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Authors: Lian Hearn

Tags: #Avéntura, Fantastico

La Red del Cielo es Amplia (19 page)

BOOK: La Red del Cielo es Amplia
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Teóricamente, estaba ejercitando los caballos junto a Kiyoshige, Irie y unos treinta de sus hombres, pero no tenía la intención de regresar a Hagi antes de que empezara la reunión. En realidad, se proponía pasar fuera muchos días, todos los que le hicieran falta para valorar por sí mismo la situación en la frontera y enfrentarse a los Tohan si fuera necesario.

La luz se fue tornando amarilla a medida que el sol se elevaba, provocando que la parte inferior de las nubes grises reluciera como si de acero recién pulido se tratara. Los jinetes tomaron la calle que discurría junto a la orilla del río. Como la mayoría de las vías de la ciudad, estaba sin pavimentar, y los cascos de los caballos lanzaban hacia arriba el agua de los charcos.

Shigeru se giró para mirar hacia el puente. Los rayos del sol, aún a baja altura, convertían en plata la superficie del agua. Se había fijado en la mujer, en Akane. En ese momento empezó a pensar en ella como Akane, arrodillada junto a la tumba, con la cabeza inclinada mientras Shigeru pasaba de largo. De manera repentina, como llevado por un arrebato, había tenido la sensación de que existía un vínculo entre ellos. No se sorprendió al ver que ahora ella le observaba desde la distancia, como quien mira hacia el mar con la esperanza de divisar un barco que se acerca o se aleja del puerto.

Tiró ligeramente de las riendas de su montura para cabalgar lado a lado con Kiyoshige.

—Cuando regresemos, me gustaría verla.

—¿A quién? —preguntó su compañero con tono burlón.

—A Akane, la hija del cantero.

—¿Akane? —repitió Kiyoshige—. Creí que no te interesaba.

—Puede que sí me interese —respondió Shigeru. Por lo que parecía, se trataba de un día de decisiones. Elegiría su propia guerra y su propia concubina.

—Ya está todo organizado —dijo Kiyoshige en voz baja, inclinándose ligeramente hacia un lado para que Shigeru pudiese oír—. Está esperando a que mandes a buscarla.

Shigeru esbozó una sonrisa. Había multitud de reacciones que podía haber expresado: placer, sorpresa, regocijo ante las maquinaciones de su amigo... Kiyoshige se echó a reír. No había necesidad de dar voz a ninguna de ellas. Se entendían el uno al otro a la perfección.

De la misma forma, Shigeru no había tenido que explicar sus planes a Kiyoshige el día anterior; su amigo había comprendido sus intenciones de inmediato. Irie fue llamado al jardín, a departir con los jóvenes. Shigeru sentía la necesidad de que al menos uno de sus preceptores aprobase su proyecto; además, Irie, con quien había viajado a Yamagata y quien había regresado a esa ciudad para encontrarse con él en la primavera, era el que más confianza le inspiraba de todos. Por lo que Shigeru había notado durante las reuniones, sospechaba que la lealtad del lacayo principal se había transferido al joven heredero. No se produjeron discusiones; Shigeru no estaba pidiendo consejo. Ya había tomado una decisión y se limitó a explicar a Irie sus intenciones y a pedirle —a ordenarle, más bien— que los acompañara.

El veterano guerrero obedeció con actitud impasible, pero aquella mañana se había reunido con ellos muy temprano, antes de lo acordado, y a Shigeru le dio la sensación de que el entusiasmo de su preceptor era equivalente al suyo propio. Irie se había sentido tan ultrajado como el heredero de los Otori cuando ambos descubrieron la hipocresía de Kitano y su acercamiento a la familia Iida. También era quien se había mostrado más insultado ante la versión de los Tohan sobre la muerte de Miura.

A los treinta soldados que los acompañaban —diez de los lacayos personales de cada uno de ellos— no se les reveló nada acerca de la misión. Kiyoshige mencionó de forma casual la necesidad de probar los caballos y se aseguró de que sus hombres escogieran las monturas más jóvenes y menos experimentadas para dar una apariencia de autenticidad; pero al igual que el desconocido que había hablado con Akane en el puente, todos los soldados Otori confiaban en tener la oportunidad de enfrentarse a los arrogantes e insufribles Tohan, y darles una buena lección.

Las últimas nieves se habían derretido y en las cordilleras todos los puertos se encontraban abiertos. Al principio siguieron la carretera de la costa en dirección a Matsue; transcurridos tres días, giraron hacia el este y empezaron a subir y a descender por pronunciados senderos de montaña. Dormían dondequiera que la noche los sorprendía, felices por encontrarse al aire libre ahora que la lluvia se mantenía a distancia, lejos de las ciudades y los pueblos en donde podía haber espías infiltrados, y así siguieron hasta llegar al borde de una amplia meseta conocida con el nombre de Yaegahara. Estaba rodeada por cordilleras que parecían alinearse una tras otra hasta donde la vista alcanzaba. La más lejana era la cadena de montañas de la Nube Alta, que formaba la frontera natural de los Tres Países. Más allá de esta cordillera, a muchas semanas de viaje hacia el este, se encontraba Miyako, la capital de las Ocho Islas, la sede del Emperador, quien simbólicamente gobernaba sobre la totalidad de la población. En la práctica, el poder del Emperador era escaso y los feudos remotos, como era el caso de los Tres Países, se gobernaban prácticamente por sí mismos. Si los clanes locales o los señores de la guerra ascendían al poder y conquistaban o sometían a sus vecinos más débiles, no había nadie que objetara o interviniera. Los derechos que pudieran obtenerse por herencia o por juramentos de fidelidad eran subsumidos en último término por la exclusiva legitimidad del poder. Entre los Tohan, la familia Iida se había alzado con la supremacía. Era un antiguo linaje de guerreros de alto rango que se había establecido en Inuyama cientos de años atrás; pero ninguna de estas consideraciones los colocaba tanto en una posición de superioridad respecto a sus iguales como su ansia de poder y sus métodos crueles y contundentes para conseguirlo. Nadie podía estar tranquilo con semejantes vecinos.

La ciudad de Inuyama, sede del castillo de los Tohan, se encontraba al otro lado de las montañas, a gran distancia rumbo al sur.

Acamparon al borde de la meseta, sin saber que la mayor parte del grupo moriría allí mismo en menos de tres años, y a la mañana siguiente cruzaron cabalgando la planicie, apremiando a sus monturas para que galoparan por los desniveles cubiertos de hierba, sorprendiendo a las liebres y los faisanes, los cuales encabritaban a los caballos jóvenes y les hacían saltar como si ellos mismos fueran liebres. Parecía que las tormentas habían puesto fin a las lluvias de primavera; el cielo lucía el azul intenso de comienzos de verano y el calor apretaba. Los hombres y los animales se empapaban de sudor; los potros se mostraban excitados y resultaba difícil controlarlos.

—Después de todo, ha resultado ser un buen ejercicio para los caballos —comentó Kiyoshige cuando se detuvieron al mediodía a la sombra de una de las escasas arboledas de la llanura cubierta de hierba. A poca distancia había un manantial donde los acalorados animales saciaron su sed y los hombres se lavaron la cara, las manos y los pies antes de empezar a comer—. Si tuviéramos que enfrentarnos al enemigo en un terreno como éste, la mitad de nuestros caballos escaparían del control.

—Practicamos demasiado poco —se lamentó Irie—. Nuestras tropas ignoran lo que es la guerra.

—Éste sería un campo de batalla perfecto —observó Shigeru—. Hay gran cantidad de espacio para moverse, y el terreno es adecuado. Nosotros, al venir desde el oeste, tendríamos el sol a la espalda al terminar el día, y la pendiente a nuestro favor.

—Tenlo en mente —repuso Irie de manera escueta.

No conversaron mucho, sino que cabecearon bajo los pinos, un tanto atolondrados por el calor y por la cabalgata a través de la hierba. Shigeru estaba casi dormido cuando uno de los hombres que montaban guardia le llamó en voz alta:

—¡Señor Otori! Alguien se acerca desde el este.

Shigeru se puso en pie, aturdido y bostezando, y se reunió con el centinela al borde de la arboleda, donde un cúmulo de rocas los ocultaba.

En la distancia, una figura solitaria avanzaba a trompicones a través de la llanura. Se caía continuamente y volvía a levantarse con dificultad; a ratos, gateaba arrastrando las manos y los pies. A medida que se acercaba, escucharon su voz, un aullido agudo y angustiado que de vez en cuando se tornaba en sollozos y luego volvía a incrementarse con una nota que ponía el vello de punta a los hombres que observaban.

—Apartaos de la vista —ordenó Shigeru, y a toda velocidad los hombres se ocultaron junto a sus caballos detrás de las rocas y entre los árboles. Tras el inicial sentimiento de horror, la segunda reacción de Shigeru fue de lástima; pero no deseaba caer en una trampa al mostrar a sus hombres de repente, ni tampoco era su intención asustar a aquel hombre.

Conforme el desconocido se acercaba veían que su rostro era una masa de sangre, alrededor de la cual las moscas zumbaban con desenfreno. Resultaba imposible distinguir ningún rasgo, pero los ojos debían de permanecer en su lugar, al igual que parte del cerebro, pues el hombre sabía bien adonde se dirigía: se encaminaba al manantial.

Se desplomó al borde de la charca y, de un empujón, introdujo la cabeza en el agua, gimiendo a medida que el frío de la corriente se le metía en las heridas abiertas. Daba la impresión de que intentaba beber. Absorbía el agua con rapidez y, luego, se atragantaba y daba arcadas.

Pequeños peces de color pálido acudieron a la superficie al olor de la sangre.

—Traedle hasta mí —ordenó Shigeru—; pero tened cuidado, no le asustéis.

Dos soldados se acercaron al borde del agua. Uno de ellos colocó una mano en el hombro del fugitivo y tiró de él hacia arriba, al tiempo que le hablaba con lentitud y claridad.

—No tengas miedo. Puedes estar tranquilo, no te haremos daño.

El segundo soldado sacó un paño de su talega y empezó a limpiar la sangre.

Por la postura del recién llegado, Shigeru adivinaba que volvía a sentir pánico; pero conforme la sangre iba desapareciendo y el rostro podía verse con mayor claridad, detrás del dolor y del miedo se detectaba una expresión de inteligencia en la mirada. Los soldados le levantaron, le llevaron al lugar donde Shigeru se encontraba de pie y le sentaron sobre el terreno arenoso.

Las orejas del hombre habían sido cortadas de cuajo y la sangre rezumaba por los orificios.

—¿Quién te ha hecho esto? —preguntó Shigeru, al tiempo que una oleada de repugnancia le invadía.

El hombre abrió la boca, emitió un gemido y escupió sangre. Le habían arrancado la lengua. Entonces, con una mano alisó la arena y con la otra escribió los signos que indicaban: "Tohan". Volvió a alisar la arena y, con movimientos torpes y errores de caligrafía, escribió: "Venir. Ayudar".

Shigeru consideró que el hombre se hallaba al borde de la muerte y se resistía a infligirle más sufrimiento al moverle; pero el propio herido hizo un gesto en dirección a los caballos, indicando que los guiaría. Cuando trataba de hablar, las lágrimas le brotaban de los ojos, como si acabara de caer en la cuenta de que le habían silenciado para siempre; no obstante, ni su agonía ni su desconsuelo conseguían disuadirle de su empeño. Todos cuantos se habían congregado a su alrededor sintieron admiración y respeto ante semejante valor y resistencia, y no pudieron negarse a prestarle ayuda.

Resultaba difícil decidir cómo transportarle, pues con toda rapidez iba perdiendo las escasas fuerzas que le quedaban.

Al final, uno de los lacayos más fuertes llamado Harada, hombre de constitución recia y sólida, se echó el herido a la espalda, como si de un niño se tratase, y otros soldados le amarraron con fuerza. Entre varios de los hombres ayudaron a ambos a subirse a uno de los caballos más mansos y, tocando al hombre que le acarreaba en la parte derecha del torso o bien en la izquierda, la doliente criatura los fue guiando hasta el extremo más alejado de la meseta.

Al principio avanzaban al paso para evitar un mayor dolor al malherido, pero éste soltó un gemido de frustración y golpeó las manos contra el pecho del hombre que le acarreaba, de modo que apremiaron a los caballos para que marcharan a medio galope. Era como si los animales intuyeran la nueva seriedad de sus jinetes, y avanzaron con delicadeza y suavidad, con tanta gentileza como si fueran yeguas transportando a sus potrillos.

Un torrente afluía del manantial, y durante un rato siguieron la ligera depresión que la corriente formaba entre las redondeadas laderas. El sol empezaba a ponerse hacia el oeste y las sombras de los hombres y animales, profundas y alargadas, cabalgaban por delante de ellos. El torrente se ensanchaba y empezaba a fluir más lentamente. De pronto, se encontraron en tierras de cultivo, pequeños campos recortados sobre la piedra caliza, rodeados de diques y rellenados con el sedimento del río, donde los brotes tiernos lucían un brillante color verde. Los caballos atravesaron el agua de poca profundidad, levantando una lluvia a su paso, pero nadie acudió a protestar por el daño que causaban a las plantas. El aire despedía un olor a humo, y también a carne, a cabello y a huesos chamuscados. Los caballos cabecearon asustados, con los ojos desencajados y los ollares abiertos.

Shigeru sacó su sable y todos los demás le imitaron; las hojas de acero suspiraron al unísono al abandonar las vainas. Harada hizo girar su caballo en respuesta a las manos ensangrentadas de su guía y comenzó a cabalgar hacia la parte izquierda del dique.

Los campos de cultivo se encontraban a las afueras de un pequeño pueblo. Las gallinas picoteaban en las orillas y un perro vagabundo ladró a los caballos; por lo demás, no se escuchaba ninguno de los sonidos cotidianos propios de una aldea. El chapoteo de los cascos resultaba insólitamente ruidoso, y cuando el corcel gris de Kiyoshige relinchó y el negro de Shigeru le respondió, los relinchos hicieron eco como el llanto de un niño.

En el extremo más alejado del dique, entre los campos anegados, se elevaba abruptamente una pequeña colina, de poca más altura que un terraplén. La mitad inferior de la colina se hallaba cubierta de árboles, lo que le otorgaba el aspecto de un animal peludo, y estaba coronada por rocas escarpadas. El herido les hizo una señal para que se detuvieran, y también por señas indicó a Harada que desmontara. Gesticuló en dirección al otro lado de la colina, llevándose las manos a su boca destrozada para pedirles que estuvieran en silencio. No podían oír nada, excepto a las gallinas y los pájaros. De pronto, se escuchó el crujido de ramas al troncharse. Shigeru levantó una mano para llamar a Kiyoshige. Juntos, cabalgaron hasta rodear la colina. Allí se encontraron unos escalones tallados en la ladera que conducían a la oscura sombra de robles y cedros. A los pies de las escaleras, varios caballos estaban amarrados a una cuerda atada entre dos árboles; uno de los animales trataba de arrancar hojas de un arce. Un guardia se hallaba de pie cerca de ellos, armado con espada y arco.

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