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Authors: Markus Zusak

Tags: #Drama, Infantil y juvenil

La ladrona de libros (3 page)

BOOK: La ladrona de libros
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Unos se abalanzan sobre los otros. La rúbrica negra garabateada sobre el cegador blanco que todo lo ocupa, apoyado en el espeso y meloso rojo.

Vi a la ladrona de libros en tres ocasiones.

Sí, la recuerdo a menudo y conservo su historia en uno de mis múltiples bolsillos para contarla una y otra vez. Es una más de la pequeña legión que llevo conmigo, cada una de ellas extraordinarias a su modo. Todas son un intento, un extraordinario intento de demostrarme que vosotros, y la existencia humana, valéis la pena.

Aquí está. Una más entre tantas.

La ladrona de libros.

Si te apetece, ven conmigo. Te contaré una historia.

Te mostraré algo.

PRIMERA PARTE

Manual del sepulturero

Presenta:

Himmelstrasse — el arte de ser una
saumensch
— una mujer con puño de hierro — un beso frustrado —Jesse Owens — papel de lija — el aroma de la amistad — una campeona de peso pesado — y la madre de todos los
watschens

Llegada a Himmelstrasse

La última vez.

Ese cielo rojo…

¿Qué hace una ladrona de libros para acabar de rodillas y dando alaridos en medio de una montaña de escombros, absurdos, grasientos, calcinados, levantados por el hombre?

Todo comenzó con la nieve. Años atrás.

Había llegado la hora. La hora de alguien.

UN MOMENTO TERRIBLEMENTE

TRÁGICO

Un tren avanzaba a toda máquina.

Estaba atestado de humanos.

Un niño de seis años murió en el tercer vagón.

La ladrona de libros y su hermano se dirigían a Munich, donde los iba a acoger una familia. Pero ahora ya sabemos que el niño no llegó.

CÓMO OCURRIÓ

Sufrió un violento ataque de tos.

Un ataque casi «inspirado».

Y poco después, nada.

Cuando la tos se apagó, no quedaba más que la vacuidad de la vida arrastrando los pies para seguir su camino, o dando un tirón casi inaudible. De repente, una exhalación se abrió paso hasta sus labios, que eran de color marrón corroído y se pelaban como la pintura vieja. Necesitaban urgentemente una nueva mano.

La madre dormía.

Subí al tren.

Fui esquivando los cuerpos por el pasillo abarrotado y en un instante la palma de mi mano estaba ya sobre su boca.

Nadie se dio cuenta.

El tren seguía la marcha.

Excepto la niña.

Con un ojo abierto y el otro todavía soñando, la ladrona de libros —también conocida como Liesel Meminger— entendió que su hermano pequeño, Werner, había muerto.

El niño tenía los ojos azules clavados en el suelo.

No veía nada.

Antes de despertarse, la ladrona de libros estaba soñando con el Führer, Adolf Hitler. En el sueño, la niña había acudido a uno de sus mítines y estaba concentrada en la raya del pelo de color mortecino y en el perfecto bigote cuadrado. Escuchaba con atención el torrente de palabras que irrumpían de su boca. Las frases brillaban. En un momento de menos bullicio, se agachó y le sonrió. Ella le devolvió la sonrisa y dijo:
Guten Tag, Herr Führer. Wie geht’s dir heut?
No sabía hablar muy bien, ni siquiera leer, pues había ido poco al colegio. Descubriría la razón de eso a su debido tiempo.

En el justo momento en que el Führer estaba a punto de responder, se despertó.

Era enero de 1939. Tenía nueve años y pronto cumpliría diez.

Su hermano estaba muerto.

Un ojo abierto.

El otro soñando.

Habría sido mejor que hubiera podido acabar el sueño, pero no poseo control alguno sobre los sueños.

El segundo ojo se despertó de golpe y me vio, no hay duda. Fue justo cuando me arrodillé y arrebaté el alma a su hermano, mientras la sostenía, exangüe, entre mis brazos hinchados. Poco después entró en calor, pero en el momento de cogerlo el espíritu del crío estaba blando y frío, como un helado. Empezó a derretirse en mis manos, aunque luego recobró el calor. Se estaba recuperando.

En cuanto a Liesel Meminger, tuvo que hacer frente a la rigidez de sus movimientos y a la embestida de sus pensamientos desconcertados.
Es stimmt nicht
. No está pasando. No puede estar pasando.

Y el temblor.

¿Por qué siempre se ponen a temblar?

Sí, ya sé, ya sé, supongo que tiene que ver con el instinto, para detener la irrupción de la verdad. En esos momentos, su corazón parecía escurrirse, estaba acalorado y latía muy fuerte, muy, muy fuerte.

Me quedé mirando como una imbécil.

Lo siguiente: la madre.

La niña la despertó con el mismo temblor angustiado.

Si no te lo puedes imaginar piensa en un silencio extraño. Piensa en retazos de desesperación flotando por todas partes, inundando un tren.

Había nevado mucho y el tren a Munich se había detenido a causa de los desperfectos en la vía. Una mujer lloraba desconsolada. Una niña aturdida estaba a su lado.

La madre abrió la puerta, presa del pánico.

Saltó a la nieve, con el pequeño cuerpo en los brazos.

¿Qué iba a hacer la niña sino seguirla?

También bajaron del tren dos guardias. Analizaron la situación y discutieron qué hacer. Un momento embarazoso, cuando menos. Al final decidieron que lo mejor sería llevarlos hasta el siguiente pueblo y dejarlos allí.

Ahora el tren avanzaba a trompicones por un terreno cubierto de nieve.

Se tambaleó y después frenó.

Bajaron al andén, la madre llevaba el cadáver en brazos.

Allí se quedaron.

El niño pesaba cada vez más.

Liesel no sabía dónde estaba. Todo era blanco, y durante el tiempo que estuvieron en la estación sólo podía ver las letras descoloridas del letrero que había delante de ella. En ese pueblo que para Liesel no tenía nombre, dos días después enterraron a su hermano Werner. Al funeral acudieron un sacerdote y dos sepultureros temblando de frío.

UNA OBSERVACIÓN

Una pareja de guardias.

Un par de sepultureros.

A la hora de la verdad, uno dio las órdenes.

El otro obedeció.

La cuestión es: ¿qué pasa cuando el otro es más de uno?

Errores, errores, a veces parece que no hago más que cometer errores.

Durante ese par de días me dediqué a mis cosas. Viajé por todo el mundo como siempre, acompañando las almas hasta la cinta transportadora de la eternidad. Las observaba avanzar poco a poco, sin oponer resistencia. Varías veces me dije que debía mantenerme a distancia del entierro del hermano de Liesel Meminger, pero no seguí mi propio consejo.

Mientras me acercaba, a kilómetros de distancia ya podía ver al pequeño grupo de humanos tiritando en el páramo nevado. El cementerio me dio la bienvenida como a un amigo y poco después me reuní con ellos. Los saludé con una inclinación de cabeza.

A la izquierda de Liesel, los sepultureros se frotaban las manos y se quejaban de la nieve y las condiciones en que tenían que trabajar. «Es duro cavar en el hielo», y expresiones por el estilo. Uno de ellos no tendría más de catorce años. Un aprendiz. Cuando se iba, al cabo de unos cuantos pasos, se le cayó un libro negro del bolsillo del abrigo sin que se diera cuenta.

Unos minutos después, la madre de Liesel también se marchó, acompañada del sacerdote, al que dio las gracias por la ceremonia.

La niña, en cambio, se quedó.

Sus rodillas se hundieron en el suelo. Había llegado su momento.

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