Read La monja que perdió la cabeza Online

Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

La monja que perdió la cabeza (21 page)

BOOK: La monja que perdió la cabeza
8.86Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Incluso yo, desde el aparcamiento de Floridablanca hasta el de Via Laietana, conduje un poco más imprudentemente que de costumbre, para demostrarme que no me acojonaba tan fácilmente. Yo no era uno más de aquella riada de Seats, monovolúmenes, Citroëns, furgonetas, todoterrenos, Audis, Harleydavidsons de depósito de color granate, limusinas, autobuses, taxis, bicicletas, camiones, motomensacas, coches anuncio y tráilers. Yo era el más importante. El protagonista de mi vida.

Soriano me estaba esperando en su despacho, con el comisario Palop sentado en un rincón, como de visita.

—Mosén Valero —dijo, al entrar.

—Mosén Valero, como usted suponía —dijo Soriano acusador.

—¿Como yo suponía?

—No se haga el tonto, joder. Envió a su ayudante de la agencia a buscar a ese cura, a su casa y a la parroquia. Le estaba buscando desesperadamente, no me diga que le pilla de sorpresa.

Me encanta que me atribuyan más inteligencia de la que tengo. Incluso ha corrido el rumor de que soy superdotado. Bueno, eso da contenido a mis peticiones de aumento de sueldo.

—Explíquese —dijo el jefe de Homicidios.

—Podemos explicarlo a dúo. No tengo todos los datos.

—Empiece usted.

Le dediqué mi discurso a Palop.

—Eulalia no salía nunca del convento, no había manera de simular una desaparición natural, por ejemplo, en el curso de una visita al médico, en el trayecto de ida y vuelta, cualquier cosa que al menos pudiera haber creado la duda de que podía tratarse de una huida voluntaria. Los secuestradores tenían que entrar en el convento para llevarse a Eulalia y, para eso, necesitaban a un cómplice dentro. Sobre todo, para indicarles cuál era la celda de Eulalia, pero también para asegurarse de que la ventana de la celda estaría abierta y, posiblemente, para administrarle un somnífero que garantizara que la monja no se despertaría cuando entrasen por allí y le rompieran las piernas. Quizá le administraron algún alucinógeno, que provocó los delirios de demonios que la perseguían, levitaciones y cosas por el estilo. Este cómplice de dentro no podía ser la priora Juana, ni cualquiera de las hermanas, porque les habría sido más fácil abrir la puerta a los secuestradores. Tanto de entrada como de salida, y ellos se habrían ahorrado trepar por cañerías con el riesgo de partirse la cabeza. Lo más lógico es que fuera uno de los sacerdotes.

—¿Cómo sabe eso de las cañerías y…? —preguntó Soriano, suspicaz.

—Usted mismo lo dice siempre —sonreí—. Lo sé todo. O casi todo. Y ahora, cuénteme usted la muerte del sacerdote.

Información a cambio de información, a esto se le llama cambiar cromos.

—Suicidio.

—Vale.

Soriano callaba, enigmático y provocativo. De modo que tuve que continuar sirviéndome yo mismo.

—Faldas —dije—. Le gustaban las mujeres. Putero.

Le dejé maravillado, de piedra. Y, en su rincón, Palop sonreía plácidamente. Confirmaba que yo era un superdotado. Coeficiente intelectual de 150 como mínimo. Y yo, encantado de la vida, claro.

—Un vídeo de una orgía —soltó por fin Soriano, como si claudicara—. El cura borracho y a cien. No sabía dónde mirar. No daba abasto. Tres mujeres. Dos de ellas, con toda probabilidad, por el aspecto, son menores de edad. La otra, una negra adulta, pero a ésta nunca se le ve la cara, el vídeo está editado. Incluso ha dejado una nota de suicidio: «No tengo perdón, no puedo soportarlo», y el vídeo en marcha, para que todo el mundo le viera pecando, como una especie de penitencia pública.

—¿Ha salido en los periódicos la noticia del descubrimiento de los pies? ¿Es posible que el padre Valero lo leyera?

Intervino Palop, desde su rincón:

—Esto ya no lo hemos podido parar, ni nosotros ni el juzgado. Ha salido a mediodía, en la tele, en uno de estos programas escabrosos. «¡Ya se ha identificado el cadáver de la negra! Es una monja de clausura.» Ahora ya no hay quien pare el escándalo. Cabe suponer que el cura ha oído la noticia y le han apabullado los remordimientos y se ha matado.

—Cuando pactó con los secuestradores, no podía imaginarse que querían a Eulalia para matarla en un ritual satánico —añadió Soriano, para demostrar que no se le escapaba ni una.

—Ah —dije—. De modo que se trataba de un ritual satánico.

—Qué si no —dijo él, incapaz de captar la ironía.

—Cabe suponer —dije— que le extorsionaron. Le tendieron una trampa. Alcohol, menores, una orgía y todo grabado en vídeo. «Si no nos ayuda, el mundo entero verá este espectáculo denigrante.» El padre Valero haría cualquier cosa para evitar el escándalo y la cárcel. —Hice una pausa y continué con reflexiones gratuitas—: El sacerdote que descubre sus aficiones prohibidas cuando ya es demasiado tarde. Tanta represión acumulada, tantas ganas de follar reprimidas… como si llevara dentro un polvorín al que sólo hace falta aplicar el estímulo de una discreta llama para conseguir una explosión devastadora. Y resulta que de pronto todo se le vuelve en contra y le obligan a participar en un secuestro. Se cree, porque se la quiere creer, la historia que le cuentan; posiblemente le dicen que sólo se trata de pedir un rescate, que nadie va a sufrir ningún daño, y poco después descubre que todo ha terminado en asesinato y descuartizamiento. No puede soportarlo y se cuelga.

—¿Cómo sabe que se colgó, Esquius? —Soriano se mostraba suspicaz. Igual pensaba que le había matado yo—. Yo no se lo he dicho.

—No me parece posible que se matara de un tiro, porque los sacerdotes no acostumbran a disponer de armas de fuego. Con el tubo de escape del coche, tampoco, porque es algo que exige mucha preparación, y tener coche. Cortarse las venas es casi obsceno. Colgado, sí. Además, él era de pueblo y éste es el método típico del mundo rural.

A Palop se le escapó una carcajada y Soriano me compensó con una risita mezquina, «ja ja ja, muy listo».

—Ahora, supongo que estarán buscando a las chicas de la orgía —añadí, como si nada.

—Efectivamente.

—Una es negra.

—Efectivamente. Pero a ésa no se le ve la cara, ya se lo he dicho.

—Porque era el cebo —reflexioné en voz alta—. Seguramente era ruandesa…

—¿Cómo quiere que lo sepa?

—Y, de Querétaro, ¿qué saben?

—Aún nada. La policía de Texas está trabajando.

—Y ¿de los ruandeses? —Soriano y Palop hicieron sendas muecas de ignorancia—. ¿Qué hay de Eleuterio Bernaola?

Pausa. Glups. Ambos tragaron saliva. Se miraban. ¿Se lo dices tú o se lo digo yo?. Por fin, Palop, haciéndome un favor:

—El gabinete de abogados del señor Eleuterio Bernaola es el consulado honorario de Ruanda en Barcelona. Tienen intereses en Ruanda. Ya lo hemos investigado. Nada que decir. Absolutamente nada que decir.

—¿No estará relacionado con la importación de estaño que la Generalitat está negociando con el gobierno de Ruanda?

—No. Eso lo llevan desde la embajada de París.

—¿Entonces…?

—Entonces, Esquius, nada. Por ese lado, no hay nada que decir.

—¿Podría ser que a mosén Valero le hubieran asesinado?

Palop y Soriano negaban con la cabeza. Pero Soriano dijo:

—Estamos esperando el resultado de la autopsia y el informe del forense.

—Y, hablando de autopsias —recordé—, ¿ya tienen el resultado de la que se le hizo a Gracián?

—Sí. Aún no hemos recibido el informe, pero hablamos con el forense por teléfono.

—¿Y?

—Nada nuevo. No le pegaron una paliza. En todo caso, lo levantaron en brazos y lo tiraron por encima de la barandilla.

—¿Cuándo es el entierro?

—Pasado mañana, miércoles. A la una del mediodía. Cementerio de Les Corts.

* * *

Escena 2

El coche me llevó solo a casa.

Cuando arrancaba, en el aparcamiento, se me había ocurrido que podría ir a visitar a Ana y acabar lo que habíamos dejado pendiente, pero enseguida me distraje mirando la hoja del periódico, la noticia de las torturas en Abu Graib, el artículo reivindicando la figura de Jesús Gil, el anuncio de la inmobiliaria y el de la Dirección General de Tráfico, coche destrozado, estampa gore. Y puse la primera, y salí a la calle, e iba pensando y pensando, sólo con medio cerebro atento a los semáforos y a los peatones, mientras la otra mitad intentaba descifrar el enigma. Aquella página le había resultado lo bastante interesante a Querétaro como para guardársela furtivamente sin darle ninguna explicación a Ana, pero al día siguiente la había tirado a la papelera. Aquello me inducía a pensar que lo importante no era el contenido de un texto sino una utilización concreta. Una vez utilizado lo que necesitaba, aquello ya no servía para nada. También pensé que Querétaro había abandonado el hotel Colón pero aún continuaba en Barcelona (si es que era él el autor del incendio del hotel Campanudo), y aquello significaba que había tenido que cambiar de domicilio.

Por lo tanto, lo importante sólo podía ser el anuncio de la inmobiliaria.

DELUXE FINCAS BCN

Venta y alquiler de

Casas y Mansiones

exclusivas y de Alto Standing

en Barcelona.

Y, cuando quise darme cuenta, me estaba metiendo en el aparcamiento de delante de casa, donde tengo alquilada una plaza fija.

Camino de casa, mientras cruzaba la Gran Vía, marqué el número de móvil de mi hija Mónica. Cada vez que podía pensar en ella me carcomía la angustia.

—¿Mónica?

—¿Papá?

—Sí.

—Déjame en paz, ¿quieres?

Cortó la comunicación sin esperar mi respuesta. Insistí, pero había desconectado el aparato.

De buena gana habría tirado el móvil por la ventanilla del coche. Me la imaginé en su piso, sola e indignada, y me asaltó la tentación de pasar a visitarla. Habría sido peor, claro. Ya me lo había dicho Oriol después de mi primera metedura de pata: «No la persigas, papá. Tiene que salir de ella. Ella tiene que dar el primer paso.» Pensé aquello que todo padre políticamente incorrecto piensa alguna vez en su vida: «Un par de bofetadas bien dadas…»

En casa, me esperaba Fatmire.

Estaba viendo uno de sus programas de telebasura. Una mujer que afirmaba que quería separarse de su marido porque éste no podía resistirse a una oferta de rebajas y compraba continuamente las cosas más insólitas. Le estaba llenando la casa de pañales (cuando sus hijos ya eran mayores, pero no lo bastante mayores como para haberles dado nietos), o de docenas y docenas de botellas de leche hidratante, o de cuberterías de acero inoxidable. Ahora, había empezado a esconder las cosas que adquiría, para que ella no le riñera, y la pobre mujer se encontraba una remesa de mitones de conductor de automóvil escondida en un armario, detrás de las toallas, o un paquete con quinientas cargas de bolígrafo en el fondo de un cajón.

No obstante, a Fatmire no le parecía divertido.

Y a mí no se me ocurría qué decir.

Aquella chica no podía quedarse en mi casa para siempre (pensaba).

Y había venido para follar, como se les supone a las putas, y ya había follado (pienso que pensaba ella). Ya no tenía sentido que siguiera entre aquellas cuatro paredes. Ni ella querría estar ahí indefinidamente, ni yo quería que estuviera. El hecho de que compartiéramos piso no significaba que no fuéramos de planetas diferentes. No teníamos futuro, ni pasado, en común, sólo presente, y el presente muere a cada segundo.

La sensación que tenía era que entre nosotros todo había ido bien mientras no habíamos pasado por la cama. No: la sensación de que, para ella, todo iba bien mientras no follaba. Porque para ella, posiblemente, follar era algo muy cercano a la violación, a un acto desagradable que sólo podía hacerse a cambio de dinero, como barrer las calles o limpiar los vómitos de un moribundo.

¿Qué hacía Fatmire en aquel piso del Ensanche de Barcelona, mirando la tele y bebiendo una cocacola, tan tranquila? ¿Qué pensaba hacer al día siguiente, o en los siguientes?

¿Qué podía prometerle yo?

¿Me estaba colgando de ella?

—Fatmire… —arranqué por fin.

Ella me hizo callar apretando los dientes y moviendo la cabeza en una negación de «No hace falta».

No, no estaba enamorado. Le tenía compasión. Y el lugar que ella estaba ocupando lo necesitaba para alguien como Ana. Ana Homs o alguien parecido. Alguien que supiera qué quería y a quien pudiera dar lo que esperaba de mí, una vida sin sorpresas ni altibajos.

—Tengo que irme —dijo Fatmire.

Y yo:

—No. Pero ¿qué dices? —Hipócrita.

—Sí… Yo lo pienso esta tarde y aquí no pinto nada. Ya no vamos a Rienvaplí. Me voy.

Hacía unos segundos había deseado que se fuera, y ahora que era ella quien se ofrecía para hacerlo, algo en mi interior se resistía. El alma humana es un mecanismo complejo.

—Y… ¿qué piensas hacer?

Se me había acercado.

—Pensar en ti —dijo.

Me puso la mano enguantada en la nuca. Estábamos muy cerca.

—Ángel… —susurró—. Yo te devuelvo el dinero de amo Biosca. No quiero dineros de ti. Yo soy… ¿un regalo?

Yo no sabía si reír o llorar.

Movió la cabeza, «tonterías, no me hagas caso», y se puso de puntillas y me besó en los labios. Yo le puse la mano en la cintura y abrí la boca y pegamos vientre y vientre, y subí mi mano por su espalda, y resultó que no llevaba sujetador, y la bajé a las nalgas y comprobé que no llevaba bragas.

El timbre del piso interrumpió el intercambio de saliva.

No debería haber contestado. Pero no pude evitarlo. No sé por qué, seguramente porque lo deseaba, pensé en la posibilidad de que Mónica hubiera cambiado de opinión y viniera a verme, aunque sólo fuera para escupirme en la cara. Fatmire hizo un gesto de desánimo. Cuando la activé, en la pantalla del portero electrónico vi a Ana Homs.

—¿Ángel? Soy Ana. ¿Puedo subir?

Fatmire también podía ver a Ana en la diminuta pantalla. La miré, indeciso. Me dijo con un gesto: «Sí, sí, que suba. Yo me esconderé.»

No podía hacer esperar más a Ana.

—Sí. Sube.

Fatmire echó a correr hacia la habitación de mi hija Mónica. Me pregunté si habría dejado rastro de su perfume. Bueno, ya era demasiado tarde. Abrí la puerta. Aún estaba excitado bajo el pantalón. Se me ocurrió que ya estaba un poco mayorcito para aquella clase de números. Si no quería que Ana subiera, debería haber inventado cualquier excusa. Pero sí quería que subiera, porque, no sé por qué extraño motivo, creía que mi verdadero futuro era Ana y que mi futuro era cada vez más corto. Hay un momento en la vida en el que tomas conciencia de que ya no te queda demasiado tiempo, que probablemente ya no vivirás ni la mitad del tiempo que has vivido hasta aquel momento, que todo ya no es más que una pérdida de tiempo, nunca hacemos otra cosa que perder el tiempo. Y, cuando Ana salió del ascensor, pensé: «Sí, ésta es la que yo quiero», atlética, madura, decidida, una mujer que pisaba fuerte y que controlaba el mundo en el que vivía.

BOOK: La monja que perdió la cabeza
8.86Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Spotlight for Harry by Eric A. Kimmel
When Elves Attack by Tim Dorsey
The Scent of Murder by Felicity Young
Mom Over Miami by Annie Jones
Tackled: A Sports Romance by Paige, Sabrina
I'll Find You by Nancy Bush
Zombocalypse Now by Matt Youngmark
The Cold War Swap by Ross Thomas