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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico, #Romántico

La pasión según Carmela (8 page)

BOOK: La pasión según Carmela
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—¡Bájeme! ¿Adonde me lleva?

El hombre se arrodilló con prudencia y con más prudencia la depositó en el suelo. Era Ignacio.

—¡Ignacio! —exclamó estupefacta.

—¿Cómo estás? —susurró dulce.

—Me encontraste, me salvaste...

—No fue fácil encontrarte, sólo alcancé a ver tu corpiño... —sonrió—, me orientó, contrastaba con el verde del matorral. ¿Cómo conseguiste penetrar tan adentro? ¡Mejor que las vizcachas! Tenés rasguños por todas partes.

—Gracias —le apretó la mano.

—Dale tus gracias a la casualidad... Ya no quedaba casi nadie, sólo los soldados que recorrieron un poco la zona sin animarse a entrar demasiado, por suerte.

—Quiere decir que nuestra operación fue exitosa.

—Digamos que... —Ignacio resopló con fastidio—. Mejor no hablar del asunto. ¿Podes caminar?

Carmela revisó su vendaje, que seguía firme.

—Trataré.

—Bien, te ayudo a pararte.

Rengueó unos pasos. «Me duele menos», dijo.

—Entonces rodea mi cuello con tu brazo —solicitó Ignacio—, y pisa únicamente con la pierna sana; podemos avanzar sin urgencia, lo peor ya ha pasado.

—¿Dónde están los otros?

—En los camiones que los llevan de regreso; no cabíamos todos y quedamos en que volviese uno por los rezagados.

12

Mi vendaje con la manga de la camisa había sido oportuno y firme. El esguince no fue acompañado por una fractura, como me había hecho suponer la intensidad del dolor, y pude dejar en unos días las muletas. Decidí tomar la iniciativa que venía incubando con la fiebre del deseo.

—Debo entregarte una carta —susurré a Ignacio en el crepúsculo, cuando ya preparaban la cena.

—¿Una carta? —Se peinó con los dedos su larga cabellera de bronce.

—Debo entregártela sin testigos. —Me desconocía en ese revolear de mentiras.

—Bueno... vamos a un aparte. Entrégamela ahora.

—Shhhh... será más tarde, cuando los compañeros se hayan dormido.

Ignacio se tironeó la dorada barbita.

—¡Tanto secreto! ¿Podes darme una pista?

—No. A las once nos reunimos en el camino del restaurante.

—Ah... el restaurante —Ignacio sonrió—. Creo que a esa hora estará cerrado, ¿o lo abrirán para nosotros? Queda lejos.

—Dije en el camino, Ignacio, en el camino.

—De mala gana estoy frenando mi curiosidad.

Me quedé leyendo en la carpa, protegida de los mosquitos. A las once partí sigilosa, consciente de que mi fisiología se había transformado en usina nuclear. Semejante excitación no me había invadido ni cuando noviaba con mi ex marido.

La noche era magnífica. Los pasos de mis borceguíes me parecieron exordios de un ataque por sorpresa. Mis manos acariciaban los árboles del camino incierto para no desviarme. Las fragancias que Ignacio me había enseñado a diferenciar ayudaban, o me hacían suponer que ayudaban a orientarme, pero me mordí los labios al darme cuenta de que la oscuridad era demasiado densa a medida que aumentaba la espesura del bosque. Me iba a perder. El olor de un animal muerto, quizá una rata de campo despedazada, me golpeó como una pared. Dispuse seguir otro poco. Volvió la fragancia, pero más débil. ¿Era la altura? ¿El cansancio?

—Carmela... —escuché el susurro.

Me llovió alegría.

—Sí, soy yo. ¿Dónde estás?

—Delante de ti, ¿no me ves?

Apoyado sobre el tronco de un árbol pude distinguir la indefinida dentadura de Ignacio.

—¿Trajiste la carta?

Extendí mis manos hasta tocar las de él.

—Eres como los gatos, puedes ver en la oscuridad —dije.

—No, no —replicó—, ese mérito sólo corresponde a Ulises.

—¿Ver en la oscuridad?

—Tener ojos de gato.

—De los gatos con mala entraña —corregí.

—Este sendero lo hice tantas veces que me lo sé de memoria. Tus pasos, tu respiración me dijeron: ¡ahí llega el correo. Pero no podré leer la carta, porque olvidé la linterna.

—No te preocupes, no hace falta leerla. Te la voy a decir.

La proximidad de nuestros labios no tuvo resistencia y nos unimos en un beso seguido de otro beso más largo y un tercero más largo aún, guarnecidos por el constrictor abrazo que nos mantuvo juntos en un espacio donde nada existía en torno, sino la sensación del otro cuerpo. Nos apoyamos en el tronco del castaño y seguimos besándonos y apretándonos hasta quedar extenuados.

Resbalamos lento, con ternura. El pasto transpiraba su rocío. Rodamos por los cojines de gramilla. Por instantes abría mis ojos, acostumbrados ya a la oscuridad, y pude ver estrellas entre las costuras del follaje. Las luciérnagas se entusiasmaron con nuestra fiesta y reverberaron sus chorros de luz.

Los besos pasaron a convertirse en exploradores insaciables, corrían por las sienes, los cabellos, la nuca, las orejas. Enmelaron nuestras mejillas. Ignacio prefería bucear en mi cuello y nadó por su orografía hasta decidirse a una levitación que lo depositó de nuevo en mi boca. Nuestras lenguas se enredaron. Después bajó al mentón, onduló por mi garganta y patinó ida y vuelta a lo largo del esternón que mis pechos escoltaban impacientes. Respirábamos con apuro y nuestras extremidades se extendieron con ambición imperial. Nos acariciamos a palmas llenas. Algunos avances eran interrumpidos por dudas fugaces. La excitación se había transformado en hoguera. Las llamas exigían la consumación y sentí que la Sierra temblaba.

Luego permanecimos sobre el lecho vegetal, oscuro y apacible. Nos costaba despegarnos. La transpirada piel ya no estaba iluminada por unas estrellas y la joyería de luciérnagas, sino por el curioso borde de la luna que atravesaba el ramaje. Todo era tan perfecto que se reactivó un latente temor. Para disimularlo, Ignacio dibujó palabras en mi frente.

—¿Escribes?

—Sí, te pregunto por la carta.

—Te la di, eran puros besos.

—Sos ocurrente.

—Pero tú sigues escribiendo —dije.

—Sí, cuento lo que acaba de suceder.

—Dímelo.

—No puedo.

—¿Cómo que no puedes?

—Me refiero a otra cosa.

—Me muero de curiosidad.

—Como yo antes, de curiosidad por la carta que me ibas a entregar. —Ignacio dejó caer la mano.

—¿Qué te pasa ahora?

Se sentó de espaldas y frotó sus cabellos. Intuí que iba a decirme algo importante, una confesión quizá, pero la sola idea de hacerlo lo perturbó tanto que se puso de pie.

—Vistámonos. Te podes enfriar.

—¡Esto sí que es raro! —protesté—. En serio, ¿qué te ocurre?

Ignacio sabía que a veces sus nervios lo hacían cometer estupideces. Pero no me podía explicar todavía el conflicto; en su cabeza había más espectros que en las siluetas nocturnas del bosque.

13

Fidel había dispuesto mandar una avanzada hacia el occidente de la isla para que la dispersa oposición contra Batista comenzara a reconocer su liderazgo. Consideraba agónico el capítulo de Sierra Maestra, un gueto sin repercusión nacional. Se había granjeado la simpatía de mucha gente, pero no alcanzaba para efectuar la Revolución.

Lucas fue incorporado a la temeraria columna de Cienfuegos. Antes de partir recortó varias horas para despedirse de Carmela. La buscó y hablaron casi toda la noche bajo el alero de una choza, cerca de la comandancia, arropados por la fragancia del bosque. No había café ni cerveza, de manera que se conformaron con agua salpicada con alcohol medicinal que ella trajo de la enfermería y chorritos de ron que Lucas obtuvo en la carpa de Raúl Castro. Necesitaban sentirse largamente juntos antes de que empezara la riesgosa campaña. Quizá no se volverían a ver, idea que martillaba aunque la espantasen como a una avispa.

Aún se debían un intercambio de confesiones sobre los motivos profundos que los habían atado a esta rebelión. No se reducían al espíritu de aventura, ni a caprichos, ni a un adolescente motín contra la autoridad familiar. O quizá sí. Ambos odiaban la falta de libertad, la persecución de opositores, los prejuicios burgueses. Evocaron la pesadilla de Birán, la recordaban muy bien. Lucas tenía diez años y Carmela, siete. Lázaro los había ido a buscar en el Cadillac negro a la residencia de unos tíos próxima a Las Villas. En el camino de vuelta pasaron cerca de Birán, «un puntico del mapa», decía Lázaro, porque él había nacido ahí, en una casa paupérrima. «Birán es un caserío —describió con excitación— sin agua ni electricidá, donde falta la alegría. Sólo hay pobreza, ganas de morirse. Uno de mis amigos se llamaba Fidel. Su papá era un gallego alto y fornío, trabajador, algo bestia, una muía que no comía para ahorrarse cada sucio centavo. Había luchado en favor de la república en España, pero después vino a quedarse entre nosotros. La tierra valía poco, era cuestión de comprarla nomás, plantar caña y hacerse rico. Mi familia era bruta —había agregado—, a ningunico se le dio por comprar tierra, por eso yo me hice chofer.»

Lucas y Carmela se asombraron, porque esa frase fue dicha con rencor. El bueno de Lázaro les dio miedo.

Aceptaron recorrer el caserío, pero sin detenerse donde sus familiares «porque chorrean mugre». Antes de llegar, un niño con el rostro ensangrentado les hizo señas en medio del camino. Era un esqueleto, no tenía camisa y el pantalón estaba desgarrado. Se prendió de la ventanilla con las articulaciones despellejadas y las uñas cubiertas de barro.

—¡Sálveme, por favor!

—¿Qué pasa, chico? —preguntó Lázaro.

—El capataz... el capataz, mató a palos a mi madre.

—¡Cómo! ¿Dónde?

—Ahicito, en esa plantación de caña.

—Por qué...

—¡Sálveme, lléveme, por favor!

Lázaro se negó a dejarlo subir. Lucas quiso abrirle la puerta, pero el chofer pegó un grito:

—¡No lo hagas, puede ser una trampa!

—Trampa de qué —protestó Lucas mientras hacía fuerza para liberar la manija.

En ese instante apareció un hombre con botas, pistola y un garrote, que corría hacia ellos bramando insultos. El niño intentó treparse; su sangre manchaba el borde de la carrocería. «¡Es el capataz, sálveme... por Jesusito!» Lázaro dudó y esa duda alcanzó para que el capataz aferrase de los pelos al muchacho y lo arrastrase hacia el cañaveral. Escuchamos su aterrorizado llanto, que se silenció de golpe, cuando dejaron de verlo. El auto arrancó y Lázaro dijo que no tenía ganas de entrar en Birán, ¿ustedes sí? Lucas y Carmela permanecieron mudos, apretándose las manos transpiradas. Al rato Lucas saltó al cuello de Lázaro:

—¿Por qué no lo dejaste subir?

Lázaro lo separó con facilidad y dijo tranquilo:

—Porque esto pasa aquí to'os los días, ¿acaban de descubrir América?

Tan fuerte resultó el impacto, que ni siquiera se animaron a comentarlo en su casa. Ese niño tal vez ya era cadáver. Lucas había leído cosas parecidas en las novelas de Dickens, cuyo argumento le narraba a Carmela. Después de Birán empezó a leer las novelas de Zola y de Máximo Gorki. Quizá en esa adolescencia poblada de sueños empezó a incubarse la poco explicable decisión de irse a Sierra Maestra.

Por fin tuvieron que despedirse. El abrazo fue largo. Los dientes prietos dificultaban pronunciar palabras. Se dieron vuelta y marcharon en sentido contrario. Ella fue hacia su carpa y él hacia la de Camilo, donde ya se estaban reuniendo los guerrilleros que partirían hacia la fantástica conquista de Occidente.

La columna de Cienfuegos evocaba la armada Brancaleone, un conjunto de miserables unificados por el manglar de los delirios. Con ropas inadecuadas y un armamento incapaz de vencer a fuerzas mejor equipadas, iban a intentar lo imposible basándose en que algunas veces, aunque sea por excepción, lo imposible se hiciera posible. Había empezado a llover y el jefe consideró que el mal tiempo cubriría el primer tramo de la marcha, porque el ejército no salía en esas condiciones. Por lo tanto cargaron las mochilas y bajaron decididos hacia el Llano. La lluvia revoleaba sus latigazos. Lucas asoció esa audacia con el coraje en estado puro. Le parecía que cada uno de los integrantes de esa columna reproducía a Teseo, cuando dispuso internarse en el laberinto de Creta provisto solamente de una espada de bronce y el hilo que le proporcionó la ingeniosa Ariadna. En cambio Lázaro, aunque convertido en un digno guerrillero que tal vez ni recordaba la escena del niño prendido a la ventanilla del Cadillac, escupía insultos, porque salir con ese tiempo sólo serviría para cansarlos antes de iniciar las acciones.

Avanzaron bajo el agua durante cinco días, hasta encontrar refugio en el caserío de Riñas. Pese al esfuerzo que les había demandado el avance, Camilo estaba feliz porque ese mal tiempo, insistía, fue otra vez un aliado; gracias a él pudieron llegar tan lejos sin ser descubiertos. Pero ocho hombres debieron retornar a la Sierra por enfermedad y agotamiento; otros seis habían perdido los botines en el lodazal.

Lucas admiraba extrañado su propia resistencia y apreciaba la conducta del comandante. Cienfuegos no se apartaba de sus hombres; a cada uno le brindaba estímulo y protección. Anudaba el regimiento desde la cabeza a la cola, ida y vuelta, incansable, con el humor pintado en su cara. Hacía preguntas, ofrecía respuestas, incluso ayudaba a los extenuados para descargar la mochila y el fusil. Los hacía reír con sus bromas. Lucas aprovechaba cada ocasión para acercársele y conversar sobre cualquier tema. No cesaba de repetir que estaba ahí, en esa epopeya, gracias a las generosas conversaciones nocturnas que habían mantenido en la hacienda de los Gutiérrez. Camilo le pedía que no mencionase más ese agradecimiento, porque lo ponía incómodo. Pero Lucas se daba cuenta de que le gustaba y era una buena forma de conseguir que el comandante le reconociera sus méritos. A fin de cuentas, Lucas había sacrificado más vida y recursos que cualquier otro combatiente al incorporarse a este ejército de locos.

Contaron treinta días de agua y viento hasta alcanzar el objetivo de Santa Clara, en la provincia de Las Villas. Habían cumplido una hazaña durmiendo a la intemperie, padeciendo hambre y esquivando espías. A Lucas se le disolvió la resistencia cuando decidieron carnear una yegua extraviada y comerla cruda; el pedazo de carne que llevó a su boca lo hizo vomitar bilis. «Para el hambre no existen herejías», se reprochó a sí mismo, pero no hubo caso, decidió seguir con las zanahorias y remolachas que arrancaban de las huertas.

El musculoso Horacio no se apartaba de Lucas, le regalaba otras hortalizas que robaba por su cuenta y, como los demás, le exigía que bebiese mucha agua, aunque no estuviese limpia. Lo apreciaba por haber abandonado las comodidades de su clase para unirse a esta legión de libertadores. Ambos conformaban un dúo cómico: Horacio gigante y Lucas bajo, Horacio de piel negra y pelo motoso, Lucas de piel blanca y cabello lacio, Horacio de palabra torpe y modales rudos, Lucas de expresiones educadas y modales aristocráticos, pese a sus esfuerzos por parecerse a un guajiro. Quien no les sacaba de encima su desconfiado ojo era Lázaro, cuyos recuerdos de los años en que había sido chofer de la familia Vasconcelos le producían sentimientos contradictorios.

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