

—Por supuesto que lo hacemos —dijo Brill—, porque somos unos buenos hijos, y conocemos bien nuestro deber edípico.

En el apartamento desde el que se dominaba la ciudad, una serie de instrumentos descansaban sobre el lecho detrás de la mujer maniatada. De izquierda a derecha había una fusta de cuero negro de unos sesenta centímetros de longitud; tres bisturís ordenados de menor a mayor tamaño; y un pequeño vial medio lleno de un líquido claro. El agresor se quedó un instante pensativo y al cabo se decidió por uno de aquellos instrumentos.

Al ver la sombra de la cuchilla del hombre parpadear en la pared del fondo, la mujer sacudió la cabeza. De nuevo trató de gritar, pero la corbata que le atenazaba el cuello redujo su ruego a un susurro amortiguado.

Una voz baja le llegó desde detrás:

—¿Quieres que espere?

Ella asintió con la cabeza.

—No puedo. —Las muñecas de la víctima, cruzadas y suspendidas sobre su cabeza, eran tan delicadas, los dedos tan delgados y airosos, las largas piernas tan recatadas…— No puedo esperar.

La joven hizo una mueca de dolor, pues el más suave de los golpes le había herido el muslo desnudo. Un tajo de la cuchilla, que fue dejando una viva estela escarlata a lo largo de la piel. Gritó, con el espinazo curvado en un arco idéntico al de los enormes ventanales, y el pelo negro como el azabache le caía en cascada por la espalda. Un segundo tajo, en el otro muslo, y la joven gritó otra vez, con un tono más agudo.

—No. —La voz le amonestó con calma—. No grites. La joven no pudo sino sacudir la cabeza, sin comprender.

—Tienes que emitir un sonido diferente.

La joven volvió a sacudir la cabeza. Quería hablar, pero no podía.

—Sí, debes hacerlo. Sé que puedes. Te he dicho cómo. ¿No lo recuerdas? —La cuchilla volvía a descansar sobre la cama. En la pared del fondo, a la luz temblorosa de la vela, la joven vio cómo la sombra de la fusta de cuero se alzaba en el aire—. Deseas todo esto. Tiene que sonar como que deseas esto. Tienes que emitir ese tipo de sonido. —Suave, pero implacablemente, la seda que atenazaba el cuello de la joven fue tensándose más y más—. Hazlo.

Ella trató de hacer lo que se le ordenaba, gimiendo levemente: era el gemido de una mujer, un gemido suplicante, un gemido que jamás había emitido antes.

—Muy bien. Así.

Sujetando con una mano el extremo de la corbata blanca y con la otra el mando de la fusta de cuero, el agresor descargó la fusta sobre la espalda de la joven, que dejó escapar aquel sonido otra vez. Recibió otro latigazo, más fuerte. El vivo escozor hizo que la joven lanzara un grito; pero rectificó al instante y volvió a emitir el sonido que le había ordenado su agresor.

—Mejor.

El siguiente latigazo no le alcanzó la espalda sino un poco más abajo. La joven abrió la boca, pero en ese preciso instante la corbata le apretó aún más el cuello, y sintió que se ahogaba. El ahogo, a su vez, hizo que su gemido tuviera un timbre más auténtico, más quebrado, efecto que claramente complació a quien la estaba torturando. Un nuevo latigazo, y otro, y otro, más ruidoso y más rápido, castigó las partes más blandas del cuerpo de la víctima, y le desgarró la ropa, y dejó en su piel blanca marcas ardientes. A cada latigazo, pese al dolor lacerante, la joven gemía como el hombre le había dicho que lo hiciera, y los gemidos le salían cada vez con más fuerza y rapidez.

BOOK: La interpretación del asesinato
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