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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

La luna de papel (4 page)

BOOK: La luna de papel
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—¿Guapa?

—No es el adjetivo apropiado, pero yo diría que sí.

Tommaseo se relamió los labios.

—¿Cuándo podré… interrogarla?

—Mañana sobre las diez y media la acompaño a su despacho de Montelusa. ¿Le parece bien? Yo, por desgracia, a las once estoy citado con el jefe superior.

—No se preocupe, vaya tranquilo. —Y volvió a relamerse. Se acercó Pasquano—. ¿Y bien? —le preguntó.

—¿Y bien qué? ¿Acaso no lo ha visto usted mismo? Le pegaron un tiro en la cara. Uno solo. Fue suficiente.

—¿Sabe cuánto tiempo lleva muerto? —preguntó el comisario. Pasquano lo miró con expresión ceñuda y no contestó—. A ojo —puntualizó.

—¿A qué día estamos hoy?

—A jueves.

—Pues a ojo yo diría que le pegaron el tiro el lunes a primera hora de la noche.

—¿Y nada más? —terció Tommaseo, decepcionado.

—No creo que haya heridas de lanza o bumerán —replicó Pasquano en tono desabrido.

—No, no; yo me refería al hecho de que su miembro…

—Ah, ¿eso? Quiere saber por qué lo tenía fuera, ¿no? Acababa de terminar un acto sexual.

—¿Dice que lo sorprendieron cuando acababa de masturbarse y lo mataron?

—Yo no he hablado de masturbación. Pudo ser un acto de sexo oral.

Los ojos de Tommaseo empezaron a brillar como los de un gato. Con esas cosas se divertía, disfrutaba, se lo pasaba bomba.

—¿Usted cree? Pues entonces, la asesina le pegó un tiro nada más terminar de…

—¿Por qué una asesina? —preguntó Pasquano, que ya no parecía enfadado y empezaba a divertirse—. Pudo ser muy bien una relación homosexual.

—Es cierto —admitió a regañadientes Tommaseo. Era evidente que la hipótesis masculina no le gustaba.

—Además, no está claro que fuese sólo una relación oral.

Pasquano había arrojado el anzuelo y el otro picó enseguida.

—¿Usted cree?

—Pues sí. Puede que la mujer, admitamos como hipótesis que fuera una mujer, estuviese sentada a horcajadas sobre él.

Los ojos de Tommaseo se habían vuelto completamente gatunos.

—¡Es cierto! Y la mujer, mientras le daba placer y lo miraba a los ojos, ya tenía en la mano el arma que…

—Perdone, pero ¿por qué ella miraba a los ojos a su víctima? —lo interrumpió Pasquano con cara de serafín.

Montalbano pensó que no conseguiría aguantar aquella tomadura de pelo y tendría que echarse a reír.

—¡No podría ser de otra manera, dada la posición! —replicó Tommaseo.

—Pero es que no estamos seguros de que la posición fuera ésa.

—Pero si usted mismo acaba de decir que…

—Mire,
dottor
Tommaseo, la mujer pudo colocarse perfectamente a horcajadas, pero no sabemos cómo, si de cara o de espaldas a él.

—Muy cierto.

—En el segundo caso, no habría podido mirarlo a los ojos, ¿no le parece? Y entre otras cosas, en semejante posición el único problema del hombre habría sido el de la elección. Bueno, yo me voy. Buenas noches. Ya les diré algo.

—¡Pues no! ¡Usted tiene que explicarse mejor! ¿Qué significa el problema de la elección? —preguntó Tommaseo, apretando el paso tras él.

Se perdieron en medio de la oscuridad. Montalbano se acercó a Fazio.

—¿Los de la Científica se han extraviado?

—Están a punto de llegar.

—Oye, yo me marcho a Marinella. Tú quédate aquí. Nos vemos mañana en el despacho.

Llegó a tiempo para los últimos telediarios locales. Como es natural, nadie sabía aún nada acerca de la muerte de Angelo Pardo. Pero ambas cadenas, Televigata y Retelibera, seguían informando acerca de otra muerte, ésta sí excelente.

Hacia las ocho de la tarde de la víspera, miércoles, el honorable Armando Riccobono fue a ver a su compañero de partido el senador Stefano Nicotra, que llevaba cinco días en su casa de campo, entre Vigàta y Montereale, disfrutando de un pequeño descanso después de una intensa actividad política. Habían hablado por teléfono el domingo por la mañana y acordado reunirse el miércoles por la tarde.

Septuagenario, viudo y sin hijos, el senador Nicotra era una especie de gloria local y patriótica. Una vez ministro de Agricultura y dos veces subsecretario, había navegado hábilmente entre todas las corrientes de la antigua Democracia Cristiana, consiguiendo permanecer a flote incluso en medio de las más espantosas tempestades. Durante el desbarajuste del huracán de Manos Limpias se transformó en un submarino, navegando bajo el agua a nivel de periscopio. Emergió a la superficie sólo cuando vislumbró la posibilidad de echar el ancla en un puerto seguro: el recién construido por un ex especulador inmobiliario milanés convertido en propietario de las tres principales cadenas de televisión privadas italianas y después diputado, jefe de un partido personal y primer ministro. A Nicotra lo acompañaron otros supervivientes del gran naufragio: Armando Riccobono era uno de ellos.

Al llegar al chalet, el honorable se pasó un buen rato llamando a la puerta sin obtener respuesta. Alarmado, porque sabía que el senador estaba solo, rodeó la casa y, a través de una ventana, vio a su amigo en el suelo, muerto o desmayado. Puesto que la edad no le permitía saltar por la ventana y entrar, pidió ayuda a través del móvil.

En resumen, el senador había sido, tal como se dice en estilo periodístico, «abatido por un infarto» la misma noche del domingo en que habló con el honorable Riccobono. Nadie fue a verlo el lunes y tampoco el martes: él mismo le había dicho a su secretario que quería estar tranquilo y que, de todos modos, pensaba desconectar el teléfono. En caso de que necesitara algo, ya daría señales de vida. Televigata, a través de la boca de culo de gallina de su comentarista político Pippo Ragonese, estaba explicando a la ciudad y al mundo la gran conmoción que había provocado en toda Italia la desaparición del eminente político. El jefe de Gobierno, el mismo a cuyo partido el senador se había pasado tras liar el petate, había enviado un telegrama de condolencia a la familia.

—¿A cuál? —se preguntó Montalbano.

Era bien sabido que el senador no tenía familia. Y habría sido excesivo suponer, mejor aún, cabía descartarlo sin más, que el jefe de Gobierno hubiera enviado un telegrama de condolencia a la familia mafiosa de los Signara, con la cual el senador parecía haber mantenido y seguir manteniendo unos largos y provechosos pero jamás demostrados vínculos.

Pippo Ragonese terminó diciendo que el solemne funeral se celebraría al día siguiente, viernes, en Montelusa.

Cuando apagó el televisor, el comisario se dio cuenta de que no le apetecía comer nada. Se sentó un rato en la galería a disfrutar de la fresca brisa del mar y después se fue a dormir.

A las siete y media sonó el despertador y Montalbano se levantó de un salto, como disparado por un muelle. No eran ni siquiera las ocho cuando sonó el teléfono.

—¡
Dottori
, ah,
dottori
! ¡Ahora mismo lo ha llamado el
dottor
Latte con ese al final!

—¿Qué quería?

—Dice que, como esta mañana se cilebra la cirimimonia funibria por el senador que murió y como el siñor jefe supirior tiene que estar presente personalmente en persona en la susudicha funibria, el siñor jefe supirior no podrá recibir a usía como había quedado. ¿Lo he dicho claro?

—Clarísimo, Catarè.

El día era bueno, pero al colgar se le antojó auténticamente celestial. La perspectiva de no tener que reunirse con Bonetti-Alderighi casi lo idiotizó de alegría, hasta el extremo de inducirlo a componer un dístico absolutamente indigno tanto desde el punto de vista de la inteligencia como de la métrica:

Un senador muerto al día

te quita al jefe de encima.

Michela le había dicho que Emilio Sclafani, profesor de Griego, enseñaba en el Liceo de Letras de Montelusa; por consiguiente, a diario se iba con su coche a dar clase. Por tanto, cuando hacia las ocho cuarenta llamó al timbre del sexto piso del número 18 de via Autonomia Siciliana, Montalbano tenía la razonable certeza de que la señora Elena, la esposa del profesor y amante del difunto Angelo Pardo, estaría sola en casa. Pero el caso fue que a su llamada no contestó nadie. Volvió a intentarlo. Nada. Empezó a preocuparse, a ver si la señora le había pedido a su marido que la llevara a Montelusa. Llamó por tercera vez. Soltando maldiciones, dio media vuelta en dirección a la escalera cuando, de pronto, una voz femenina procedente del interior del apartamento preguntó:

—¿Quién es?

Ésa no es una pregunta a la cual siempre resulte fácil contestar. En primer lugar, porque puede ocurrir que quien deba responder sea víctima en ese instante de una momentánea pérdida de identidad, y, en segundo, porque no siempre el hecho de decir quién se es facilita las cosas.

—Administración —contestó.

«En las llamadas sociedades civiles siempre hay un administrador que te administra», pensó Montalbano. Puede ser el administrador de la comunidad de propietarios o el de la justicia; esencialmente es lo mismo porque lo importante es que existe, que está ahí, y que te administra con más o menos cuidado o disimulo, listo para obligarte a pagar el error que tal vez ignoras haber cometido. Algo sabía de eso Joseph K., el de Kafka.

Se abrió la puerta y apareció una guapa y rubia treintañera envuelta en un absurdo quimono, con un enojado mohín en los labios rojo fuego sin asomo de carmín y unos adormilados ojos azul claro. Se había levantado para ir a abrir y conservaba todavía el penetrante olor de la cama. El comisario se sintió ligeramente incómodo, pues, por si fuese poco, la mujer era más alta que él incluso a pesar de ir descalza.

—¿Qué quiere? —Su tono reflejó que no tenía intención de perder el tiempo y estaba deseando regresar a la cama.

—Policía. Soy el comisario Montalbano. Buenos días. ¿Es usted la señora Elena Sclafani?

Ella palideció y se echó hacia atrás.

—Oh, Dios mío, ¿le ha pasado algo a mi marido?

Montalbano se sorprendió; no se lo esperaba.

—¿A su marido? No. ¿Por qué?

—Porque cada mañana que sube al coche para ir a Montelusa, yo… Es que no sabe conducir… Desde que nos casamos hace cuatro años ha sufrido unos diez accidentes de poca importancia, y entonces…

—Señora, no he venido para hablarle de su marido sino de otro hombre. Y tengo muchas cosas que preguntarle. Quizá será mejor que entremos.

Ella se apartó y lo condujo a un saloncito pequeño pero bastante elegante.

—Siéntese, vuelvo enseguida.

Tardó diez minutos en vestirse. Regresó con blusa y falda ligeramente por encima de la rodilla, zapatos de tacón y cabello recogido en un moño. Se sentó en una butaca de cara al comisario. No daba muestras de curiosidad ni de la menor preocupación.

—¿Le apetece un café?

—Si lo tiene preparado…

—No, pero lo hago ahora mismo. Lo necesito; yo, si por la mañana no me bebo una taza de café, no conecto.

—La comprendo muy bien.

La oyó trajinar en la cocina. Sonó el teléfono y ella contestó. Regresó con el café, cada cual puso azúcar en su taza y no hablaron hasta que terminaron de beber.

—Me ha llamado mi marido. Para decirme que estaba a punto de empezar la clase. Lo hace todos los días para tranquilizarme, para que sepa que todo ha ido bien.

—¿Puedo fumar? —preguntó Montalbano.

—Claro. Yo también fumo. Bueno, pues —dijo Elena, apoyando la espalda contra el respaldo de la butaca, con el cigarrillo encendido entre los dedos—. ¿Qué lío ha montado ahora Angelo?

Montalbano la miró estupefacto. Llevaba un cuarto de hora tratando de encontrar la mejor manera de plantear el tema del amante de la mujer, ¿y ésta le salía ahora con una pregunta tan explícita?

—¿Cómo ha adivinado que…?

—Mire, comisario, en mi vida hay dos hombres actualmente. Usted ha puntualizado que no ha venido para hablarme de mi marido, por consiguiente, sólo puede estar aquí por Angelo. ¿Es así?

—En efecto, es así. Pero, antes de seguir adelante, quisiera que me explicara un adverbio: actualmente. ¿Qué significa?

Elena sonrió. Tenía unos dientes blanquísimos, de joven animal salvaje.

—Significa que ahora mismo tengo a Emilio, mi marido, y a Angelo. Pero, por regla general, sólo tengo a uno: Emilio.

Mientras Montalbano reflexionaba acerca del sentido de aquellas palabras, Elena preguntó:

—¿Conoce a mi marido?

—No.

—Es una persona extraordinaria, buena, inteligente, comprensiva. Yo tengo veintinueve años y él sesenta. Podría ser mi padre. Lo amo. Y procuro serle fiel. Procuro, pero no siempre lo consigo. Como ve, le estoy hablando con absoluta sinceridad, aun antes de conocer el motivo de su visita. Por cierto, ¿quién le ha hablado de mí y de Angelo?

—Michela Pardo.

—Ah.

Apagó el cigarrillo en el cenicero y encendió otro. Ahora una arruga le fruncía la hermosa frente. Estaba pensando con gran concentración. Aparte de guapa, debía de ser muy inteligente. De pronto, junto a los labios aparecieron dos arrugas.

—¿Qué le ha ocurrido a Angelo?

Lo había adivinado.

—Ha muerto.

Vibró como por efecto de una fuerte descarga eléctrica y cerró los ojos.

—¿Lo han matado?

Estaba llorando muy quedo, sin sollozos.

—¿Por qué piensa en un crimen?

—Porque si hubiera sido un accidente o una muerte natural, un comisario no se habría presentado a las ocho y media de la mañana para interrogar a la amante del muerto.

Para quitarse el sombrero.

—Sí, lo han matado.

—¿Anoche?

—Lo descubrimos ayer, pero el fallecimiento se remonta al lunes por la noche.

—¿Cómo?

—De un disparo.

—¿Dónde?

—En la cara.

Ella se sobresaltó y tembló como a causa de un escalofrío.

—No; quería decir que dónde ocurrió.

—En su casa. ¿Usted conoce el cuarto que tenía en la azotea?

—Sí. Una vez me lo enseñó.

—Mire, señora, tengo que hacerle algunas preguntas.

—Estoy a su disposición.

—¿Su marido lo sabía?

—¿Lo de mi relación con Angelo? Sí.

—¿Se lo había dicho usted?

—Sí. Jamás le he ocultado nada.

—¿Estaba celoso?

—Por supuesto que sí. Pero sabía dominarse. Por otra parte, Angelo no era el primero.

—¿Dónde se veían ustedes?

—En su casa.

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